Un año de la guerra que cambió el mundo
Un año atrás, el comienzo de la guerra en Ucrania nos encontró con la atención puesta en América Latina. Desde hacía un par de semanas veníamos trabajando en la nueva edición de Le Monde diplomatique, que iba a estar enfocada en el regreso de la izquierda en la región, cuando, en la madrugada del 24 de febrero, Vladimir Putin ordenó, bajo el eufemismo de “operación militar especial”, una invasión a Ucrania en toda la línea, mucho más ambiciosa y letal de lo que preveían los escenarios más pesimistas.
Con el título “Temor y temblor” impreso sobre un Putin de mirada espesa, el número de el Dipló intentaba entender las causas profundas de la guerra: una nota del especialista argentino Martín Baña y otra de las periodistas francesas Hélène Richard y Anne-Cécile Robert abordaban las razones que llevaron al presidente ruso a tomar la decisión, en una primera definición ideológica que nos generó varias críticas: tan cierto era que Rusia tenía derecho a sentirse acorralada por la OTAN como que la invasión constituyó una violación flagrante al derecho internacional que –decíamos– iba a cobrarse miles de vidas.
El número siguiente, el de abril, mantenía el nervio tenso sobre lo que en ese momento asomaba como el principal peligro: la posibilidad de que, frente a la inesperada resistencia ucraniana y la constatación de que las cosas no le estaban saliendo como esperaba, Putin ordenara un ataque nuclear táctico para el cual las doctrinas de disuasión, basadas en la idea de destrucción mutua asegurada de la Guerra Fría, ya no resultaban efectivas. Las primeras consecuencias de esa “nueva edad geopolítica”, según la definición de un artículo de Ignacio Ramonet que publicamos poco después, ya comenzaban a perfilarse.
En las siguientes ediciones abordamos el tema desde todos los ángulos posibles: el dossier de mayo estuvo dedicado a describir el nuevo orden global; el siguiente, a entender el impacto sobre la cuestión energética, cuya complejidad resumimos en un mapa y cuyas consecuencias –los increíbles beneficios obtenidos por Estados Unidos y los perjuicios, no menos increíbles, sobre Europa– tratamos en diferentes notas. Luego nos ocupamos, entre otras cosas, de la cuestión alimentaria, los efectos sobre la economía argentina y el rol de actores globales como la ONU y la Iglesia Católica.
Como la guerra se enlodaba, volvimos sobre Rusia: la invasión a Ucrania podía verse no solo como una reacción a la OTAN sino como el intento por conectar con una tradición imperial de larga data que a su vez sintonizaba con la voluntad hegemónica de Putin. Luego del fracaso de la mediación de Turquía y ante una nueva escalada, con Estados Unidos alimentando de armamento a las tropas ucranianas y Rusia aceptando un retroceso táctico tras otro, nos enfocamos nuevamente en la cuestión nuclear. En el camino, publicamos un número especial y organizamos cursos y charlas virtuales.
A lo largo del último año, buena parte del esfuerzo editorial de El Dipló estuvo dedicado a analizar los efectos tectónicos de un conflicto que amenaza con eternizarse al estilo de Medio Oriente, sólo que en el corazón de Europa. Concluyamos ahora citando el último párrafo de la nota que escribimos un año atrás. “En 1848, el filósofo danés Søren Kierkegaard publicó Temor y temblor, un libro que parte de la meditación sobre el sacrificio de Isaac para reflexionar sobre los límites de la fe. Aunque la fe putinista parece apostar a que la invasión a Ucrania le permitirá desmilitarizar el país y designar un gobierno títere sin provocar una reacción occidental que lo destruya, hay que recordar que incluso los líderes más sagaces pueden equivocarse. Salvo quizás un burgués asustado, no hay nada más peligroso que un imperio en declive”.
José Natanson
Director
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur