Una Europa desgarrada
Después de la guerra, la República Federal de Alemania nunca alimentó el proyecto de regir Europa. Todos sus dirigentes políticos, cualquiera fuera su orientación, pensaban que su país tenía un problema fundamental respecto de sus vecinos: era demasiado grande para despertar afecto y demasiado pequeño para inspirar temor. Por lo tanto, necesitaba fundirse en una entidad europea más amplia, que dirigiría de común acuerdo con otras naciones como Francia. Mientras Alemania disponía de un acceso a los mercados extranjeros, mientras podía aprovisionarse de materias primas y exportar sus productos manufacturados, no se preocupaba en absoluto de conquistar un lugar en la escena internacional. La integridad del caparazón europeo revestía tal importancia para el canciller Helmut Kohl (1982-1998), que cada vez que se producían fricciones entre los socios, rápidamente aportaba los medios materiales (es decir, pagaba la cuenta) para salvar la unidad europea, o al menos, su imagen.
El gobierno de Angela Merkel enfrenta hoy en día una situación muy distinta. A más de siete años de iniciada una crisis financiera cuyo fin no está a la vista, todos los países europeos e incluso de otras latitudes, miran a Alemania en busca de una solución y, por lo general, esperan una solución al estilo Kohl. Ahora bien, los problemas actuales son demasiado pesados para resolverlos con sólo meter la mano en el bolsillo. La diferencia entre Merkel y su predecesor, no es que ella aspire a convertirse en la Führerin de Europa: es la época la que la obliga –le guste o no– a salir de entre bambalinas para ocupar el centro del escenario europeo.
Las dificultades son considerables. En el frente europeo, la integración se transformó en una catástrofe política y económica. Y Alemania, que se convirtió en un actor lo suficientemente importante para que se la acuse de todos los males, sigue siendo demasiado pequeña para suministrar los remedios. En el frente interno, el consenso centrista amenaza con derrumbarse.
Dos modelos enfrentados
En Europa, los años que siguieron a la crisis monetaria acabaron con la simpatía que los gobiernos alemanes de posguerra se habían ganado, en mayor o menor medida, entre sus vecinos. En los países mediterráneos, y en cierta medida en Francia, Alemania nunca ha sido tan detestada desde 1945 como ahora. Innumerables caricaturas presentan a sus dirigentes vestidos con el uniforme de la Wehrmacht y luciendo la cruz gamada. Para los candidatos tanto de izquierda como de derecha, el método más seguro de ganar una elección es hacer campaña contra Alemania y su canciller, Angela Merkel.
En el Sur de Europa, la adopción de la “flexibilización cuantitativa” (1) por parte del Banco Central Europeo (BCE) fue aplaudida como una victoria sobre Berlín. En Italia, Mario Draghi, a pesar de ser un ex ejecutivo de Goldman Sachs, y ferviente defensor del neoliberalismo, es aclamado como un héroe nacional porque habría logrado engañar varias veces a “los alemanes”. El nacionalismo vuelve a surgir en toda Europa, incluso en Alemania, otrora el país menos nacionalista de todos. La política exterior de las naciones del Sur de Europa se resume actualmente a tratar de obtener concesiones de Alemania, en nombre del interés nacional, de la “solidaridad europea”, e incluso de la humanidad toda. Nadie sabe cuánto tiempo será necesario para curar las heridas causadas por la Unión Europea en las relaciones entre Alemania y países como Italia o Grecia.
Por una ironía de la historia, que no debe haber pasado desapercibida para la canciller, la Unión Económica y Monetaria (UEM) que debía consolidar definitivamente la unidad europea amenaza ahora con dinamitarla. Los dirigentes políticos alemanes comienzan a entender que el conflicto no reside en el salvataje del Estado griego o de los bancos franceses (y alemanes), y que una hábil intervención quirúrgica no logrará revivir la unidad. Al contrario, tiene que ver con la estructura misma de la zona euro, que reúne sociedades muy disímiles, con instituciones, prácticas y culturas muy diversas, reflejadas en los diferentes contratos sociales que regulan las relaciones entre el capitalismo moderno y la sociedad. A esas economías políticas divergentes corresponden regímenes monetarios distintos (2).
Veámoslo esquemáticamente. Los países del Mediterráneo desarrollaron un modelo de capitalismo en el cual el crecimiento se basa sobre todo en la demanda interna. Si es necesario, se la estimula por medio de una inflación alimentada por los déficits públicos y alentada por poderosos sindicatos garantes de la seguridad del empleo, sobre todo en el sector público. La inflación permite a los Estados tomar préstamos con mayor facilidad a la vez que devalúan su deuda. Esos países poseen además un sistema bancario público o semi‑público fuertemente regulado. Todos estos elementos combinados garantizan en teoría una relativa armonía entre los intereses de los trabajadores y el de los empleadores, en particular en las pequeñas empresas que venden sus productos en el mercado interno. Pero la paz social tiene como contrapartida un déficit de competitividad en el plano internacional. Déficit que hay que compensar de vez en cuando devaluando la moneda nacional, en detrimento de los exportadores extranjeros. Esta política, por supuesto, exige conservar la soberanía monetaria.
Las economías del Norte de Europa, y en primer lugar la de Alemania, funcionan de otra manera. Como su crecimiento depende de su éxito en los mercados extranjeros, son hostiles a la inflación. Esto vale también para los trabajadores y los sindicatos, sobre todo actualmente, cuando cualquier alza en los costos puede derivar en deslocalizaciones. Una economía de este tipo no necesita poder devaluar. Mientras que los países mediterráneos –incluida Francia, en cierta medida– aprovecharon en el pasado su flexibilidad monetaria, países como Alemania se acostumbraron lo más bien a una política monetaria rigurosa. Es por eso que manifiestan también su hostilidad hacia la deuda, aun cuando, debido a su escaso nivel de endeudamiento, obtienen generalmente tasas de interés bajas. Y como pueden vivir sin flexibilidad monetaria, evitan el riesgo de explosión de burbujas en los mercados de acciones. Por último, esta política beneficia a los ahorristas, que son mayoría. El dicho “Erst sparen, dann kaufen” (“Primero ahorrar, luego comprar”) resume perfectamente la actitud tradicionalmente aconsejada por las instituciones político-económicas alemanas.
Entonces, un régimen monetario unificado no puede beneficiar a la vez a economías basadas en el ahorro y la inversión, como las de Europa del Norte, y a economías fundadas en el préstamo y el gasto público, como las de Europa del Sur. Por lo tanto, uno de los dos modelos deberá, para acercarse al otro, reformar su sistema de producción y, a la vez, el pacto social sobre el que se basa. Actualmente los tratados obligan a los países mediterráneos a ser “competitivos”, bajo la batuta de una Alemania garante del rigor monetario. Pero no es eso lo que sus gobiernos desean o pueden hacer, al menos en el corto plazo. En consecuencia, dos líneas se enfrentan en el seno de la zona euro en un combate tanto más violento, cuanto que concierne no sólo a los medios de subsistencia, sino también al modo de vida de los pueblos. Muestra de ello son los clichés que oponen los “griegos perezosos” a los “austeros alemanes” que “viven para trabajar en lugar de trabajar para vivir” y aparecen como inflexibles gendarmes dado que defienden a la vez los tratados y su propio marco capitalista. Los intentos de los europeos del Sur por obtener una flexibilización del euro que les permita volver a las tasas de inflación, los déficits públicos y las devaluaciones en los que se basaban sus economías, chocan con la oposición de los Estados y los electores del Norte, que se niegan a seguir prestando dinero como último recurso a sus vecinos meridionales.
Una batalla técnica y moral
No obstante, a pesar de que los países de la zona euro no puedan converger, tampoco desean separarse, al menos por ahora: los países exportadores de Europa del Norte veneran las tasas de cambio fijas, mientras que los países del Sur quieren tasas de interés lo más bajas posible, a cambio de lo cual aceptarían una limitación de los déficits, esperando que sus socios se muestren más clementes que los mercados financieros. Actualmente, Alemania y sus aliados tienen las cartas en la mano. A más largo plazo, nadie puede permitirse perder la batalla: el perdedor se vería obligado a reconstruir su economía política y atravesar un período de transición largo, incierto y tumultuoso. Los países del Sur podrían verse así condenados a organizar su mercado laboral como en Europa del Norte, y los alemanes a poner fin a su manía de ahorrar, que sus socios consideran destructora y egoísta.
En ese sentido, se puede considerar que el programa de “flexibilización cuantitativa” adoptado por el BCE, dirigido oficialmente a elevar la tasa de inflación al 2%, se inscribe en una estrategia ventajosa para los países mediterráneos. De hecho, la medida provocó inmediatamente una baja en la tasa de cambio de la moneda única. Cabe recordar que Enrico Letta, durante su corta presidencia del Consejo italiano (abril de 2013 a febrero de 2014), despotricaba contra el nivel de ese “maldito euro”, que impedía la reactivación económica de su país. Problema: tal devaluación favorece sobre todo a los países exportadores como Alemania y no mejora en nada la situación de las economías más débiles. A más largo plazo, podría incluso desatar una carrera devaluatoria mundial. Y si bien, en Alemania, las industrias exportadoras no se quejarían de una nueva mejora de su competitividad, los ahorristas en cambio tendrían que soportar durante bastante tiempo tasas de interés negativas.
Los debates sobre el futuro del régimen monetario europeo son tanto morales como técnicos; y, en ese plano, debe subrayarse que ninguna de esas formas de capitalismo es superior a las otras. La implantación del capitalismo en la sociedad, asunto de improvisación y de compromiso, jamás resulta plenamente satisfactoria desde ningún punto de vista. Ciertamente, eso no impedirá que los partidarios de cada modelo nacional consideren que los otros modelos son deficientes, en base a que el suyo sería natural, racional y conforme a los valores sociales más elevados. Así, los alemanes no comprenden que cuando instan a los griegos a “reformar” su economía política, es decir, a reformarse a sí mismos, para terminar con el despilfarro de la corrupción, les están pidiendo de hecho reemplazar la corrupción tradicionalmente arraigada en la sociedad griega, por otra: la corrupción moderna y financiarizada al estilo de Goldman Sachs, propia del capitalismo contemporáneo.
Los violentos conflictos ideológicos y económicos que desgarran Europa y fomentan los nacionalismos no habrán de apagarse rápidamente. Suponiendo incluso que la austeridad logre hacer más competitiva a Europa del Sur, se estima que producirá también en los países deudores una baja en el nivel de vida del orden del 20 al 30% respecto de la situación anterior a 2008. Se les impone ese régimen asegurándoles que la liberalización de los mercados reforzará sus economías, que entonces podrán recuperar el terreno perdido y reducir las diferencias de ingresos: pero se trata de una quimera, habida cuenta del peso de las ventajas acumuladas que operan en los mercados (3). Las disparidades regionales, agravadas por la austeridad, deberán ser atendidas por medio de una solución política, en el seno de la zona euro, siguiendo el modelo de redistribución adoptado por Italia para el Mezzogiorno y por Alemania para los nuevos Länder. Sin embargo, el alrededor de 4% de Producto Interno Bruto que ambos países destinan a esas regiones, no logra impedir que aumente la brecha entre los ingresos interregionales (4).
Las disparidades económicas producirán conflictos entre los Estados miembros de la zona euro y dentro mismo de ellos. Los países del Sur reclamarán programas de crecimiento, un “Plan Marshall europeo”, políticas regionales para ayudarlos a crear una infraestructura competitiva y una solidaridad material a cambio de su adhesión al mercado único y a la unidad europea en general. Los gobiernos del Norte no podrán, por razones económicas y políticas, suministrar más que una pequeña parte de los fondos necesarios (5). A cambio, exigirán el derecho a controlar cómo será utilizado su dinero, aunque más no sea por razones de política interna: su oposición podrá llenarse la boca acusándolos de derroche, clientelismo y corrupción. Los Estados meridionales resistirán el avance de los del Norte sobre su soberanía, a la vez que criticarán su avaricia. Alemania, el más grande y sin dudas el más rico de los países miembros, será condenada por su imperialismo político y su egoísmo económico, sin poder hacer gran cosa: los electores no dejarán a sus gobiernos ayudar a los países del Sur sin condiciones y se negarán a financiar una política regional europea, cuando aún pagan por la ex Alemania del Este.
Miedo a la implosión
¿Durante cuánto tiempo la gran coalición de Angela Merkel logrará calmar tanto a sus socios europeos como a sus electores? En poco tiempo podrían agotarse todos sus recursos. Las industrias exportadoras alemanas y sus sindicatos hicieron de la defensa de la unión monetaria una prioridad absoluta y, con el apoyo de una izquierda euro-idealista, sacralizaron el euro (6). Siempre a la escucha de sus apoyos, la canciller pronunció una célebre sentencia: “Si el euro fracasa, fracasa Europa” (7). Por lo tanto Merkel se resignó a hacer dolorosas y humillantes concesiones, en particular cuando se votaron en el Parlamento los “planes de salvataje” de Grecia.
El gobierno alemán –que funciona como el comité ejecutivo de las industrias exportadoras– estará dispuesto a sacrificarse para salvar el euro. Pero el consenso que reinaba a favor de la integración europea se fisuró. El euro-escepticismo surgió repentinamente. Un nuevo partido, Alternativa para Alemania (AfD), amenaza a la derecha de la Unión Demócrata Cristiana (CDU). Para oponérsele, los partidos centristas, socialdemócratas incluidos, deben rechazar cualquier concesión que otro país pudiera presentarle. Hasta ahora las transferencias de fondos internos dentro de la Unión Europea y de la eurozona estaban a menudo disimuladas en fondos regionales o sociales europeos. Pero la unión monetaria requerirá –no sólo para “salvar” a Grecia, sino también y sobretodo para el pos “salvataje”– sumas considerables, imposibles por tanto de disimular.
Varias demandas presentadas ante la Corte Constitucional intentaron politizar Europa y alertar a la opinión pública alemana. Durante un cierto tiempo el gobierno de Angela Merkel pareció aprobar la inventiva con la que el BCE esquivaba la prohibición de efectuar préstamos directos a Estados miembros, al tiempo que el Bundesbank lanzaba gritos de indignación. Pero como el conflicto de distribución entre los países de la zona euro será pronto un problema crónico, el costo político y económico de la unión monetaria llegará a ser posiblemente tan exorbitante que el gobierno ya no podrá ocultarlo ni defenderlo, sobre todo en un contexto en que la población alemana se halla expuesta a dura prueba por la austeridad presupuestaria.
A pesar de que Alemania sacraliza al euro, en principio podría prescindir de él. Para equilibrar los resultados económicos, quizás sería mejor devolver una cierta soberanía monetaria a los países europeos y un mayor margen de maniobra al Sur (y al Sudeste, que espera entrar en la zona) en lugar de permanecer en el marco de la moneda única. Las dudas sobre la viabilidad de este régimen comienzan a crecer, incluso en Alemania. Después de todo, suponiendo que los alemanes tengan razón de pensar que, en ciertas circunstancias, la austeridad es buena para la salud económica, no debe olvidarse que en la práctica, sólo hizo milagros cuando fue de la mano de una devaluación de la moneda nacional (8).
La cohesión de la zona euro sólo se sostiene por el miedo a las consecuencias que podría producir su implosión. Pero dentro de poco, ese miedo posiblemente ya no alcanzará para convencer a los electores alemanes de continuar garantizando la supervivencia de la unión monetaria. Frente al auge de los nacionalismos, las elites políticas podrían considerar preferible dejar de identificar el euro a Europa, y escuchar a los economistas, cada vez más numerosos, incluso en Alemania (9), que postulan un régimen monetario más flexible y menos unitario, cercano al sistema monetario europeo vigente en los años 80 (10). Esa solución sin dudas no será la panacea, pero no es posible hallar una solución ideal en una economía capitalista cargada de múltiples contradicciones internas. Las exportaciones alemanas posiblemente sufrirán durante un tiempo, pero la suerte de los contribuyentes y la reputación de su país frente a sus vecinos podría verse mejorada.
Angela Merkel supo cambiar radicalmente de posición sobre la energía nuclear. No debe excluirse que quede en la historia como la canciller que liberó a Europa de la moneda única, convertida en pesadilla común.
1. Programa de compra por el BCE de obligaciones públicas y privadas por un monto de 60.000 millones de euros por mes adoptado en enero de 2015 para contener el riesgo de deflación. En otras palabras, el BCE emite moneda.
2. Véase Charles B. Blankart, “Oil and Vinegar: A Positive Fiscal Theory of the Euro Crisis”, Kyklos, Vol. 66, N° 3, Zurich, 2013; Peter Hall, “The Economics and Politics of the Euro Crisis”, German Politics, Vol. 21, N° 4, Chemnitz, 2012.
3. Como muestra Thomas Piketty en El capital en el siglo XXI, FCE, Buenos Aires, 2014. Las ventajas acumuladas, o “efecto Matthieu”, implican el enriquecimiento de los ricos y el empobrecimiento de los pobres.
4. Wolfgang Streeck y Lea Elsässer, “Monetary Disunion: The Domestic Politics of Euroland”, MPIfG Discussion Paper 14-17, Max Planck Institute for the Study of Societies, Colonia, 2014, www.mpifg.de
5. Según estimaciones basadas en la experiencia de Italia y de Alemania, las transferencias de fondos necesarias para impedir que se profundicen las diferencias de ingreso en la zona euro, superarían en mucho la capacidad de pago de Alemania, Francia y Holanda reunidas. Véase Wolfgang Streeck y Lea Elsässer, op. cit.
6. Este podría ser un viejo reflejo contraído por los alemanes en el período de posguerra: la tendencia a confundir su identidad colectiva con su moneda, lo que Jürgen Habermas llamó “D-Mark Patriotismus” (“el patriotismo del Deutschmark”).
7. Intervención en el Bundestag, 7-9-11.
8. Mark Blyth, Austerity. The History of a Dangerous Idea, Oxford University Press, 2013.
9. Véase Heiner Flassbeck y Costas Lapavitsas, Against the Troika. Crisis and Austerity in the Eurozone, Verso, Londres y Nueva York, 2015.
10. Véase Frédéric Lordon, “Sortir de l’euro ?”, Le Monde diplomatique, París, agosto de 2013.
Este artículo forma parte de la edición especial de Le Monde diplomatique y la Universidad Nacional de San Martín publicado en febrero – marzo de 2016
EL MUNDO EN CRISIS
Migraciones, desigualdad, conflictos armados, malestar democrático: un análisis a fondo de las principales líneas de fractura globales.
Escriben, entre otros: José Natanson, Pablo Stancanelli, Pablo Stefanoni, Serge Halimi, Juan Martín Bustos, Ignacio Ramonet, Mario Greco, Nancy Fraser…
* Sociólogo, director emérito del Instituto Max Planck para la Investigación Social (http://www.mpifg.de). Una versión anterior de este artículo se publicó en el blog de la London School of Economics con el título “The European Union is a liberal empire, and it is about to fall” el 6 de marzo de 2019.
Traducción: Carlos Alberto Zito