Hacia un cambio irresistible
El líder de Podemos, Pablo Iglesias, lleva tiempo anunciándolo, pero que 2015 es el año del cambio radical en todos los aspectos de la sociedad española –empezando por los ámbitos político y económico– es ya un hecho incontrovertible. La España que surja de las cinco elecciones a las que han sido llamados los españoles en sólo nueve meses, comenzando con las autonómicas andaluzas el 22 de marzo y que culminarán el 13 o el 20 de diciembre con unas generales, será completamente distinta de la que se han repartido los dos grandes partidos que pactaron la Transición tras la muerte de Franco.
Para empezar, en enero de 2016 el Congreso de los Diputados presentará un reparto de escaños en el que ni el conservador Partido Popular (PP) podrá sumar mayoría de gobierno con aliados de la derecha –fundamentalmente, el partido Ciudadanos, creado en Cataluña hace diez años en contra del catalanismo nacionalista–, ni el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) la sumaría aunque lograse el apoyo de Podemos, el movimiento ciudadano de ascenso fulgurante fundado por Pablo Iglesias para canalizar el empuje de los indignados del 15-M. En consecuencia, o de alguna forma se consigue que la nueva alineación de fuerzas dé paso a pactos multipartidistas, o sólo quedará una posibilidad: la Gran Coalición (PP-PSOE) a la alemana de la que ambos protagonistas abjuran y que es repudiada por la gran mayoría del electorado.
Pero incluso en ese último caso se confirmará el fin de la hegemonía del bipartidismo, puesto que por primera vez desde la recuperación de la democracia esos dos gigantes ya no sumarán los dos tercios de ambas Cámaras del Parlamento, requeridos para cambiar la Constitución, tras perder 8,4 millones de votos desde 2008. Ni siquiera podrán repetir maniobras de rodillo parlamentario para hacer enmiendas constitucionales (que sólo requieren una mayoría reforzada de tres quintos) como la que impulsó José Luis Rodríguez Zapatero en el verano de 2011, modificando el Artículo 135 de la Carta Magna para limitar la deuda pública y dar “prioridad absoluta” a su pago a los acreedores –los llamados “mercados”–, poniendo los intereses del gran capital por encima de las propias necesidades de la ciudadanía.
Un hipotético gobierno formado en Gran Coalición por los hasta ahora principales enemigos políticos españoles tampoco tendría vía libre para imponer medidas antipopulares o perjudiciales para las clases más desfavorecidas, y no sólo por carecer de la mayoría cualificada necesaria sino, sobre todo, porque en esta segunda Transición se ha producido una movilización permanente de la ciudadanía; una hasta hace poco impensable politización de las masas –y especialmente de la juventud– que ha cuajado con la consolidación de las ya célebres “mareas” reivindicativas: la blanca, en defensa de la sanidad pública; la verde, en demanda de mejor educación pública; la roja, contra el desempleo; la naranja, en demanda de servicios sociales; la violeta, por la igualdad de sexos… y así hasta una docena que se agruparon en una movilización gigante en toda España en febrero de 2013 y que se autodenominó “Marea ciudadana contra el golpe de los mercados”.
Nuevos movimientos de base
La imparable fuerza de esa unidad popular espontánea se convirtió en un huracán con las Marchas de la Dignidad del 22 de marzo de 2014, que concentraron en Madrid a casi dos millones de personas que llegaron caminando desde todos los rincones de España, y repitió esa imponente demostración un año después.
Aunque quizá ha sido todavía más importante, para confirmar la proyección política futura de ese inmenso movimiento de base, la creación de candidaturas ciudadanas unitarias que han sacudido el tablero municipal de uno a otro extremo del país al conquistar en las urnas las alcaldías de las mayores urbes: Ahora Madrid, Barcelona en Comú, Compromís/València en Comú, Zaragoza en Común, la Marea Atlántica gallega (Santiago y A Coruña)… en muchos casos expulsando del poder a la derecha tras décadas de abrumadoras mayorías absolutas conservadoras. Hasta en Cádiz, un perroflauta (término acuñado por los dirigentes más duros del PP para desdeñar a los acampados del 15-M en la Puerta del Sol) como José María González Santos, más conocido por el mote andaluz Kichi, desbancó a la alcaldesa derechista Teófila Martínez, poderosa dirigente del partido de Rajoy que llevaba veinte años con el bastón de mando.
La debacle electoral de la derecha gobernante, tanto municipal como autonómica (perdió 6 de sus 10 comunidades y quedó a merced de Ciudadanos en las otras 4), sólo ha sido posible gracias a esa toma de conciencia política popular sin precedentes, que augura además un país de jóvenes militantes como no se conocía desde la Segunda República. Porque, inopinadamente, la juventud española se ha convertido en decisiva para los resultados electorales y este fenómeno es muy poco halagüeño para el futuro próximo de los dos grandes partidos, en particular el PP: los sondeos demuestran que prácticamente no atrae a ningún elector de otras formaciones y sólo cuenta con un 2,5% de votantes noveles, los que cumplieron 18 años después de los comicios anteriores.
El panorama político que se abre es, por tanto, desolador para los dinosaurios de la política española: el meteorito de las redes sociales ha acabado con los viejos árboles de los que se alimentaban, y la evolución de las nuevas especies de votantes los va a dejar atrás.
Más aun cuando esos novedosos movimientos de base municipales están sembrando una cosecha vindicativa y de recuperación de los derechos básicos de la ciudadanía: ocho de los alcaldes de grandes urbes del espacio Podemos –conocido en España como el “sí se puede”– dieron una nueva sacudida a la conciencia de los españoles al centrar su primera cumbre, en Barcelona, en la creación de una gran red ciudadana de solidaridad con los miles de refugiados que llegaban a las fronteras de Europa y eran vergonzosamente expulsados por los gobiernos de la opulenta UE. Ese encuentro –titulado Ciudades por el bien común. Ganar compartiendo experiencias de cambio– marcó otro hito importantísimo en la historia del futuro de España, porque no sólo estableció una plataforma de ayuntamientos progresistas (los mayores del país) dispuestos a seguir impulsando “el cambio” conjuntamente con los del resto de Europa, sino que también se convirtió en el germen de la Red de Ciudades de Acogida de los refugiados que obligó a cambiar de golpe de política no sólo al Gobierno de Rajoy, sino también a la propia Merkel… y a Cameron, Hollande y muchos más.
Fracaso con América Latina
Sólo dos meses antes del viraje del Gobierno español sobre este terrible drama humano –con Rajoy afirmando ahora que España acogerá a todos los refugiados que sea preciso–, el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se negaba a aceptar ni siquiera la minúscula cuota (4.288) asignada entonces por la UE y aseguraba que Madrid sólo aceptaría a 1.449. Un ministro ultra que comparó la marea de refugiados con “goteras” que había que taponar y que apoyó el disparo de pelotas de goma contra inmigrantes que trataban de llegar a nado a Ceuta, causando la muerte de 15 de ellos. Pero el empuje electoral de las plataformas ciudadanas ha obligado al PP a anunciar una política exterior más humana, buscando caras nuevas y mensajes más solidarios.
Por tanto, ha eclosionado un nuevo frente popular en España que está también cambiando la política internacional. Mientras, por ejemplo, permanece en la conciencia latinoamericana la naufragada política exterior aznarista de Europa contra Cuba –increíblemente invalidada por la progresista Casa Blanca– resulta que el ministro español de Exteriores, José Manuel García-Margallo, sigue encastillado en posiciones que son claramente caducas y cambiarán diametralmente en el futuro. Como ya ha ocurrido en cuanto Washington ha reanudado relaciones con La Habana y los mismos ministros que hasta entonces presionaban en la UE para que mantuviera la “Posición Común” de bloqueo de las relaciones con el Gobierno de Castro han salido corriendo hacia la isla en busca de las oportunidades de negocios perdidas.
Llegan tarde, porque la herencia de José María Aznar ha dejado a España aislada de América Latina, y el Gobierno de Rajoy no tiene protagonismo ninguno en el nuevo capítulo de la relación Cuba-UE. Como explica el eurodiputado de Izquierda Unida y hermano del camarógrafo asesinado en Bagdad por las tropas de EE.UU., Javier Couso: “Había una relación entre Madrid y La Habana que los gobiernos habían entendido que estaba por encima de la política. Aznar se cargó una tradición que no había roto ni Franco”.
Ahora ya es tarde para rectificar una política exterior tan miope como la que impuso quien alardea de haber sido el mejor presidente de Gobierno español. No se trata sólo de haber dilapidado siglos de lazos fraternos con los cubanos, sino que la diplomacia española ha dejado de tener influencia en el conjunto de Latinoamérica; de ser el eslabón imprescindible para el enlace de Europa y del resto del mundo con esa región en ascenso, España ha pasado a actuar como una mera comparsa, ajena a la crucial evolución exterior iberoamericana transatlántica y transpacífica. Así lo subraya también la ex ministra de Exteriores socialista Trinidad Jiménez, quien afirmó al diario Público: “Cuando Aznar impuso la Posición Común, el PP rompió un consenso básico en política exterior. No sólo perjudicó y bloqueó las relaciones con Cuba, también aisló a España de sus relaciones con el resto de América Latina”.
Las chispas que saltarán
Todo ello está siendo por fin asumido en las filas conservadoras, y sea cual sea el resultado electoral en las elecciones generales de diciembre, España va a dar un giro copernicano a su política exterior… aunque no a la informativa de sus grandes medios de comunicación, vasallos del gran capital que los ha (literalmente) comprado.
Es precisamente en el terreno mediático donde más chispas saltarán en cuanto cambie el panorama político español, nada más comenzar 2016. Porque el bipartidismo ha conseguido que unos pocos grupos (a menudo dominados por intereses multinacionales) controlen casi todos los canales de TV, periódicos de difusión nacional y emisoras radiofónicas, de forma que la ciudadanía ha perdido toda confianza en su prensa, privada de credibilidad y perdiendo influencia a pasos agigantados.
Por sólo citar un ejemplo: al nacer Podemos como fuerza política de cambio que se presentaba a las elecciones europeas, los grandes diarios españoles le hicieron el vacío, creyendo que si la condenaban al ostracismo no tendría posibilidad ninguna de triunfar. De hecho, de las 35 macro-encuestas publicadas antes de esos comicios, sólo 3 llegaron a preguntar por el movimiento de Iglesias, Monedero y Errejón… y las tres coincidieron en que sacaría “entre 0 y 1” escaños, es decir, ninguno. El Mundo no dio ni un miserable breve sobre la existencia del partido morado… hasta las 23 horas de la noche de la jornada electoral, cuando se vio obligado a informar del escrutinio que adjudicaba cinco eurodiputados a Podemos porque había reunido más de un millón de votos.
Como ésa, muchas otras evidencias prueban que las campañas mediáticas tradicionales ya no tienen la influencia de antaño, por muy sesgadas que sean, porque las redes sociales han creado un foro de discusión popular propio que es imposible de manipular con precisión: si se intoxica a los ciudadanos por esa vía, nunca se puede saber cuál será el resultado final. España es uno de los países con más actividad política en Internet y tiene a 22 millones de usuarios en Facebook, para un censo electoral de 34,5 millones. Twitter arde todos los días con un ciber-debate muy politizado y Pablo Iglesias cuenta ya con casi 1,25 millones de seguidores.
Al mismo tiempo, esa politización de la ciudadanía ha impulsado movilizaciones populares masivas muy desestabilizadoras, como la incontenible oleada independentista en Cataluña, donde no ha sido Artur Mas quien ha puesto en marcha el proceso soberanista, sino que lo que hizo el president de la Generalitat fue subirse a la gigantesca ola del nacionalismo catalán de base que tomó Barcelona en la Diada del 11-S de 2012. Desde entonces, las amenazas y medidas coercitivas del Gobierno central no han hecho más que exacerbar el movimiento secesionista, que no era más que una pequeña llama y fue atizado por la política anticatalanista del PP: logró con su recurso al Constitucional que el tribunal abrogase en 2010 el Estatuto de Cataluña aprobado en 2005 tanto por el Parlament de Catalunya como por el Congreso de los Diputados español, y refrendado por los electores catalanes en referéndum al año siguiente.
Fábrica de independentistas
Empleándose a fondo contra el nacionalismo catalán, con el fin de atraer votos en las regiones de España más refractarias a reconocer la identidad y cultura propias de Cataluña, el Partido Popular no ha hecho más que avivar ese incendio independentista en una comunidad donde tradicionalmente habían sido mayoría los que preferían permanecer en el Estado español, siempre y cuando se les permitiese desarrollar su lengua libremente y se les reconociesen derechos fiscales como los que gozan vascos y navarros.
Ni una cosa ni otra son santos de la devoción de la derecha española, heredera de un franquismo que hizo colgar en bares y restaurantes de Cataluña carteles que ordenaban: “Habla la lengua del Imperio” (el castellano). Así que Rajoy se ha empeñado en interferir en la enseñanza del catalán –la “inmersión lingüística” que sólo ofende a los que viven fuera de Cataluña y la desconocen–, hasta el punto de que su ministro de Educación, José Ignacio Wert, llegó a proclamar que la intención del Gobierno era “españolizar a los alumnos catalanes”, en un auténtico tic imperial.
En definitiva, los verdaderos fabricantes de independentistas han sido los que se arrogaban el monopolio de la defensa de la unidad e integridad de España, y sólo la aparición de las iniciativas políticas ciudadanas ha matizado la creciente indignación catalanista contra el Estado español. Según las encuestas del propio Centro de Estudios de Opinión de la Generalitat, en 2010 menos del 20% de los catalanes estaban a favor de la secesión, pero en junio de 2015 el porcentaje de partidarios de la independencia se había duplicado, alcanzando el 38%. Al comenzar la campaña electoral para las elecciones autonómicas del 27 de septiembre de ese año, los que se declaraban dispuestos a votar a favor de una de las dos listas separatistas rondaban el 48%.
Finalmente, en las elecciones del 27 de septiembre las dos candidaturas independentistas –Junts pel Sí y la CUP– obtuvieron el 47,74% de los votos válidos, pero también sumaron una clara mayoría absoluta de escaños en el Parlamento de Cataluña: 72 diputados, 4 más de la mitad de la Cámara. Ése será el otro gran problema que tiene que afrontar España en el futuro inmediato: su comunidad más rica y próspera, con el 15% de la población, el 25% del PIB y desde la que sale el 28% de sus exportaciones, la primera en ingresos por turismo y la más avanzada tecnológicamente, quiere el divorcio.
Es perfectamente legítimo argumentar que no hay una mayoría popular deseosa de afrontar los riesgos y obstáculos que padecería Cataluña si proclamase la muy debatida Declaración Unilateral de Independencia, ya que un 48% de votantes independentistas no supone más que un tercio del censo electoral completo. No obstante, es también innegable que el propio sistema electoral vigente –que nunca han querido cambiar ni PP ni PSOE… y tampoco modificaron en Cataluña, aunque podían, los anteriores presidentes de la Generalitat–, diseñado para impedir que los partidos pequeños pudieran influir en las decisiones de gobierno, permitirá que una mayoría exclusivamente parlamentaria ponga en marcha una hoja de ruta estudiada para alcanzar la independencia en año y medio.
Aunque es más que previsible que esa secesión no llegará a culminar en un Estado catalán, por la férrea oposición del Estado español y porque esa secesión no interesa al resto de la Unión Europea, no cabe duda de que en los próximos años se vivirá una grave tensión política, social y económica entre el Gobierno central y la Generalitat, que en gran medida eclipsará los aun más serios problemas de desigualdad e injusticia que sufren, también en Cataluña, las clases trabajadoras.
Porque, como explica el catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas, y ex catedrático de Economía, Vicenç Navarro, el sufrimiento de las clases populares catalanas se debe al formidable dominio que las derechas han tenido en las instituciones financieras, económicas, políticas y mediáticas del establishment catalán, cuyo centro ha sido el pujolismo (de Jordi Pujol, presidente de la Generalitat durante más de 23 años). Esta clase dominante y su alianza con la clase política y mediática que ha controlado el Estado español explican el gran deterioro del bienestar y calidad de vida de las clases medias y bajas en esa comunidad, donde los gastos públicos sociales por habitante son de los más bajos de la Unión Europea de los quince.
Así que en Cataluña se produce la sangrante paradoja de que el independentismo está siendo azuzado por un nacionalismo españolista del que es portaestandarte la derecha posfranquista del PP, que al mismo tiempo comparte políticas y objetivos económicos con el catalanismo conservador de Convergència, que intenta ahora ponerse a la cabeza del movimiento secesionista. Es revelador que el president de la Generalitat –emboscado en el número 4 de la candidatura Junts pel Sí–, Artur Mas, dirija sus ataques más envenenados contra Podemos, cuando este movimiento (coaligado con la izquierda catalana de ICV en la lista Catalunya Sí Que Es Pot) es precisamente el que promete respetar el “derecho a decidir” de los catalanes en un referéndum sobre su soberanía y su futuro.
Lo que no se puede tapar
¿Por qué, entonces, Mas llega al disparate de tildar el discurso de Iglesias como “el mismo que el de Aznar o el de la ultraderecha”? Se trata de tapar la realidad, exactamente opuesta: fue Mas y su partido (Convergència) los que le dieron la presidencia del Gobierno a Aznar, cuando éste aún no gozaba de mayoría absoluta, y fue su Govern catalán el que primero y más diligentemente aplicó en Cataluña, nada más estallar la crisis, los recortes y las privatizaciones de la doctrina económica ultraliberal.
Camuflado tras la cortina de humo nacionalista –más bien la tormenta de arena independentista levantada por la indignación ciudadana– Mas ha conseguido convencer a los catalanes de que las terribles consecuencias del austericidio que él también cometió se deben todas a las imposiciones del neocapitalismo al que sirve Rajoy y, por tanto, el Estado español. Aunque es bien cierto que las secuelas de esa política de austeridad exigida por la Troika (Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional y Comisión Europea) han sido nefastas para el conjunto de los españoles, incluidos los catalanes, y serán sin duda responsables del previsto fracaso del PP en las elecciones generales de fin de año.
Mientras Rajoy alardea de que España está a la cabeza de la recuperación económica en Europa, la realidad que sufre el pueblo llano es una multiplicación descomunal de la pobreza y la desigualdad. Pese a que en los últimos meses el desempleo se ha reducido hasta el nivel que el PP heredó del PSOE al tomar el poder en diciembre de 2011, durante la legislatura que se cierra los padecimientos de los trabajadores que han permitido el astronómico rescate de la banca y el enriquecimiento de los más adinerados quedan patentes con los fríos e incontrovertibles datos al cierre de su tercer año de mandato, 2014, el último para el que hay cifras completas, que seguidamente apuntamos.
Durante los primeros tres años de gobierno de Rajoy, se destruyeron más de medio millón de empleos y el número de parados de larga duración aumentó en más de 700.000; la renta media por hogar bajó a niveles de diez años antes y 150.000 españoles engrosaron la lista de los ya casi 13 millones en riesgo de caer en la pobreza; también creció en 800.000 el número de niños que viven en España bajo el umbral de la pobreza, y la tasa de pobreza infantil se disparó del 28,2% al 36,3%, un incremento sólo superado por México; España se convirtió en el país con mayor brecha entre ricos y pobres de la OCDE, con un ritmo de ampliación de ese abismo de desigualdad (+64,3%) que no sólo supera, sino que quintuplica o sextuplica, a los siguientes en la lista: México (+13,8%) y EE.UU. (+9,27%).
Pero esa política autodestructiva es insostenible: los asalariados sufragan el 90% de los ingresos del Estado, mientras España es un paraíso fiscal para las corporaciones, multinacionales y grandes fortunas. De hecho, España es el segundo país de la OCDE –tras Israel– donde más ha caído la recaudación fiscal desde que comenzó la crisis.
Por todo ello, y mucho más, España vive un fin de ciclo político y dará un giro copernicano a su gobierno tras las elecciones generales. De lo que se tratará en 2016 es de si PSOE y Podemos serán capaces de poner en práctica una reforma radical que permita “democratizar la economía para salir de la crisis mejorando la equidad, el bienestar y la calidad de vida”, como se titulaba el documento de bases que aportaron los profesores Juan Torres y Vicenç Navarro para el programa económico que ha elaborado el equipo de Pablo Iglesias. Si el nuevo líder del PSOE, Pedro Sánchez, logra revitalizar el partido socialista y se puede gobernar España mediante una coalición de fuerzas de izquierda, el cambio será rotundo e irresistible.
Quizá en ese caso los catalanes se reincorporen a la barca común y remen al unísono con el resto de los españoles. En caso contrario, los expertos prevén que el proceso de “desconexión” de Cataluña sacuda y desestabilice la nave de España durante los próximos diez años.
Este artículo forma parte del Explorador España
La burbuja perforada.
Entre las coordenadas que marcan la imposibilidad histórica de haber consolidado su plena integración nacional y las crecientes protestas de amplios sectores populares contra las recetas neoliberales con que el gobierno enfrenta la crisis, España se juega su futuro.
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* Director del diario digital español publico.es
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