Sean bienvenidos a la reacción
Ocho años atrás, cuando Donald Trump ganó las elecciones de Estados Unidos por primera vez, los narradores de su victoria se remontaron a la crisis financiera del 2008 para explicar el impacto de la globalización y la desindustrialización del país en distintas porciones de la sociedad, huérfanas de representación. Ese relato, acá simplificado, contenía las diferentes hipótesis que circulaban por entonces: desde el rechazo a la inmigración y la apertura comercial con China hasta el impacto racial de la victoria de Obama. Con una coalición de blancos amenazados y enojados –y más bien avejentados– donde se mezclaban votantes tradicionales de derecha con ex obreros demócratas, el outsider Trump había dado un golpe electoral contra Hillary Clinton, la candidata del establishment.
Ese relato, que empezó a ser traducido en distintos países de Occidente, permaneció inalterado en los años posteriores, incluso después de la derrota de Trump en 2020, cuando el republicano logró mantener y aumentar su caudal de votos. Para ese momento se había topado con un frente electoral comandado por Joe Biden, un político también tradicional pero con mejores credenciales que H. Clinton, que recordó lo que ya había enseñado el voto popular del 2016: que una mayoría del país se oponía a Trump.
Su victoria en 2024 obliga a repensar y actualizar el relato. Trump no sólo conquistó todos los estados competitivos y el Colegio Electoral: por primera vez ganó el voto popular. Lo hizo con una coalición más diversa, que incorporó a un buen número de votantes latinos y una porción menor pero igualmente decisiva de afroamericanos, sobre todo hombres y jóvenes. Ocho años después de su irrupción, el trumpismo se ha renovado.
Y así como la crisis financiera del 2008 fue el evento que mejor parece explicar a la primera versión del movimiento, a este nuevo Trump hay que leerlo con el lente de la pandemia.
¿Quién te va a cuidar?
A pesar de su retórica divisiva, buena parte de la victoria del trumpismo en 2024 reside en su decisión de hablarles a nuevos mundos, con nuevas estrategias.
Ese fue el objetivo de su campaña, dirigida por los consultores Susie Wiles y Chris LaCivita: capitalizar el descontento con el Gobierno agregando nuevos votantes a la mesa, incluso asumiendo pérdidas con segmentos precisos, como las mujeres de los suburbios. “Por cada Karen que perdamos ganaremos un Jamal y un Enrique”, afirmó LaCivita a principios de año, refiriéndose a los hombres latinos y afroamericanos menores de 30 años. El mensaje diseñado para el 2024 estaba casi servido, e implicaba contrastar la debilidad del Presidente demócrata con la imagen de hombre rudo que todavía proyectaba Trump. El punto era solapar la debilidad biológica de Biden con la presunta debilidad de su gobierno en la frontera, la economía y la política exterior. Y venía con una pregunta implícita: ¿quién, ante este contexto desafiante, te va a cuidar mejor?
La construcción de Trump como hombre fuerte alcanzó su clímax con el intento de asesinato a mediados de julio, pero la campaña ya estaba trabajando en eso con antelación. Dos de los oradores estrella de la Convención Republicana, llevada a cabo unos días después del hecho, fueron el ex luchador profesional y performer Hulk Hogan y Dana White, presidente de la liga de artes marciales mixtas conocida como UFC. Ambos hicieron la previa del discurso de Trump y repitieron en otros eventos. White incluso subió al escenario para el discurso de victoria en Florida, como telonero del Presidente electo.
Fue una campaña con altas dosis de testosterona. Trump salió en busca de varones jóvenes de distintos perfiles demográficos, con mensajes que hablaban sobre economía e inflación pero también sobre los avances de la agenda feminista y el movimiento trans. Trump se sumergió en distintas comunidades digitales, algunas totalmente desconectadas de la política, habitadas por jóvenes que no votaban y tampoco prestaban atención a las noticias. Concedió largas entrevistas en podcasts de conversación inmensamente populares como los de Theo Von y Joe Rogan, que alcanzaron su apogeo en la pandemia. Su gravitación en este nuevo orden informativo encierra una paradoja que también explica su victoria. El Trump de 2016 era el de los rallies de campaña largos y frenéticos, transmitidos casi sin cortes por las cadenas de televisión. El de 2024 ya no necesitaba tanto: algunos clips bastaban para ser difundidos en las redes sociales y repetidos en loop por canales todavía afines, como Fox News. Para un candidato visiblemente más viejo y menos elocuente que en su primera campaña, los cambios en los patrones de consumo de información, dominado por clips breves, fueron una inesperada ventaja. Análisis previos sugerían que esta elección podría mostrar la brecha de género más pronunciada entre jóvenes menores de 30 años, donde los chicos se inclinan cada vez más a la derecha mientras las chicas a la izquierda. Una encuesta publicada por Harvard unas semanas antes de la elección señalaba que los varones de entre 18 y 24 años se identificaban más como conservadores que como progresistas, un cambio rotundo con la generación anterior 1. Las urnas confirmaron la tendencia.
La apuesta era arriesgada (se trataba de un sector poco propenso a salir a votar) pero funcionó gracias a los esfuerzos de dos figuras cruciales en las que la campaña delegó la estrategia: el influencer Charlie Kirk y la nueva estrella del ecosistema, Elon Musk. La incorporación del magnate y otros jugadores tecnológicos al universo Trump, en una industria que antes se inclinaba hacia el Partido Demócrata casi como bloque, fue otra de las grandes novedades de este año y coincidió con la instalación del clima antiprogresista hacia el final de la pandemia.
El realineamiento
Si Trump perdió las elecciones de 2020 por los efectos tempranos de la pandemia, es posible que su victoria en 2024 se explique por el segundo capítulo, liderado por Biden. La nueva administración cambió radicalmente la política sanitaria, recomendó cuarentenas y estableció mandatos de vacunación. También profundizó los programas de asistencia económica e inyección de gasto público, una política que rápidamente debió lidiar con el aumento de la inflación, quizás el factor determinante para explicar la derrota demócrata.
Pero hubo más que eso. La pandemia llevó la desconfianza hacia las instituciones y el Gobierno Federal a niveles altísimos, alcanzando nuevas poblaciones. A la temprana revuelta con milicias armadas que se inició en estados conservadores se le fue acoplando otra, más silenciosa y difusa, que apuntaba tanto a las autoridades gubernamentales como a la poderosa industria farmacéutica. Fue un caldo de cultivo donde se mezclaban dudas legítimas acerca del virus con teorías conspirativas y desinformación, y en el que confluyeron distintos universos, desde madres conservadoras preocupadas por el efecto de la vacunación en sus hijos hasta activistas del wellness que promueven un estilo de vida saludable integral. Esta revuelta contra las autoridades alcanzó a medios de comunicación y académicos alineados con el discurso sanitarista, lo que ayudó a consolidar el ecosistema mediático alternativo y la propagación de la corriente antiprogresista en los temas de la pandemia. Es difícil explicar la contundente mejora de Trump en estados costeros, además de Nueva York, sin reparar en esta tendencia, que lo ayudó a conquistar el voto popular.
El mejor exponente de ese nuevo universo es probablemente Robert Kennedy Jr, sobrino del Presidente asesinado, que se volvió una referencia para grupos antivacunas en la pandemia. Kennedy, un hombre fornido que no consume alimentos procesados y cultiva el wellness, lideró una campaña presidencial independiente, crítica con el establishment (muy a pesar de su apellido) hasta que se bajó para apoyar a Trump dos meses antes de las elecciones. Él mismo un demócrata desencantado, logró apelar a un público diverso. A principios de la pandemia, Kennedy hablaba de un “nuevo apartheid” para referirse a cómo el virus estaba diseñado para atacar a personas negras en comparación con etnias asiáticas y judíos ashkenazis, entre otros comentarios sin evidencias pero que resonaban en la comunidad afroamericana.
Kennedy no fue el único demócrata díscolo que se sumó a la campaña. Tulsi Gabbard, ex representante que en 2016 apoyó a Bernie Sanders, también saltó a filas republicanas. Trump buscó apelar al universo de votantes independientes seducidos por Sanders en 2016 y 2020 (entre los que se cuenta el propio Joe Rogan).
Es esta coalición de votantes anti-establishment la que mejor refleja el realineamiento político en Estados Unidos. Si después de 2016 los análisis apuntaban al votante blanco sin estudios universitarios como el perfil que definió el resultado, en este caso hay que hablar de lo que el politólogo Michael Bang Petersen denomina como “individuos que necesitan el caos”. Este universo, más proclive al consumo de teorías conspirativas y lejos de la política tradicional, manifiesta un fuerte rechazo hacia las élites y el orden institucional vigente. Su actitud, según el investigador, está definida por una “mentalidad para ganar estatus” al destruir el orden establecido 2.
Esta teoría dialoga con otros estudios que sitúan la pérdida de estatus como la principal explicación del voto a Trump en 2016. Pero entonces ésta aplicaba a poblaciones blancas en lugares deprimidos económicamente como el Medio Oeste. La teoría sobre la necesidad del caos incluye a otros perfiles, desde hombres negros antiprogresistas hasta votantes independientes que desconfian del orden institucional.
Trump volvió a representar la opción de ruptura con el orden establecido, al que ahora se incluía el fracaso económico de la gestión de Biden y el rechazo al progresismo. Pero no todos los que lo votaron buscaban una ruptura o algo parecido al caos. Por el contrario, Trump logró ofrecer el espejo de su primera gestión, con logros en materia económica y política exterior, como la garantía de un cambio seguro o, por lo menos, un retorno a un momento donde se vivía mejor.
Por eso es posible encontrar, en un mismo rally de campaña, a votantes trumpistas que aseguran que el candidato es “un enviado de Dios” (imagen reforzada con el intento de asesinato, del que fue presuntamente salvado por intervención divina) con personas que dicen que votan a Trump por tener “sentido común”.
Es esta tensión virtuosa entre la promesa de ruptura con el statu quo y la proyección de seguridad y normalidad la que mejor define al Trump de 2024, que gobernará con nuevos compañeros como JD Vance, el rostro juvenil de la Nueva Derecha, el escéptico Kennedy y Elon Musk, quizás el mejor recordatorio de que el Partido Republicano representa no sólo a una parte de la clase trabajadora sino también a una élite ascendente que busca reemplazar a la establecida. Si estamos asistiendo a un reemplazo sólo podrá verse con el tiempo.
La pandemia consolidó el nuevo orden informativo e impulsó el ascenso de una parte de las élites tecnológicas a la lucha por el poder político. Generó nuevos sentidos de pertenencia y comunidades, así como maneras de vincularse con la sociedad y la política. Antes que una nueva fórmula ideológica o un candidato diseñado a medida, los demócratas, así como todo el resto de la izquierda occidental, deben entender que las llaves de acceso a esos mundos no pasan sólo por el resentimiento sino también por la curiosidad.
1 Harvard Kennedy School, Institute of Politics, Harvard Youth Poll, Nº 48, septiembre de 2024 (https://iop.harvard.edu/youth-poll/48th-edition-fall-2024).
2 Thompson, D. (2024), “The Americans Who Need Chaos”, The Atlantic. (https://www.theatlantic.com/ideas/archive/2024/02/need-for-chaos-political-science-concept).
* Politólogo y periodista especializado en política internacional.