Terrícola
En medio de una situación en la que las palabras que elegimos amenazan con volverse obsoletas en un instante, permítasenos empezar por algo que es casi del orden de lo obvio. Aunque se ha visto de todo a propósito de lo que hace la vida política argentina con los reflejos de quienes hasta anteayer fueron sus protagonistas, se puede arriesgar que Néstor Kirchner nunca animará una efemérides de manual y feriado, una fecha patria. Al menos hasta el día del juicio final y si en ese trance, claro, tal cosa guarda algún sentido. Hay razones de una especie y de otra. Que lo suyo fue demasiado desgarbado y prosaico para ingresar a cualquier panteón, que se repele con tal cosa. Que aunque dio todo de sí, no lo cambió todo –cómo si alguna vez todo cambiara–; pero un poco más porque apenas cinco años después de su muerte un gobierno de signo antagónico arrasó con mucho de lo hecho con rapidez fulminante. Como si los españoles se hubieran apoderado nuevamente de Santiago de Chile, Mendoza o Córdoba poco después de la batalla de Maipú o con San Martín ya en Europa. Que no es tiempo de “grandes hombres”, que sólo quedan los de Marvel o los de los mangas que con fruición absorben lxs pibes, pues las tareas en la hora son de poca monta. Solemos bromear que, por más que se bata el parche, no hay cordilleras que cruzar. Última o primera: que es sólo héroe de una facción, de un bando que, aunque une a un espectro para nada menor de la población, no es de todos.
Difícil sostener que no haya algo de cierto, por lo tanto para discutir, en cada uno de esos argumentos. Pero parece que hoy no es momento para eso, quizás nunca lo sea. Algunos, quienes tenemos presente a Néstor Kirchner día tras día, incluso porque su acción política se entreveró con nuestra anticuada vida privada, lo recordaremos este 27 de octubre que de a ratos enceguece; incluso es probable que una lágrima –o dos, o tres, o varias– nos baje por la cara. Otros lo execrarán haciendo uso intensivo de las redes sociales, todo un signo de la época. ¿Más que él? Y muchos lo ignorarán, será un día como tantos, trabajoso, anodino y con alguna serie esperando. Carriles paralelos que se dan la espalda o apenas se miran de reojo y con encono, pero no hablan entre sí, sospechando que de nada serviría hacerlo. Si más o menos así son las cosas, no extraña que Néstor Kirchner, su memoria, esté ganada por una inestabilidad que es disputa. Se erigieron estatuas, pero las sobrevuela la duda de no saber qué ocurrirá con ellas. Hospitales, caminos, puentes llevan su nombre y por miles de cabezas ya pasó la idea de borrarlo. Y quedó en carpeta.
Cómplice de una nueva energía social
Se entronca la inestabilidad con lo que podríamos llamar el punto de emergencia de Kirchner. Desde el 25 de mayo de 2003 en que asumió la presidencia no paró de dar señales y de producir marcas que indicaban que en efecto estábamos ante una novedad en relación con lo que venía ocurriendo desde hacía décadas. Se sostuvo en esa posición. Pero ese punto de emergencia está signado por lo que tan inmediatamente lo había antecedido, que era la misma superficie de la que irrumpía. Con el nombre de crisis de 2001 conviene remitir a un fenómeno bastante más amplio de lo que sugiere la sola mención de un año –y un mes–: al crujir de una manera de gobernar al país que se imponía desde los años de la dictadura, y que dejaba afuera de la sociedad a millones. La movilización desde sus bordes cada vez más multitudinarios atravesó a cada una de nuestras provincias por lo menos desde 1996. Energía social que quizás no merezca el calificativo de impresionante, porque también fue desmañada, porque no tuvo grandes palabras, pero que, en una coyuntura económica inexorable, fue fundamental para empujar por el precipicio a un gobierno que continuaba, ya exangüe, ese modelo. Sorprendió y llenó de miedo. Kirchner fue el político que no sólo no se sorprendió ni se llenó de miedo, sino que canalizó esa energía social. Que se volvió cómplice de ella.
