A 80 AÑOS DEL INICIO DE LA INVASIÓN A LA URSS

El principio del fin del nazismo

Por Jorge Saborido*
El 22 de junio de 1941, hace 80 años, la Alemania nazi iniciaba la Operación Barbarroja, el avance hacia el Este para conquistar los territorios soviéticos. Aunque al principio las victorias se sucedieron una tras otra, con el paso de los meses la ofensiva se fue estancando: las enormes extensiones, la dureza del clima y la resistencia heroica de los soviéticos frustraron los objetivos del Tercer Reich y marcaron el inicio del fin del régimen nazi.
Propaganda soviética para mantener alta la moral en la resistencia a la invasión nazi.

 “Debemos olvidar el sentimiento de camaradería entre soldados. Un comunista no es un camarada ni antes ni después de la batalla. Esta es una guerra de aniquilación”.

                                                                                                                    Adolfo Hitler

 El 24 de agosto de 1939, en un momento de extrema tensión internacional, el mundo se vio conmovido por la noticia de que el día anterior los representantes de Alemania y la Unión Soviética, Joachim von Ribbentrop y Vyacheslav Molotov, habían firmado un Pacto de No Agresión. Las razones para el estupor eran varias: por una parte, enemigos irreconciliables en el terreno ideológico y en el campo del accionar político decidían frenar su enfrentamiento; por otra, no hacía falta leer el acuerdo para percibir que el paso siguiente de Alemania iba a ser la invasión a Polonia, considerada finalmente un cassus belli para Gran Bretaña y Francia. Finalmente, quienes en el resto del mundo militaban impulsando la lucha contra el judeobolchevismo o, en el otro extremo, quienes definían el nazifascismo como “la dictadura terrorista de los elementos más reaccionarios del imperialismo”, tuvieron que enfrentar una realidad muy difícil de digerir.

La explicación era clara y concreta: Alemania no podía invadir Polonia sin llegar a algún acuerdo con la URSS, en tanto que los dirigentes soviéticos fracasaron en sus intentos de retornar a la entente cordiale previa a la guerra de 1914; la política de contención del comunismo todavía tenía vigencia en esas horas dramáticas.

Durante los meses siguientes, el ejército alemán conquistó buena parte de Europa hasta enfrentarse con la resistencia de Gran Bretaña, mientras que la Unión Soviética se dedicó trabajosamente a efectivizar en los hechos la ocupación de parte de Polonia, los Países Bálticos, Finlandia y también territorios de Rumania, acordadas en las cláusulas secretas del Pacto. Asimismo, las relaciones comerciales entre ambos países se desarrollaron normalmente, adquiriendo un volumen significativo los intercambios de granos, aceite y otras materias primas soviéticas por productos industriales alemanes.

Sin embargo, los líderes de los dos países consideraban que la situación era simplemente “un alto en el camino” hacia un enfrentamiento directo. Para el Führer, no sólo los bolcheviques eran un componente fundamental de la “conspiración judía” y los eslavos un “pueblo inferior”, sino que en el núcleo de su visión imperial se encontraba la necesidad de conquistar “espacio vital” para alimentar a la población alemana, y ese espacio se encontraba en el Este de Europa: los eslavos iban a ser la población esclavizada encargada de la producción agrícola. Stalin, por su parte, necesitaba reorganizar y vigorizar su ejército, afectado por la “purga” realizada en los altos mandos en 1937-38, que había dejado como saldo muy pocos oficiales capaces. La guerra contra el pequeño ejército finlandés había mostrado sus enormes deficiencias pese a contar con un cuantioso armamento.

La Operación Barbarroja en marcha

A lo largo de 1940, dado que los ataques aéreos sobre Gran Bretaña no lograban sentar al primer ministro Winston Churchill en la mesa de negociaciones, y el intento de concretar una invasión de las islas (Operación León Marino) fue abandonado, Hitler fue retomando las dos ideas que constituían el núcleo duro de su pensamiento: la eliminación de los judíos y la invasión de la Unión Soviética. Así, después de algunas vacilaciones, la decisión de avanzar con su ejército hacia el este se confirmó en una orden emitida el 18 de diciembre de 1940. Si bien no establecía una fecha fija, la denominada “Operación Barbarroja” estaba prevista en principio para el mes de mayo.

Esta decisión no recibió cuestionamientos serios por parte de los generales porque éstos, igual que el Führer, subestimaban la capacidad militar de la URSS. Sin embargo, había un alto dirigente del partido que estaba en desacuerdo, con su pensamiento puesto en los precedentes históricos que habían conducido a la derrota de Alemania cuando se libraba una guerra en dos frentes. Rudolf Hess, lugarteniente oficial de Hitler, estaba convencido de que Gran Bretaña y Alemania debían unirse para enfrentar a la Unión Soviética, y esa convicción lo llevó a concebir un plan audaz: él mismo volaría a Gran Bretaña para negociar la paz. El 10 de mayo de 1941, al volante de un pequeño avión, se dirigió hacia las islas británicas y aterrizó en Escocia. Las negociaciones de Hess fueron prácticamente inexistentes, pero el intento fue una sorpresa para Hitler; si bien el dirigente había perdido influencia dentro del partido, seguía siendo una figura importante; las repercusiones fueron enormes. Hubo acuerdo en descalificar a Hess afirmando que no estaba en sus cabales. Sin embargo, el suceso perturbó a la dirigencia nazi y la distrajo durante unos días del objetivo que se habían planteado.

Por otra parte, fue necesario realizar un imprevisto operativo previo al avance hacia el Este: un golpe de estado en Yugoslavia destronó al príncipe Pablo, simpatizante de los nazis, y obligó a que tropas alemanas invadieran el país y, por orden de Hitler continuaran avanzando hasta Grecia (entre otras razones, para cubrir el fracaso de Mussolini y sus tropas).

Finalmente, la fecha de la operación se estableció para el 22 de junio. Desde varias semanas antes se fueron acumulando tropas en las cercanías de la frontera con la Unión Soviética e incluso se realizaron incursiones en el espacio aéreo soviético.

La invasión

Desde varios meses antes, Stalin venía recibiendo información de que Hitler rompería el Pacto y detalles de los preparativos del ejército alemán; sin embargo, su actitud fue de incredulidad, descalificando a los informantes. Si bien estaba convencido de que el enfrentamiento con los nazis era inevitable, le parecía imposible que Hitler ordenara la invasión antes de haber resuelto la situación con Gran Bretaña. Todavía el 16 de junio, al recibir un documento secreto de un agente infiltrado en el cuartel general de la aviación alemana en el que se informaba que Alemania había completado los preparativos para el ataque, su respuesta fue: “Camarada Markúlov: puedes decirle a ‘tu informante’ que abandone su puesto y se vaya con su puta madre. Lo suyo es más bien labor de desinformación.”

Desde varios meses antes, Stalin venía recibiendo información de que Hitler rompería el Pacto y detalles de los preparativos del ejército alemán; sin embargo, su actitud fue de incredulidad, descalificando a los informantes.

En esos momentos su principal objetivo era no irritar a los nazis, por lo que venía cumpliendo prolijamente las cláusulas comerciales del Pacto. Incluso cuando el jefe del Estado Mayor, Georgy Zhukov, lo despertó para comunicarle que en la madrugada del 22 la aviación alemana estaba bombardeando ciudades situadas en las cercanías de la frontera, Stalin negó el permiso para repeler el ataque: solo se convenció de lo que estaba ocurriendo cuando Molotov fue a la sede de la embajada alemana y retornó con la noticia de que Alemania les había declarado la guerra.

En ese momento, abrumado por la sorpresa, Stalin cometió el primer y tal vez el mayor error de su gestión: sin conocer las dimensiones del ataque enemigo, ordenó no solo una resistencia firme, sino que fue más allá. Decidió un contraataque masivo cuando la decisión adecuada era establecer posiciones defensivas sólidas y cubrir la retirada. Se dejaron ejércitos enteros en posiciones desprotegidas, presa fácil de las formaciones de panzers. La decisión se tomó cuando 3,2 millones de soldados alemanes, 2.700 aviones, 3.350 tanques y 7.148 piezas de artillería, divididos en tres grupos, procedían a aplastar sin problemas las defensas soviéticas por el norte, el centro y el sur.

El ejército de la URSS era cuantitativamente equiparable al alemán, pero el armamento del que disponía en su mayoría era obsoleto y el factor sorpresa le jugaba en contra. En los primeros días, las tropas germanas avanzaron hasta 50 kilómetros diarios y capturaron centenares de miles de prisioneros; la aviación soviética quedó en su mayoría inutilizada, sin disponer siquiera de la posibilidad de despegar, y los bombardeos nazis llegaron a ciudades importantes, como Tallin, Kiev y Riga. Como muchos soldados alemanes testimoniaron, a decenas de miles de soldados soviéticos recién capturados los fusilaron en el acto y el destino de quienes sobrevivían no era mucho mejor, internados en campos prácticamente privados de alimentos. Recién en octubre las autoridades invasoras se dieron cuenta de que podían utilizar a los prisioneros para trabajar y se les suministró ropa, alimentos y refugio. Como muchos dirigentes nazis han afirmado con posterioridad, con ese trato se enajenaron el apoyo de muchos ucranianos, bielorrusos e incluso rusos que se oponían al régimen de Moscú.

La reacción de Stalin

 Una vez concretado el rápido avance inicial de las tropas alemanas, la reacción de Stalin fue de pánico, hasta el punto que delegó en su ministro Molotov la tarea de comunicar al pueblo por radio lo que estaba ocurriendo. Más allá de definir al ataque de Hitler como traicionero y de falsear burdamente las cifras de pérdidas, las tres frases finales del comunicado eran muy claras: “Nuestra causa es justa. El enemigo será aplastado. La victoria será nuestra”.

En esos momentos, sus palabras aparecían desmentidas por la realidad. Pese a que aparecieron bolsones de heroica resistencia, uno de los altos mandos del ejército alemán, Franz Halder, afirmó: “probablemente no sea ninguna exageración decir que se ha ganado la campaña rusa en dos semanas”. Más allá del triunfalismo, que no sonaba como tal en esos momentos, la Operación Barbarroja otorgó a Hitler el dominio de una extensión del continente europeo de que la que había conquistado cualquier gobernante desde Napoleón.

Una de las cuestiones cruciales vinculadas con la invasión alemana era el hecho de que una parte muy significativa de la industria pesada soviética estaba localizada en territorio europeo, relativamente cerca de la frontera, en situación vulnerable. Como consecuencia de la invasión, un porcentaje importante de las fábricas de aviones, tanques, armas y explosivos, fundiciones de hierro, de aluminio, y centrales eléctricas, directamente se perdieron; no podían ser movilizadas fácilmente y había poco tiempo para hacerlo. Sin embargo, ya desde fines de junio –y a lo largo de la segunda mitad de 1941– se inició la evacuación de todo aquello que podía ser objeto de traslado. En esos meses marcharon hacia el Este un promedio de 165.000 vagones mensuales de equipamiento industrial; a fin de ese año el número de empresas trasladadas fue de 1.523. Esta operación fundamental le permitió a la Unión Soviética incrementar la producción de material bélico, un factor importante en el desenlace final.

¿Una guerra preventiva?

La invasión soviética fue presentada al pueblo alemán como una guerra preventiva. Se construyó el relato de que se había emprendido para neutralizar en el último momento la amenaza que pesaba sobre el Reich –y por extensión sobre toda Europa–. Esta idea de que Hitler se había anticipado a los planes de Stalin ha tenido fuerte repercusión entre los historiadores. El principal documento probatorio es un escrito soviético fechado el 15 de mayo de 1941 titulado “Consideraciones para el despliegue estratégico de las fuerzas armadas de la Unión Soviética en caso de guerra con Alemania y sus aliados.”

Sin embargo, un examen detenido de lo que allí se afirma muestra que no pretendía exponer un plan para atacar Alemania sin que medie provocación, sino que planteaba una respuesta a la movilización alemana y un intento de frustrar una posible invasión. Por supuesto, el hecho de que Stalin no albergase intenciones de invadir Alemania en esos momentos no significaba que el Pacto firmado fuera a permanecer vigente para siempre; estaba esperando como se desarrollaba la guerra en Occidente para actuar.

La crueldad de la guerra, mucho mayor a la de los combates que se libraban en Occidente, emergió rápidamente: a los prisioneros soviéticos no se los debía tratar como soldados; para ellos no se consideraban aplicables las Convenciones de Ginebra. El otro bando operó de manera similar. Un general alemán que peleó en ambos frentes comentó que la guerra en el frente occidental era “un picnic bajo el sol comparado con la lucha contra los rusos”.

La crueldad de la guerra, mucho mayor a la de los combates que se libraban en Occidente, emergió rápidamente: a los prisioneros soviéticos no se los debía tratar como soldados; para ellos no se consideraban aplicables las Convenciones de Ginebra.

El desconcierto de Stalin ante al rápido avance nazi fue tal que llegó al extremo, tras la rendición de Minsk, de retirarse a su dacha el 29 de junio y desaparecer todo el día siguiente, sin siquiera contestar el teléfono. Antes de irse, en un acceso de rabia, dijo: “Lenin fundó nuestro Estado y nosotros lo hemos destruido”. Esta situación, que pudo haber conducido a un golpe de Estado, sin embargo dio lugar a que los principales dirigentes acudieran a su encuentro para pedirle que se pusiera al frente del país. Se constituyó así el Comité de Defensa del Estado, presidido por él mismo.

El 3 de julio, por primera vez desde el inicio del ataque alemán, la voz de Stalin se trasmitió por radio a todo el país. Su impacto fue enorme por varias razones: en primer término, por el reconocimiento explícito de que el Ejército Rojo no estaba preparado para el ataque, lo que había traído como consecuencia la ocupación de Lituania y partes de Letonia, Ucrania y Bielorrusia; en segundo término, el pedido de que la población organizara una defensa civil, un grupo de partisanos en condiciones de operar en la retaguardia, y, finalmente, lo que resultaba más importante: se apelaba a la defensa de la “Madre Patria”, no de la revolución socialista. Por supuesto, nadie puede saber cuánta era la oposición al régimen, pero lo cierto es que el discurso tranquilizó a la mayor parte de la población. Después de un aluvión de malas noticias, había un jefe, el de siempre, al mando.

La historia y la realidad mostraban que el optimismo de los oficiales alemanes era infundado: si exceptuamos la región del sur, una impenetrable maraña de bosques y marismas, no había obstáculos naturales que impidieran la invasión de la Unión Soviética. Sin embargo, el problema residía en que las victorias no acorralaban al enemigo soviético; solo lo obligaban a abandonar el campo de batalla. Pero, además, el ejército ruso era de tal magnitud que resultaba casi imposible rodearlo, y la carencia de obstáculos en el terreno impedía inmovilizarlo. El resultado fue que el invasor se veía obligado a una persecución a través de los grandes espacios del interior, donde el clima, la política de tierra arrasada que puso en práctica Stalin, las grandes distancias entre el frente en rápido avance y la retaguardia –lo que hacía difíciles los abastecimientos– y el cansancio originado por la persecución terminaban por frenarlo. En un momento la lucha se estaba desarrollando en un territorio de 2.000 kilómetros de extensión y una profundidad similar, consecuencia esta última del rápido avance inicial de la blitskrieg.

La realidad mostró además que luego de los primeros días los soviéticos comenzaron a resistir y los avances se hicieron cada vez más difíciles para el ejército alemán. Si bien muchas unidades fueron fácilmente capturadas y otras huyeron en completo desorden, hubo numerosos casos de oficiales y soldados que pelearon sin orden ni recursos, prefiriendo morir antes que rendirse. A esa resistencia también contribuyó Stalin: una orden de mediados de agosto establecía que las familias de los desertores iban a ser arrestadas y las de los soldados que se rendían traicionando a la “Madre Patria” no iban a percibir las pensiones que les correspondían.

El fracaso de la Operación Barbarroja

Ante el hecho de que, pese a la sucesión de triunfos y al avance sobre el territorio soviético, la fácil victoria nazi estuviera lejos de alcanzarse, la Operación Barbarroja fue reemplazada en septiembre por la Operación Tifón, que consistía en un ataque a fondo destinado a la conquista de Moscú. Esta decisión fue largamente meditada y discutida. Aunque para Hitler Moscú debía ser destruida totalmente, el símbolo de la revolución bolchevique, su origen, estaba en Leningrado, la antigua San Petersburgo. Los alemanes llegaron hasta las puertas de la capital en octubre, pero ésta no cayó, y la guerra dejó de ser la fácil operación que Hitler había planeado. La invasión de la Unión Soviética terminó siendo el principio del fin para el Tercer Reich.

* Historiador. Autor, entre otros libros, de Por qué cayó la Unión Soviética, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2021.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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