MOVIMIENTOS SOCIALES Y ESTADO

Un gobierno con las organizaciones sociales

Por Francisco Longa*
Nunca antes las organizaciones sociales tuvieron tanta penetración en un gobierno como en el actual del Frente de Todos. Movimientos y dirigentes con antecedentes guevaristas y marxistas hoy se han transformado en funcionarios. ¿Qué los llevó a participar del gobierno encabezado por un peronista moderado como Alberto Fernández? Francisco Longa analiza por qué lograron más cargos ahora que durante el kirchnerismo y retrata sus encrucijadas siendo parte del Estado, en medio de una pandemia que golpea fuerte a su base social.
Intervención a partir de una foto de la movilización en apoyo al impuesto a las grandes fortunas, 17-11-20 (Tw @ptpcaba)

Cuando Mauricio Macri asumió la presidencia, el líder del Movimiento Evita, Emilio Pérsico, fue hasta un local de la Corriente Clasista y Combativa (CCC) (1), una organización territorial opositora durante los gobiernos kirchneristas, y le dijo a su principal dirigente: “Mirá Alderete, nos peleamos hace quince años, y yo de acá no me voy hasta que nos pongamos de acuerdo. Porque si no, estos tipos nos pasan por encima y los que van a sufrir son nuestros compañeros”.

Los diálogos dieron resultado: sumaron a la organización Barrios de Pie y así se conformó el “triunvirato piquetero”, al que, de a poco, se plegaron movimientos de izquierda. Por esta razón, en las mismas movilizaciones se mezclaban las banderas rojas y negras con las celestes y blancas de los grupos que venían de ocupar cargos.

Esta unidad, ideológicamente tan amplia, ocurrió porque ante las primeras medidas de Cambiemos las organizaciones sociales advirtieron un “retorno neoliberal”. Es cierto que el Ministerio de Desarrollo Social a cargo de Carolina Stanley tuvo un aceitado vínculo con estas organizaciones. Pero sólo en el primer año del macrismo la pobreza pasó del 29% al 32,2%, según datos de la Universidad Católica Argentina. Que el macrismo haya continuado entonces algunas políticas de asistencia social no compensó el golpe estructural al sector de la economía popular.

Es evidente que esta unidad estuvo cimentada más en el espanto ante el macrismo que en el amor entre sus partes. Aunque también la masividad en las calles se fue traduciendo en conquistas: hacia finales de 2016 lograron que el Congreso apruebe la Ley de Emergencia Social, que implicaba nuevos subsidios para sus cooperativas; luego, que se efectúe el Registro Nacional de Barrios Populares, indispensable para exigir la urbanización de los asentamientos.

Dicha unidad tuvo otras dos derivaciones: una sindical y otra político-electoral. La primera fue la creación de la Unión de Trabajadores/as de la Economía Popular (UTEP). Con excepción de algunos grupos, casi todas las organizaciones sociales de presencia nacional se sumaron a esta herramienta, cuyo objetivo es agremiar a quienes trabajan en la economía popular, lo que podría transformarla en unos de los sindicatos más numerosos del país.

La segunda derivación fue la integración al proyecto electoral del Frente de Todos (FdT). Cuando en 2019 el “pan-peronismo” oficializó su coalición amplia para enfrentar al macrismo, muchas de las organizaciones que ya venían compartiendo la calle pasaron también a compartir los actos de campaña.

Dos grandes motivos explican la incorporación en el nuevo gobierno: para las organizaciones, apoyar la candidatura de Alberto Fernández fue un imperativo para detener la reelección del “proyecto neoliberal” de Macri. Complementariamente, el FdT les brindó lugares en sus filas en virtud del innegable capital político que acumularon estos grupos al protagonizar las protestas durante el macrismo.

La hora de gobernar

La actual presencia de militantes de la economía popular en el gabinete nacional permite afirmar otra idea: comparando con gobiernos anteriores, las organizaciones sociales incorporadas al Estado son más heterogéneas ideológicamente y han penetrado en más espacios del organigrama estatal.

Aunque hubo algunas excepciones (2), durante el kirchnerismo los movimientos integrados provenían centralmente de corrientes del nacionalismo popular, como Patria Libre o el Movimiento Evita. Además, su llegada se limitaba casi exclusivamente al Ministerio de Desarrollo Social. En términos de continuidades, dicha cartera sigue siendo el ámbito privilegiado de desembarco de las organizaciones. Allí Emilio Pérsico reviste hoy como Secretario de Economía Social, con un presupuesto y un peso político sustantivos.

Pero en contraste con la etapa kirchnerista, en el gabinete del Frente de Todos se constatan dirigentes de raíces guevaristas (del Movimiento Popular La Dignidad), maoístas (de la CCC) y autonomistas (del Frente Darío Santillán), entre otras. Además, como mostramos en un artículo escrito junto a Melina Vázquez (3), la injerencia de sus cuadros ha llegado a lugares tan variados como el Mercado Central de Alimentos, el Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad, la Jefatura de Gabinete, el Ministerio de Desarrollo Territorial y Hábitat y el Ministerio de Agricultura. En el Congreso también hay un grupo de siete diputados/as que reconoce su procedencia en los movimientos.

Encrucijadas pre y post pandemia

La deuda social que debía afrontar el Frente de Todos apenas asumió implicaba un enorme desafío. La pandemia de Covid-19 no hizo más que profundizarla. Si bien el gobierno subsidió alimentos y aumentó las asignaciones sociales, los sectores populares sufrieron de manera directa el Aislamientos Social temprano que dictaminó el gobierno como estrategia epidemiológica. Así, muchos trabajos precarios y “changas” fueron desapareciendo.

Las organizaciones debieron reorientar gran parte de sus fuerzas hacia la asistencia en la emergencia, lo que debilitó sus otras iniciativas políticas. Al mismo tiempo, los riesgos de contagio limitaron su capacidad de movilización.

Sin embargo, también mostraron innovación y proyección. En agosto del 2020, junto a sindicatos como la UOCRA y Camioneros, lanzaron el Plan de Desarrollo Humano Integral. Popularizado como el “Plan Marshall” criollo, se trata de un ambicioso proyecto para repoblar ciudades del país, establecer núcleos de producción de alimentos y construir viviendas sociales.

Pero más allá de sus propias apuestas, el paso por la esfera estatal les hizo enfrentar dos grandes encrucijadas: cómo posicionarse ante el conflicto social y cómo coexistir en el oficialismo con sectores de la “política tradicional”.

Respecto de la primera, las organizaciones sociales vivieron una situación dilemática cuando casi tres mil familias que reclamaban viviendas ocuparon un gigantesco predio en la localidad de Guernica, provincia de Buenos Aires. Organizaciones opositoras, como el Frente de Organizaciones en Lucha y el Polo Obrero, acompañaron a quienes ocupaban y criticaron por izquierda al gobierno. Tras unos meses de negociaciones fallidas, el gobierno bonaerense –también del Frente de Todos– dio el visto bueno para el desalojo que ordenaba la Justicia. Varias organizaciones que son parte del oficialismo salieron a cruzar al Ministro de Seguridad provincial, Sergio Berni, un paladín del punitivismo que muchos proyectan como el “Bolsonaro argentino”. La UTEP emitió un comunicado expresando su “enérgico repudio” al desalojo y planteó que la respuesta “nunca puede ser la represión”. Sin embargo, obvió criticar al gobernador –y una de las principales figuras de la coalición gobernante–, Axel Kicillof; si alguien sabe que un desalojo de esa magnitud nunca se toma sin el visto bueno del ejecutivo, son justamente las organizaciones sociales.

La segunda encrucijada la tuvieron ante sectores tradicionales de la política que también son parte de la coalición de gobierno. Los cruces y conflictos en apenas un año han sido numerosos. Por ejemplo, en algunos distritos denunciaron que el Ejecutivo priorizó entregar alimentos e insumos sanitarios a grupos “clientelares” que responden a los intendentes, antes que direccionarlos hacia sus centros comunitarios. Esta situación, que irritó a las organizaciones, respondía también a las demandas de los jefes locales, necesitados de gestionar ante sectores a los que luego deberán pedirles el voto.

Otro conflicto, apenas iniciado el 2021, ilustra esta conflictiva convivencia. Un grupo de cartoneras/os que reclamaba por sus fuentes de trabajo fue reprimido por la gestión frente-de-todista del municipio de San Vicente. Juan Grabois, dirigente social de la UTEP de fuerte presencia mediática, denunció al Intendente: “No se le ocurrió mejor idea que perpetrar la primera represión del año con 5 detenidos y varios heridos de bala” (4). Pero para Martín Insaurralde, quien encabeza un grupo de intendentes oficialistas, la culpa fue de los conducidos por Grabois a quienes acusó de “patoteros”.

Lo que vendrá

A poco de cumplirse veinte años del estallido social de diciembre de 2001, queda claro que el protagonismo de las organizaciones sociales en calles y barrios no se trataba de una imagen pasajera. El sector de la economía popular que sobrevivió al kirchnerismo y al macrismo parece haber llegado para quedarse. Su penetración territorial, creatividad sindical y capacidad de movilización lo han transformado en un actor insoslayable, lo que le granjeó el acceso al Estado.

Sin embargo, integrar no significa protagonizar ni tampoco diseñar las políticas públicas. Cuando en medio de la pandemia Alberto Fernández recibió a referentes de este sector en la residencia presidencial, mientras los escuchaba atentamente cometió un sincericidio: les dijo que para él la economía popular es “una hoja en blanco”.

Este deslizamiento en el lenguaje del Presidente, sumado a por ejemplo que el Plan de Desarrollo Humano Integral aún no cuenta con financiamiento ni con la venia del ejecutivo, sirven para ubicar las ambivalencias de la actual incorporación al Estado de las organizaciones: el gobierno les otorga lugares, tal vez como nunca antes, pero sigue sin conocerlas. Así, el del Frente de Todos se asemeja más a un gobierno “con”, antes que un gobierno “de” los movimientos sociales.

En el nombre de la coalición gobernante se cifran sus virtudes y dificultades. La unidad “de Todos”, competitiva electoralmente, conlleva tensiones propias de la convivencia en un mismo espacio de sectores tan disímiles. Mientras las organizaciones buscan preservar la alianza que les permitió sacar al “neoliberalismo macrista” del poder, constatan los dilemas de ser parte de ella.

Es cierto que la aprobación hacia finales de 2020 del Impuesto a las Grandes Fortunas y del Aborto Legal trajeron reparación a las ansias de los movimientistas. Sin embargo, en un año que seguramente demande apoyos proselitistas para superar el primer examen electoral, ¿podrán combinarse los tiempos de las urnas con las necesidades de las bases de las organizaciones? Tras una caída interanual del Producto Bruto de un 10%, ¿los movimientos revitalizarán su representación gremial –vía la UTEP– ante el Estado?

Queda claro que el método de la movilización callejera –que las organizaciones siguen utilizando incluso siendo oficialistas–, se contrapone con la necesidad de orden que algunos sectores del gobierno identifican en su electorado. Pero considerando por ejemplo que sólo en Buenos Aires hubo casi 2 mil ocupaciones de tierras durante el último año, ¿cómo administrarán las tensiones con los actores tradicionales de la política en caso de que el conflicto social se agudice?

Del modo en que tramiten estas encrucijadas, manteniendo su identidad plebeya y su representación de “los de abajo”, se juega la suerte de su paso por la gestión.

1. La CCC fue fundada por el maoísta Partido Comunista Revolucionario (PCR) y es liderada por Juan Carlos Alderete.

2. El Movimiento de Unidad Popular (MUP), por ejemplo, era una organización territorial de orígenes anarquistas que se sumó a los gobiernos kirchneristas e incluso pasó a formar parte del Partido Justicialista.

3. https://lanaciontrabajadora.com/ensayo/gobierno-alberto/

4. https://twitter.com/JuanGrabois/status/1357414731611574276?s=20

* Politólogo y docente, Universidad Nacional de Lanús. Investigador en CONICET.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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