Alguna vez fue tema de interés el papel de los llamados “grandes hombres” en la historia. Las apreciaciones varían según cuánto se los ligue a una situación y a un cuadro de fuerzas sociales que los determinan, o cuánto se los autonomiza de ellos para dejarlos flamear sin ataduras. Si esta última operación es exitosa, se ha dado un paso principal para que catalogue de héroe nacional. Lo que no funciona con Kirchner que, sin ser expresión de ese levantamiento de masas, sin ser uno de sus líderes –como si lo fue Evo Morales de luchas que llevaron más de una década en su país–, le dedicó señas, lo atrajo en un momento en que se encontraba en baja, con la derrota carancheándolo. Hacían falta pruebas para creer que algo podía transformarse desde el Estado y Néstor Kirchner se prodigó en ellas, desviando a nuestra versión del Leviatan de sus lealtades históricas principales. Eriza la piel escuchar a Marlene Wayar diciendo que el Estado había sido todos los “padres fallidos” –jugador, borracho, golpeador– hasta que con Kirchner por fin abraza. Aunque se prefiera no recordarlo así, quedó comprometido con una fuerza social masiva, de abandonados y de sobrevivientes. De desafectos de la patria tal como se había impuesto, pues solamente pocos recordaban que podía haber otra. Kirchner fue la bisagra entre la situación del 2001 y la del 2010 con los multitudinarios y entusiastas festejos del Bicentenario. Es cierto que las retenciones ya estaban cuando llegó al gobierno; con uno de los ojos siempre atento a la economía, lo suyo fue eminentemente político.
Los hilos de la tradición peronista
Se ha dicho, con las mejores intenciones críticas, que al canalizar hacia el Estado esa energía social, Kirchner la aplacó reterritorializándola. Miramos esto desde otra óptica, sobre todo porque el proceso de movilización y lucha no amainó. Impedir que el macrismo continuara en el gobierno también habla de esto. Aunque en un principio pareció tomar distancia, fue en el peronismo donde obtuvo el saber y el repertorio para abordar una situación de desasimiento. ¿De dónde más hubiera podido ser? Y el peronismo, sin estridencias, volvió a florecer –oscuro y radiante, espinoso y amable–, pues la acción de Kirchner y de la multitud que se le iba plegando lo hizo revivir. Llamó a las cosas por su nombre y barrió lo que impedía desde los poderes constituidos que se expresara la realidad dañada argentina, enterrada. Y no dejó de zambullirse en ella. En la plegadura abigarrada que es el peronismo, ésta es una de sus líneas principales, mientras que el liberalismo, en sus variantes progresistas o –por exceso– fascistas, se inclina por gobernar y actuar fugando de ella. Impermeable a sus demandas. Prendiéndole fuego porque entorpece, negándola. Contra la heterogeneidad y multiplicidad de lo vivo. A fines de 1952 y en Sur, Sebreli le ponía el nombre de “colorado” a la tradición que hacía remontar hasta el caudillismo y desembocaba en el peronismo. La “Tierra” era su gravedad. A la otra, “celeste” y apuntaba al “cielo” de los ideales. Kirchner hizo un trato con quienes no tienen a dónde fugar.
Alejandro Kaufman sugiere en una entrevista que le hizo La Biblioteca en 2011 que es preciso encuadrar a la “subjetividad peronista” en tensión y respuesta a los “horrores del siglo XX, de los totalitarismos fascistas y del totalitarismo soviético”. Añadamos: con conciencia del límite, de que la aventura prometeica o la gran misión civilizadora del Hombre conduce a desastres. A propósito del 17 de octubre último, Kaufman subraya que la vitalidad algo enclenque, pero a prueba de bala del peronismo, radica en que está muy cerca de una sabiduría de la derrota, la de quienes padecen la opresión. Sarmiento despotrica en Conflictos y armonías… contra los “conquistadores del desierto” que no terminaron hasta con los últimos indios, porque estos pronto iban a votar. El peronismo, qué duda cabe, recoge a sus nietos y los lanza a un nuevo alboroto. Escalando alto en la crueldad, Hegel escribe en sus Lecciones de Filosofía de la Historia Universal que América, vacía de pensamiento y espíritu, se “ha convertido en un lugar de refugio para las barreduras de Europa.” Con esas “basuras” que sobran en el “viejo continente” también trabaja el peronismo. Unos y otros sin tierra, aquí y allá. El mayor Bertonasco, de la más cercana confianza de Perón, es enviado a tratar con los kollas que reclaman por sus tierras en Jujuy y Salta. Su padre había sido militar, su madre india del sur. Vuelve vestido de kolla encabezando el Malón de la Paz. Mansilla en Ranqueles: “no hay peor mal que la civilización sin clemencia”. El peronismo quiso ser esa clemencia pero, como se tomó a pecho la tarea, él mismo fue criminalizado, condenado por monstruoso. Privado de la misma clemencia que se les negó a los ranqueles. Entonces ese afecto dejó de ser uno que circula de arriba hacia abajo, aristocrático, para transformarse en otra cosa, su condición misma. Néstor Kirchner recuperó los hilos de esa tradición, anacrónica por dónde se la vea en la fase extrema del desarrollo capitalista, que a punto estaban de perderse. Brindó el mejor cuidado político, el que pone de pie.
Otro pliegue del origami: se siente a gusto alterando el régimen de historicidad propio de la modernidad, en el que todo tiende hacia el futuro, lo que está encantado y hay que conquistar. Porque el peronismo conjuga sobre todo en presente. Las realizaciones más que las promesas. Con la sospecha, de origen popular y plebeyo, de que atarnos a las delicias del futuro es una forma –moderna– de privarnos del presente. También del mundo al que mientras tanto se violenta hasta lo invivible. El macrismo llevó a la caricatura la pulsión del liberalismo hacia el futuro, por lo que en sí tuvo de decadente, pero también porque en la situación abrasiva del nuevo milenio prometer futuro es una patraña, pues sólo ha quedado a disposición –en una imagen tan higiénica como inmunda– de los que se postulan dueños de la tierra y, como la destruyen, han desarrollado múltiples tácticas para fugar. Cuando el peronismo gobierna lo hace con urgencia, porque no hay dilación que se justifique para los desposeídos. Por todo esto se lleva tan bien con la fiesta, lo que odian sus detractores. Néstor Kirchner gobernó con este pulso. Cristina Fernández también. El problema –para Alberto Fernández y para todxs– es que el futuro se aceleró y ya está con nosotros, despeñado. Es decir, salvo que supongamos que lo que nos ocurre en 2020 sea producto de una confabulación o que no es más que un accidente circunstancial que pasará con una vacuna, la magnitud de la crisis que se ha revelado y nos atraviesa obliga a desarticular ese futuro, que ya es presente, en el que “desastre ecológico e infierno sociológico” (Viveiros de Castro) van de la mano. Difícil que haya fiesta sin esa desarticulación. Desastre e infierno que es obra de los encantadores del futuro, en cuyas filas el peronismo no militó.
El peronismo persigue el crecimiento económico porque precisa sacar de la pobreza a miles de miles, pero también tiene conciencia, más o menos sumergida, de que la pobreza nace de la pérdida de la tierra, del desgarramiento y la expulsión originaria. De esa ruptura. ¿Surge del mismo crecimiento económico capitalista? Con Perón, y luego con Néstor y Cristina Fernández de Kirchner, se hizo retroceder a pobrezas de distinto tipo, con formas que fueron variadas, pero que por igual implicaron ajustar cuentas con el capital, hacerle aceptar que es parte de una nación alterada por desigualdades mayúsculas, de las que hasta el momento se había servido. A la par, poniendo freno a la superexplotación de los trabajadores. Bozales para el capital. Hoy esto está desmadrado y el capital no quiere resignar nada. La desposesión de la tierra, transformada en un mero recurso a explotar con alta tecnología hasta su final, ha llegado a un punto crítico.
La locura, la libertad
Néstor Kirchner y la locura. Si miramos a través del prisma enrarecido de Ramos Mejía, la locura en la historia es la forma que encuentra la libertad para manifestarse, travestida, en coyunturas cerradas, como la del conservadurismo positivista de principios del siglo XX. Cuando todo se impone como ya escrito. La locura –la libertad– patea las puertas cerradas ya no de la Historia, sino del mismo presente. Y danza con multitudes. Contar con Kirchner en 2020 es entonces también buscar la forma de estar a la altura de su locura. De la libertad que la época precisa para sacudirse de quienes se erigen como dueños de la tierra y la llevan, igual que al mundo, a su destrucción.
* Historiador.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur