La utopía reaccionaria de exportar salarios bajos
La economía es una ciencia, que además tiene algo de técnica y no poco de arte cuando se la aplica al análisis y a la formulación de políticas. Hasta que se alcanza cierto entendimiento corre el viejo learning by doing, el aprender haciendo, el ensayo y error. Para entenderla hay que estudiar, pero también hay que practicar. La aclaración no debería ser necesaria, es lo que demanda cualquier ciencia. Sin embargo, en su ámbito ocurre un fenómeno bastante particular. Cualquiera que maneje un poco de discurso político se siente habilitado para discutir a la par del economista sobre temas que en realidad requieren muchos años de estudio, como por ejemplo un modelo de desarrollo o, más en pequeño, el nivel óptimo del tipo de cambio, el precio del dólar que a su vez determina el nivel de salarios, es decir el ingreso de las mayorías.
La queja no apunta al elitismo profesional o al celo corporativo; tampoco es una pretensión de exclusividad temática, solo es una demanda de rigurosidad en un sentido muy preciso. A ninguna persona que no sea médica, por ejemplo, se le ocurriría debatir con un médico sobre la cura de enfermedades conocidas, no porque hacerlo le esté vedado, sino porque se comprende que unos tienen un saber del que otros carecen. ¿Por qué en la economía esto es distinto? La respuesta es bastante simple: porque la economía no es sólo una ciencia, sino que funciona también como un discurso pseudo técnico de legitimación de determinadas relaciones de poder o, más precisamente, de la estructura del orden político. El llamado “economista profesional” posee un saber técnico, a veces también teórico, pero en el sigilo trabaja como ideólogo. Muchas universidades que se autodenominan “de excelencia” cumplen con esta tarea: la formación de cuadros técnicos para la defensa de un determinado orden político. Todo orden político presupone una estructura económica en la historia definida por consensos sobre dos cuestiones centrales: un determinado nivel de distribución del ingreso y una determinada forma de inserción del país en la economía mundial, es decir en la división internacional del trabajo.
Que la ciencia económica funcione como un discurso ideológico tiene un colateral muy particular, que también la diferencia de otras ciencias y que es el tema de esta introducción necesaria. Si los malos diagnósticos –y, en consecuencia, los tratamientos inadecuados– para las enfermedades degeneran en la muerte del paciente, el médico perderá legitimidad, muy probablemente será juzgado por mala praxis y se lo recordará por ello. Los economistas, en cambio, gozan de la exclusividad, socialmente aceptada, de poder hablar en un presente perpetuo, sin historia. Aunque sus diagnósticos y propuestas hayan provocado en el pasado consecuencias distintas a las que vuelven a predecir, proponen una y otra vez las mismas recetas. Nótese que no se habla de fracasos, porque las recetas suelen cumplir sus objetivos ideológicos, que son mantener una determinada relación de fuerzas en la lucha de clases y, en consecuencia, en la distribución del ingreso.
Cuál es el nudo
En esta línea, el artículo de Pablo Gerchunoff “El nudo argentino”, recientemente publicado en la web de el Dipló (https://www.eldiplo.org/notas-web/el-nudo-argentino/) es un caso paradigmático de lo que se propone eufemísticamente como “una nueva justicia social para un nuevo patrón de crecimiento”. Hablar de “eufemismos” tiene sentido en tanto su propuesta no es nueva, no supone justicia social y no conduce a patrón de crecimiento alguno. Y, por supuesto, tampoco desata el nudo argentino. El artículo es también paradojal, porque la propuesta que pone sobre la mesa un historiador económico es ahistórica, algo que el propio autor afirma al reconocer que “cada una de las palabras que he escrito podría haberlas escrito hace tres meses, seis meses, tres años, seis años”. Y agregamos, es lo que vienen proponiendo las elites locales hace 30 años, 60 años, 120 años. No obstante, la temática que aborda el artículo es fascinante y efectivamente constituye el núcleo de una contradicción principal. El autor pertenece a la acotada fracción ilustrada de las elites locales y sus argumentos no están despojados de elegancia, detalle que quizá explique su aceptación entre sectores progresistas a quienes la problemática económica les es ajena.
Según Gerchunoff, el “nudo argentino” residiría en la dificultad para conciliar dos “utopías populares”, la de la movilidad social ascendente y la de la justicia social. No sin cierto provincialismo, la primera no correspondería al espíritu del capitalismo, al mito prolijamente construido del “modo de vida americano”, con su promesa de ascenso de clase al alcance de las manos de quienes posean el talento y no escatimen esfuerzo, sino a una herencia de “la cultura inmigrante del Centenario” y la rediviva meritocracia. La segunda utopía, en tanto, no se correspondería con el fenómeno global de la construcción de los “Estados de bienestar” del capitalismo de posguerra en su disputa con el socialismo real, sino que sería una demanda de los sectores populares locales plasmada en el primer peronismo y que hoy sumaría a excluidos e informales.
Para evitar circunloquios, y situarse ideológica e históricamente de manera rápida, la utopía de la movilidad social ascendente sería, siempre según el autor, la utopía liberal de las clases medias, en tanto la de la justicia social correspondería a la utopía peronista de las clases trabajadoras. El texto, sin embargo, tiene la delicadeza de evitar la remanida gaffe de “los 70 años” e invita a sus correligionarios a apreciar los matices de la historia. Desatar el nudo, sostiene, consistiría en encontrar el camino para la conciliación de ambas utopías. Se trata de una variante más para exponer lo que efectivamente es una particularidad local: la falta de consenso al interior de las clases dominantes sobre el modelo de desarrollo, problema que se expresó en la dificultad histórica para construir un orden político estable y recibió distintas denominaciones, desde el “empate hegemónico” al “péndulo argentino”. En la lucha política, esta contradicción determinó el ir y venir entre gobiernos nacional populares y conservadores. Desde el punto de vista de la economía, se trata del debate central del siglo XX en la periferia del capital entre industrialización sustitutiva y país agrario, entre “crecer con lo nuestro” y “volver al mundo”. Su manifestación cíclica fue el “stop and go”.
Se trata de temáticas conocidas, pero que Gerchunoff expresa fuera del contexto de la lucha de clases local y global, lo que incluye al imperialismo, y desde la ilusión nostálgica de una armonía posible basada en el consenso, lo que excluye del análisis las relaciones de poder reales. A modo de ejemplo, para el autor el final a sangre y fuego de la industrialización sustitutiva y el advenimiento de la dictadura habría sido consecuencia de “la hoguera inflacionaria” del Rodrigazo, lo que en rigor fue una manifestación del primer ajuste neoliberal de la historia local, el comienzo del ciclo financiero centrado en el endeudamiento externo y la revancha clasista del “Proceso” cívico militar.
Dólares
La raíz económica del problema es otra temática conocida: la aparición de la restricción externa. Dada la estructura económica local dependiente de insumos y bienes de capital del exterior, el crecimiento provoca que, llegado cierto punto, las importaciones crezcan mucho más rápido que las exportaciones y que la economía, por lo tanto, se quede sin dólares, lo que a su vez genera devaluaciones y recesiones, es decir le pone freno al crecimiento y aborta la esperanza del desarrollo. Debe saludarse que la elite intelectual de la derecha económica reconozca la existencia de la restricción externa, pues hasta ayer nomás (nos referimos al período 2015-2019) afirmaba que siempre habría dólares a un determinado nivel de tipo de cambio, afirmación que no se detenía en lo que ese nivel de tipo de cambio significaba en términos de distribución del ingreso y que tampoco explicaba lo que significaba sostenerlo por la vía de endeudarse en dólares.
Sin embargo, el reconocimiento es a medias, porque el autor vuelve a suponer que la restricción externa se supera con un cierto tipo de cambio, aunque lo diga con otra terminología. La explicación se centra en que, dado el virtual default del presente, no será posible seguir acudiendo al “atajo” de la deuda externa para resolver la restricción de divisas. La mirada lógica se vuelve entonces hacia la generación de recursos genuinos, es decir las exportaciones, aunque sin énfasis en la sustitución de importaciones, a las que sólo se menta enigmáticamente como “sustituciones más innovadoras y menos protegidas”, o sea como no se sustituye en ningún país del mundo. El problema político central residiría que para que se produzca ese salto exportador serían necesarios salarios bajos en dólares que las clases trabajadoras locales “percibirían” por debajo de los “normales” y no estarían dispuestas aceptar.
Para no continuar demorando el punto, la propuesta económica de Gerchunoff es casi naif: salarios bajos en divisas para que sea posible construir un modelo exportador sin que aparezca la restricción externa. Su propuesta social, en cambio, es naif del todo: un consenso para que los trabajadores acepten esos salarios bajos a cambio de un bono que les permita participar del supuesto crecimiento futuro. Repitámoslo: “la nueva justicia social para un nuevo patrón de crecimiento” consistiría en que los trabajadores acepten bajos salarios y que los empresarios se comprometan a dejarlos participar del crecimiento allá lejos, en el futuro. Es algo así como una nueva teoría del derrame solo que, como nunca ocurrió, la novedad incluye un compromiso de pago.
Difícil proponer como modelo de desarrollo algo más reaccionario que los trabajadores ganen menos, congelar la actual distribución del ingreso o incluso volverla más regresiva y bajo la única promesa de un futuro venturoso. Y es ingenuo creer que dada la historia local ello puede lograrse por la vía del consenso. Sin embargo, lo inconsistente de la propuesta es su dimensión económica: creer que los bajos salarios en divisas llevan a un salto exportador y que el salto exportador es la clave del desarrollo. El punto necesita ser profundizado, ya que lo que en realidad está proponiendo Gerchunoff es, con otras palabras, la extendida idea de un “tipo de cambio real competitivo y estable”, un consenso que llegó incluso llegó hasta la plataforma electoral del Frente de Todos.
Es verdad, por supuesto, que la economía local tiene un problema estructural, sin abusar del calificativo, para proveerse de divisas, que no sólo demanda para importaciones sino también para dolarizar excedentes, la vulgarmente llamada “fuga”, punto que no diferencia al país de la mayoría de los países de la periferia que no emiten una moneda de cambio en las transacciones de su comercio exterior. Y también es verdad que la manera genuina de resolver ese problema es aumentar las exportaciones y atraer capitales. Para los estudiosos de la economía son aspectos consensuados, que casi nadie discute. Del mismo modo, seguramente la mayoría de las personas acordarían con los objetivos amplios de lograr la paz mundial y el bienestar de las mayorías. El debate será siempre cómo arribar a esos objetivos.
El laboratorio de la economía es la historia. Se trata de un laboratorio complejo en relación a los de otras ciencias. Como en toda ciencia social, en el escenario de la historia no se pueden reproducir experimentos controladamente, como por ejemplo en la química. Lo que sí permite comprobar la historia es la relación causa-efecto de las leyes económicas. En concreto: cómo determinadas políticas generan siempre resultados similares. Sobre esta base es posible afirmar sin dudar que las devaluaciones en la Argentina –la búsqueda de un tipo de cambio competitivo– nunca produjeron saltos exportadores. No existe correlación entra un tipo de cambio alto, es decir los salarios bajos en dólares, y aumento de las exportaciones. El mejor ejemplo es la reciente experiencia macrista, que, multiplicando por siete el precio de la divisa, logró bajar los salarios en dólares a la mitad, con un impresionante recorte del 55 por ciento en el caso del salario mínimo. Todo ello sin que aumentaran las exportaciones.
El “tipo de cambio competitivo” no tiene nada que ver con la competitividad de las ventas al exterior, que permanecen relativamente estables en el agregado, y que dependen de otros factores, como la demanda mundial de materias primas. Luego, es ilusorio un consenso sobre el tipo de cambio alto, porque con un movimiento obrero organizado, a pesar de sus genuflexiones, después de la devaluación viene la puja distributiva, algo que no se pudo evitar ni durante la dictadura, cuando la norma era desaparecer a las comisiones internas de las fábricas. Por eso el tipo de cambio presuntamente competitivo nunca es “estable”. O es competitivo o es estable. El “tipo de cambio competitivo y estable” es una creación puramente ideológica y uno de los grandes mitos dañinos de la economía local.
De nuevo: proponer como solución alcanzar un consenso para el mantenimiento de salarios bajos no sólo no tiene nada de justica social, sino que va en contra de las leyes de la economía y está lejos de conducir al crecimiento. En la estructura de la demanda agregada local el componente consumo representa dos tercios. Ello significa que cuando caen los salarios cae la demanda y cae la producción. Esto no es sólo algo que afirma la buena teoría económica, sino lo que se verificó en la historia, que es, como dijimos, donde la teoría se verifica. Siempre que en la economía local hubo devaluaciones hubo recesiones a la vez que las exportaciones se mantuvieron en torno a su media. Es cierto que las devaluaciones (es decir la baja de salarios en dólares) aportan a corregir transitoriamente la restricción externa, pero lo hacen porque deprimen la economía y derrumban las importaciones, no por salto exportador alguno.
Además de demostrarlo con la historia, el buen economista debe también explicar siempre los mecanismos de transmisión de lo que afirma. La idea de abaratar el componente salarial del costo de producción de las exportaciones para reducir su precio, y tornarlas así más competitivas en el mercado mundial, es absolutamente lógica. Es también lo que enseñan los manuales de economía que se escriben en los países más desarrollados, donde la teoría de la guerra de monedas funciona en tanto sus exportaciones compiten por precio. Pero no es el caso de un país predominantemente exportador de commodities como Argentina, es decir, un país cuyas ventas externas no compiten por precio, sino que son “tomadoras de precios” en el mercado global. En la economía argentina las cantidades exportadas no dependen de los costos de producción internos, sino de la demanda mundial. Cuando el costo de producción cae porque caen los salarios medidos en dólares, lo único que se produce, además de la recesión, es un efecto riqueza para los exportadores, riqueza que además retroalimenta la demanda de divisas, pero mejor no derivar en los detalles. Lo que ocurre cuando se aplica, como propone Gerchunoff, una política de “unidad nacional” con salarios bajos para exportar no son más exportaciones, sino más riqueza para los exportadores; riqueza que, como también enseña la historia, no hay razones para creer que se transformará en más inversión, y por lo tanto en más producción y desarrollo.
Pandemia
Finalmente, luego de reconocer tácitamente la ahistoridad de su propuesta, la persistencia en el imaginario de la salida exportadora con costo a cargo de los trabajadores, Gerchunoff aborda el detalle de la pandemia. E increíblemente comienza poniéndola en segundo plano. Entiende que el recurso del gasto en la mayoría de los países desarrollados evitará el colapso, aunque las economías quedarán “más débiles y más pobres”, no vaya a ser cosa de abonar la justificación de los déficits. A lo sumo, el peor resultado será “un nuevo equilibrio entre Estado y mercado”. Notable, eppur si muove, el historiador económico persiste en la “salida exportadora” cuando el pasado 14 de mayo publicaciones como The Economist se preguntaban si el Covid-19 traerá con él el fin de la globalización, y se respondía que al menos la pondrá en pausa y se verificará un derrumbe del comercio mundial persistente e impredecible. El título de tapa deja pocas dudas sobre el clima de época: “Goodby Globalisation”, y advierte contra los peligros de una nueva era donde predominarán el nacionalismo y la autosuficiencia.
En realidad, en materia de modelo de desarrollo, y pensando desde la economía de un país periférico no hay muchas dudas: se necesita mantener pujante la demanda agregada, y por lo tanto el nivel de salarios, siempre en el límite de lo que permite la restricción externa. Esa es la garantía para un crecimiento estable dados los recursos disponibles. Al mismo tiempo, debe transformarse la estructura productiva para aumentar las exportaciones y sustituir importaciones, lo que significa un Estado activo, con empresas públicas operando en los sectores estratégicos y la promoción y vigilancia de los sectores dinámicos elegidos. Este sería apenas el comienzo del camino al desarrollo, que es al revés: las economías exportan porque crecen y no crecen porque exportan. Pero se trata de otro debate: el debate sobre lo que funciona, mientras lo que se discutió aquí es aquello que claramente no funciona, un modelo primitivo con una sola variable: bajar
* Economista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur