40 AÑOS DE DEMOCRACIA

La vida moral y judicial de la política en democracia

Por Andrés Scharager y Sebastián Pereyra*
En las últimas décadas, los límites entre política y justicia se desdibujaron en Argentina. Los jueces comenzaron a liderar acusaciones por corrupción y los medios a tomar un rol activo en la denuncia, siempre acorde a sus propios intereses. Estos fenómenos revelan una transformación en la interacción entre ética, política y sistema judicial que pone en juego los límites de la democracia.
Cristina Fernández de Kirchner entre la multitud tras la audiencia en Comodoro Py, 13-04-2016

A casi cuarenta años de la restauración de la democracia, el funcionamiento de la política se ha transformado de manera sustancial. Por un lado, ganaron un gran protagonismo las acusaciones de corrupción, y con ellas el juzgamiento moral de la dirigencia política, que empezó a verse novedosamente evaluada por las varas de la honestidad y la transparencia. Por otro lado, las fronteras entre la política y el mundo de la justicia se tensionaron. En oposición a la confianza que se había gestado durante la transición –en la que finalmente se consolidaría la autonomía judicial–, la definición de sus ámbitos y formas legítimas de actuación se volvieron un asunto especialmente controversial.

La moral y la justicia se comenzaron a entremezclar con la política de forma cada vez más conflictiva. A su vez, estos cambios se insertaron en un proceso más amplio de desdibujamiento y transformación de la actividad política de aquellos años. El desgaste de los clivajes clásicos entre izquierdas y derechas a nivel internacional dio lugar a un mayor pragmatismo de la dirigencia política local, así como a un distanciamiento de sus tradiciones partidarias. Esto abrió el escenario a la conformación de una elite política relativamente homogénea y profesionalizada, así como a la constitución de alianzas electorales y de gobierno más eclécticas y coyunturales.

De esta manera, y a diferencia de lo que se vislumbraba en los primeros años del alfonsinismo –cuando el peronismo y el radicalismo encarnaban a los polos mayoritarios de un sistema de partidos en proceso de consolidación–, la política argentina empezó a perder las coordenadas de referencia del bipartidismo tradicional. Y aunque siguió ordenándose en torno a dos grandes bloques, se incorporaron –al igual que en otras latitudes– una serie de nuevos temas, problemas y reglas de juego que alteraron los modos de funcionamiento de la política profesional. Una de ellas es la moralización de la política, que implicó una institucionalización de las acusaciones de corrupción y de los escándalos políticos como parte del paisaje habitual del funcionamiento democrático. El segundo cambio es la difuminación de las fronteras entre la actividad política y el mundo de la justicia, a partir de lo que suele llamarse judicialización de la política y politización del Poder Judicial.

La moralización de la vida política

Las acusaciones de corrupción no son una novedad en la política argentina, pero nunca habían ganado tanta importancia y centralidad como en estas últimas décadas. Si históricamente fueron un modo de legitimación de los cambios de régimen político, a partir de la década de 1990 se consolidaron como un fenómeno recurrente caracterizado por cruzadas que moralizan la vida política. 

Al igual que en etapas previas, en este período de vida democrática los cambios de gobierno y la salida del poder de los dirigentes políticos siguen siendo variables clave para entender la eficacia de los escándalos de corrupción –y sobre todo el derrotero de las causas judiciales–. Ahora, a diferencia del pasado, los actores siguen formando parte del juego político y mantienen posibilidades de volver al poder. Recordemos que las acusaciones de corrupción que acompañaron el golpe de Estado contra Frondizi implicaron el fin de su carrera política y la cárcel, mientras que las investigaciones y acusaciones contra Cristina Fernández no impidieron su vuelta como parte de una fórmula presidencial en 2019.

En particular, la incorporación de las acusaciones y escándalos de corrupción a la cotidianeidad de la política le dio una relevancia singular al periodismo, que asumió un rol de investigación y denuncia a políticos profesionales y funcionarios. Se trata de capacidades desplegadas en el marco de profundas transformaciones de la labor periodística que, por los años 90, comenzaba a organizarse en grupos empresariales que concentran medios gráficos, radios y canales de televisión. Ese proceso de creación de grandes empresas de comunicación –marcado por el traspaso a manos privadas de medios que antes eran propiedad del Estado– modificó la estructura de la comunicación política. Por un lado introdujo un criterio comercial y de mercado en las lógicas de funcionamiento de las empresas y del trabajo periodístico, y por otro, permitió una significativa autonomización con respecto a los gobiernos. A partir de este proceso, los posicionamientos de las empresas de medios y su capacidad de incidencia en la vida política comenzaron a volverse cada vez más parecidas a la de otros actores del mundo empresarial.

 La judicialización de la política tiende a ser indisociable de una politización de la actividad judicial.

Mientras tanto, la tarea de investigación y denuncia periodística fue acompañada por la constitución de públicos y audiencias interesados en el seguimiento de los casos. Ello se verifica, entre otras cosas, en la creación de programas consagrados de modo exclusivo a la difusión de investigaciones y denuncias y al incremento en la venta de revistas y libros especializados. El interés y la atención que despertaron las acusaciones y escándalos de corrupción comenzaron a representar un nuevo límite para los gobiernos democráticos en el ejercicio del poder y en el desarrollo de políticas públicas.

Desde entonces, las reacciones de indignación ligadas a los escándalos tuvieron efectos más o menos directos en el desarrollo de las carreras políticas. Especialmente en funcionarios cuyo involucramiento en un escándalo podría significar el desplazamiento de sus cargos o una pausa en su carrera política por tiempo indeterminado (a diferencia de las agrupaciones políticas, que pueden sufrir un mayor o menor impacto electoral, pero difícilmente resulten corridas de la escena). 

Ahora bien, si la década menemista fue una ilustración emblemática de este primer ciclo de apogeo de los escándalos de corrupción en el país, la crisis de 2001 abrió una etapa considerablemente distinta. A partir de entonces, la distancia e independencia con respecto a la política partidaria –que fue un posicionamiento importante para algunos sectores sociales durante los años 90– dejó de ser un valor significativo. De hecho algunos portavoces de esa independencia, en particular el periodismo, comenzaron a ser cuestionados. Las grandes empresas de comunicación, puntualmente, dejaron de ser vistas simplemente como escenario o vehículo de la comunicación y pasaron a ser observadas también como actores políticos.

El cambio de siglo también dio lugar a un reacomodamiento de los dirigentes políticos frente a las denuncias y escándalos de corrupción, quienes fueron desarrollando nuevas capacidades de respuesta, apelando a estrategias como la neutralización de las denuncias y novedosas formas de comunicación de la actividad política. Los gobiernos posteriores a la crisis de 2001 resultan cada vez más heterogéneos, tanto por los tipos de coaliciones que llegan al poder como por la trayectoria ideológica y partidaria de sus principales integrantes. Al mismo tiempo, la ampliación a escala regional de los escándalos magnificó los alcances e impactos de las denuncias. Finalmente, la polarización política intensificó el tono de los intercambios y redujo la posibilidad de ubicarse por fuera de las posiciones de los principales actores en pugna. Al volverse parte protagónica de una lucha política polarizada, las acusaciones de corrupción asumieron un rol paradójico: por un lado, se convirtieron en herramientas de campaña y hasta de política pública –en la forma de cruzadas contra dirigentes y espacios políticos–. Pero por otro lado, no han logrado concretar las aspiraciones de moralización y depuración de la actividad política.

La politización del mundo judicial

Si en los años 90 las denuncias de corrupción estaban principalmente motorizadas por el trabajo periodístico –así como por distintos expertos de ONG y por actores de la política profesional–, en los últimos años los actores judiciales se implicaron activamente en las cruzadas anticorrupción. Hoy en día es habitual que jueces y fiscales se erijan como guardianes de la ética y de la integridad moral y se muestren decididos a confrontar con los actores políticos de forma abierta y frontal. A diferencia de la década de 1990 –y con ciertas semejanzas a casos extranjeros, como el Mani Pulite en Italia y el Lava Jato en Brasil–, ahora es habitual que el Poder Judicial lidere proactivamente las acusaciones, incluso contra dirigentes en ejercicio de funciones de gobierno. 

Este tipo de procesos –que tienen a la “causa de los cuadernos” como caso paradigmático– se caracterizan por la modificación de las herramientas y los modos de trabajo de la justicia. La utilización de la figura del arrepentido, la responsabilidad penal de personas jurídicas y las prisiones preventivas han sido algunas de las novedades más relevantes. Pero, sobre todo, se destaca el hecho de que los expedientes a menudo avanzan en base a interpretaciones limitadas –o cuanto menos arriesgadas– de la legislación. Algunas de estas cuestiones, al igual que escándalos recientes por la revelación de estrechos vínculos personales entre dirigentes políticos, jueces y fiscales, fueron y son el foco de controversias que reflejan la imposibilidad de sustraer a la lógica judicial del conflicto político. Por lo tanto, trátese de juicios por corrupción, de la suspensión de leyes sancionadas por el Congreso o del dictado de políticas públicas desde los tribunales, la judicialización de la política tiende a ser indisociable de una politización de la actividad judicial.

Sin embargo, causas como la de los cuadernos –pero también otras resonantes, como la del Memorándum de entendimiento Argentina-Irán o la de las operaciones con dólar futuro– no se explican solamente por cambios en las herramientas jurídicas o por las inclinaciones activistas de los actores judiciales. De hecho, se insertan en cambios de más largo alcance que remiten a la propia transición a la democracia, que había conllevado grandes expectativas sociales sobre las capacidades del derecho y del Poder Judicial de convertirse en ejes rectores de la sociedad en su nueva etapa. Luego de décadas en las que la violencia política y el autoritarismo se habían vuelto moneda corriente, los años alfonsinistas traían la promesa de que el Estado de Derecho podía ser regulador de la vida social en su conjunto, y de que la justicia podía consolidar su autonomía respecto de los vaivenes políticos.

Efectivamente, el derecho se fue convirtiendo en un marco ordenador de la realidad, a punto tal que las reivindicaciones sociales comenzaron a formularse en clave de derechos y el litigio se fue visualizando progresivamente como una vía posible de solución de diversas clases de demandas y conflictos. La judicialización de la política a la que asistimos en la actualidad, por lo tanto, no es ajena a la judicialización de los conflictos, en la medida en que ambas suponen una creciente gravitación de los tribunales en cuanto ámbitos para el tratamiento –y eventual resolución– de distintos tipos de situaciones.

Claro está, el reverso cada vez mayor de esta apelación a la justicia ha sido el inédito protagonismo social y político de los actores judiciales. A partir de las denuncias y escándalos de corrupción, pero también de la judicialización de las políticas públicas, los jueces y fiscales se colocaron en el centro de la escena y lograron  una visibilidad y capacidad decisoria sobre asuntos políticamente sensibles que era inhabitual en la Argentina anterior a la restauración de la democracia. Basta recordar el derrotero judicial de la Ley de Medios, el dictado de medidas cautelares sobre políticas económicas –como el pago de deuda externa con reservas del Banco– o litigios de alto impacto sobre el funcionamiento del Estado –como la causa Riachuelo– para notar el poder que asumieron los magistrados sobre las dinámicas de la vida política.

Pero las fronteras porosas entre el mundo político y la justicia no parecen ser la novedad más interesante del escenario actual. En efecto, la existencia de filiaciones políticas o partidarias de operadores judiciales, o de ciertos posicionamientos en función de un clivaje gobierno-oposición, es un dato que puede rastrearse en distintas coyunturas conflictivas en las que el Poder Judicial ocupó el centro de la escena. Sin embargo, lo que sí parece novedoso es lo que jueces, fiscales y otros actores judiciales –especialmente de alto rango– hacen con esas fronteras porosas. Es decir, cuánto aceptan y abrazan su capacidad de intervenir en el juego político e incluso en la definición de políticas públicas. 

Si la década menemista fue una ilustración emblemática de este primer ciclo de apogeo de los escándalos de corrupción en el país, la crisis de 2001 abrió una etapa considerablemente distinta.

Posiblemente, parte de este cambio pueda ubicarse en una nueva relación de la justicia con la opinión pública. Si en el pasado ese vínculo era algo de lo que había que mantenerse a resguardo, ahora es un elemento que no sólo es tenido en cuenta sino que funciona como un vector sobre el que jueces y fiscales se apoyan para intervenir en la vida política de modo decisivo. En este sentido, es probable que la crisis de legitimidad social de la justicia no sea sólo el resultado de las controversias actuales, sino también un factor que explica cierto acompasamiento de los funcionarios judiciales –y de sus decisiones– a los ritmos de la polarización política. 

El entrelazamiento de la actividad judicial con la vida política no sólo ha tenido implicancias sobre el funcionamiento institucional. Se convirtió, además, en una cuestión cada vez más problematizada públicamente. Por un lado, se volvió un asunto de tratamiento especializado en los medios de comunicación, que por medio de los “judiciales” –ya consolidado como un género periodístico en sí mismo– le otorgan a la temática espacios para abordar cotidianamente las distintas controversias. Por otro, se ha constituido como un foco de protesta por parte de distintos actores sociales que, en general a partir de conflictos específicos –como los suscitados por la remoción de jueces federales o el procesamiento de líderes políticos– han hecho del funcionamiento del Poder Judicial un objeto de movilización. Casos como el desplazamiento de los magistrados Bruglia, Bertuzzi y Castelli, el juicio político al juez Ramos Padilla o la aparición de los chats del viaje a Lago Escondido han hecho de la plaza Lavalle –frente a los Tribunales– un escenario habitual de manifestaciones que convocan a distintos actores sociales, políticos e incluso judiciales. Por último, la politicidad de la justicia se ha vuelto un tema que vertebra a la polarización política. Sea a partir de conflictos como el caso D’Alessio, las causas contra Cristina Fernández de Kirchner o el juicio político a la Corte Suprema, la relación entre el Poder Judicial y la actividad política se afianzó como un problema que dinamiza y estructura los vínculos entre gobierno y oposición.

Precisamente, la reforma judicial se volvió un tema de presencia permanente en la agenda política en estos años de polarización. Desde las leyes de “democratización de la justicia”, aprobadas por el Congreso de la Nación en 2013 –y luego en su mayoría declaradas inconstitucionales–, distintas iniciativas intentaron modificar las normativas que regulan el funcionamiento de diversos ámbitos del Poder Judicial. Así, el Consejo de la Magistratura, el Ministerio Público, el fuero federal y la Corte Suprema fueron algunos de los órganos de la justicia cuya composición y estructura se debatieron en el ámbito del Congreso de la Nación. En todos los casos, los proyectos de reforma, así como sus rechazos, ilustran el carácter cada vez más controversial del inacabado proyecto de autonomía judicial que trajo la transición a la democracia.

Política, moral y derecho

Como sostuvo hace muchos años el jurista Carlos Nino, la modernidad occidental llevó adelante grandes esfuerzos para diferenciar las tres esferas de la vida social –la política, el derecho y la moral–. Pero se trata de esferas que, a decir verdad, nunca terminan de desconectarse del todo. Por eso, resulta interesante registrar sus vaivenes y prestar atención a los puntos de roce que iluminan la dinámica de sus fronteras porosas.

La profesionalización de la actividad política y la afirmación del Estado de Derecho en los años de la transición sugieren que la democracia argentina se afincó fuertemente sobre estas coordenadas modernas de la diferenciación. Sin embargo, las últimas décadas mostraron que estos ejes se han ido desplazando en un sentido que problematiza y tensiona las distinciones tajantes y que muchas veces obliga a los actores a modificar y ajustar sus prácticas. 

En estas páginas nos concentramos en mostrar cómo la evaluación y la crítica moral de la actividad política representan un rasgo significativo del rumbo que tomó la política democrática en estas últimas décadas. Del mismo modo, o más bien de modo concomitante, las fronteras porosas entre la política profesional y el mundo judicial se tensionaron y modificaron también de modo notable. Aunque estos procesos no representan necesariamente una novedad –ya que, como dijimos, los ideales modernos de la diferenciación de esferas se realizan sólo de modo parcial y cambiante–, sí parece relevante interrogarnos por las consecuencias de estos desplazamientos. Como hemos intentado señalar aquí, el problema más interesante no es el de los entrecruzamientos o los solapamientos sino más bien el hecho de que los actores sociales pierdan de vista las coordenadas del juego que, en cada caso, les toca jugar.

Serie 40 años de democracia

 

Este artículo integra la serie 40 años de democracia, elaborada junto a la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales.

Ver otros artículos aquí.

* Respectivamente: Licenciado en Sociología y Doctor en Ciencias Sociales. Investigador del Centro de Estudios Sociopolíticos de la Escuela IDAES. Autor del libro "Más allá del lawfare. Judicialización, política y conflicto en la relocalización de villas del Riachuelo", publicado por TeseoPress. / Doctor en Sociología por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, París. Investigador del CONICET. Docente de Teoría Social en IDAES-UNSAM. Especialista en temas de anti-corrupción y transparencia. También ha llevado adelante investigaciones sobre protesta y movimientos sociales.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Más notas de contenido digital
Destacadas del archivo