EL GRADO CERO DE LA PATRIA

Irak en la carne

Por Alia Mamdouh*
La escritora iraquí Alia Mamdouh, hoy censurada en su propia tierra, intenta vivir con el recuerdo de un país aniquilado por la invasión estadounidense.

1 Monotonía de la patria

Para mí, eso que llamamos patria no es un régimen alimentario: no alcanza con eliminar las grasas para poner en orden el corazón. Con la edad, al agravarse el mal, se empiezan a ignorar los consejos de los médicos y es uno mismo el que le hace mal, a esa patria, y entonces empiezan los remordimientos porque uno acaba por perderla. No me gusta mucho la palabra: me remite a una cosa que se ha reducido hasta volverse muy lejana, y que ya no me seduce. Prefiero la palabra “país”, que me ahorra el tener que pensar en esos hombres del Estado iraquí, el viejo y el nuevo, encerrados detrás del hormigón armado y los tanques estadounidenses, y cercados por un Tigris sometido. 

Siempre me pregunté si sería posible ser patriota a medias. ¿Se podrá regular la cantidad de nostalgia, de amor y de fobia que uno siente por su patria igual que se regula la cantidad de azúcar en sangre? No hay nada más miserable que el amor en sentido único. En este caso, el de un ser solitario, un ciudadano quebrantado que se atraganta cuando pronuncia el nombre de su país. El amor no alcanza para hacer una patria. Aunque yo me peleo con la mía, todavía hay cosas –alejadas de todo concepto– que me siguen desconcertando. Es estúpido procurar teorizar sobre la patria, y descifrar su influencia está muy por encima de mis fuerzas. Cuando se la coloca bajo el signo de la perfección, nos despojamos de nuestro carácter humano. Pero, ¿qué es esta cosa cuyo secreto no llego a penetrar? ¿Es la justicia o es eso que compartimos todos, el cansancio de la patria? Sí, es eso: ese cansancio que tan a menudo siento en todos los miembros y que sin embargo no me ayuda a desapegarme. 

Nunca logramos que nuestro país nos ame como hubiéramos querido. En mi caso, ya no importa todo lo que yo corrí tras el mío: fracasé. Y no pude conocer su naturaleza ni sus leyes. Era –y todavía soy– una extranjera en mi país, igual que en Francia. Siempre me pareció que el país podía ser una materia textual extraordinaria, y que vivíamos a la vez a sus expensas y bajo su peso. Sin embargo, siempre hay tiempo para librarse de él, con todo tipo de pretextos, y constantemente estamos vengando su nombre, o vengándonos de él, o a causa de él. Todavía puedo ver la pancarta que blandíamos en nuestra juventud: “¡Moriremos y la patria vivirá!”. ¿Por qué mueren los ciudadanos por su patria? ¿Será ella la que invita a tal punto a la destrucción?


2. Futuro simple, futuro inmediato

Ese día le dije a mi profesora, Claudia, delante de veintidós compañeros y en un francés todavía muy balbuceante: “Estoy celosa de estos dos futuros. En mi país, apenas tenemos una letra, la s, y nos basta con colocarla antes del verbo para entrar en el ámbito del futuro. Pero tan pronto como el tirano, o el ocupante, o el colaborador descubren esa letra, el uso del verbo en cuestión se detiene para siempre”. 

Los alumnos se rieron por cortesía: creyeron que estaba haciendo una broma. Yo me sentaba en primera fila, debido a esta enfermedad que tengo en los ojos. Sólo Claudia pudo ver las lágrimas que los empañaban. Me las tragué en silencio, mientras ella se acercaba y me daba unos golpecitos en el hombro. “No tengas miedo, estás aquí con nosotros…”.

En mi país, hace ya décadas que el futuro es inspeccionado con lupa y que vive solo; por eso perdió su espontaneidad. Y desde la ocupación estadounidense, creo que se lo mantiene al margen del pueblo, lisa y llanamente. Cuando recibí esta invitación para escribir, sentí un gusto amargo en la garganta y abrí archivos manchados con esa sangre que sigue recubriendo cada parcela de Irak. Se me aparecieron todos los clanes: la izquierda “chocolate con leche”, los religiosos de turbantes rutilantes, las milicias de esa clase política corrupta que recomendó e instituyó la beatería, la vendetta y la infamia, a tal punto que se empezó a despreciar la vida antes de vivirla. En cuanto al Partido Comunista iraquí, que perdió a tantos mártires durante toda su historia, comenzó a coquetear con el régimen de Saddam Hussein, y ahora que envejeció y que sus cuadros están gagá, se masturba contra el pecho del ocupante y las reprimendas de los religiosos. Con todo, todavía somos unos cuantos los que tenemos encuentros furtivos con nuestro país, los que lo amamos a escondidas, los que lo insultamos a hurtadillas o incluso en público.

Nunca me interesaron la política ni las historias de heroísmo. Al contrario: esas palabras me dan miedo, porque los héroes, los mártires y las víctimas tienen un poder tiránico muy carnal, que puede enfermar y fanatizar. Bagdad es una ciudad fascinante que invita a que la asolen. Pocos meses después de la invasión estadounidense, un jefe militar declaró: “Convertiremos esta capital histórica en una simple playa de estacionamiento”.

¡Qué bien dicho, cuánta exactitud! Todo ocurrió según lo convenido y no se cometieron más crímenes de los necesarios. Porque, en todos los períodos sangrientos que sacudieron a Irak, la muerte siempre consistió en cortar cabezas, o en abrirlas, o en quemarlas.


3. Imperfecto

Después de clase, Claudia y yo nos quedábamos conversando sobre esa presión que la lengua ejercía sobre mí, y también sobre la que ejercía la patria, que me quitaba la respiración. Estaba al borde de la agonía, desgarrada entre la desaparición de mi país y el misterio de esa lengua francesa escondida como un tesoro entre los tartamudeos de mi lengua árabe. Me consumía repitiéndome a mí misma: “Sí, es posible que un día, cuando sea vieja, logre dominar esta lengua que parece tan sabrosa como una copa de buen vino francés”. Hasta el día de hoy, sin embargo, sigo enfrentada al mismo dilema: yo no me he tomado revancha y la lengua no ha sabido someterse a mi voluntad. Y la iraquí que soy no puede poseer siquiera una brizna de su país lejano, cuya carne vuela en pedazos… Me atrincheré con él en el fasto y la intimidad de la infancia, que jamás abandoné, hasta en los tropezones de mi lengua. 

En París, me cambié de un instituto a otro. Aprendí, olvidé, volví a empezar, fracasé, triunfé, abandoné, retomé… ¡Cuántas veces habré logrado memorizar, escribir, arrancar la hoja, aturdirme, equivocarme, intentar de nuevo! Era como si hiciera falta que olvidara mi propia lengua. Cuando me iba a dormir, me venía a la mente la idea de que el francés era como un amante muy distinguido que abandonaría mi cama si yo chapuceaba su nombre. Esta lengua nunca dejó de traicionarme, y yo de estancarme en el mismo nivel durante muchas clases. Era eso –entre muchas otras cosas abrumadoras– lo que me hacía replegarme sobre mi propio sistema lingüístico, agazapada en el fondo de mi pasado perfecto y continuo, y de mi futuro flaco y simple. Ambos se parecían a mi francés harapiento, aunque nunca haya dejado de clamar en esta lengua con voz elocuente, ni de esforzarme para hablarlo sin faltas. Me decía: “El principio de la frase será relativamente correcto, el medio un poco retorcido, qué le voy a hacer, pero me las arreglaré para que el final sea lógico”. En el fondo, la cosa era simple: el aprendizaje de la lengua agotaba todos mis recursos, exactamente como mi país. Lingüísticamente no me sentía segura, y eso me hacía las cosas difíciles como extranjera, sobre todo cuando mi país también me dejaba en la más profunda inseguridad, bajo amenaza. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Tu madre es siria; el iraquí es tu padre. ¿Es suficiente para aspirar al orgullo patriótico? ¿Cuál es tu grupo sanguíneo? ¿El secreto de tu confesión? ¿Tu casa sigue estando en Al-Adhamiya? Puede uno decirse hoy: “¿Qué tengo que ver yo con la patria?”. La vieja, abandonada, culpable, amputada, y la nueva, ocupada, servil, irrecuperable. Manipulamos todo: genes, países, creencias. Hasta el amor se dicta a través de una red virtual. Entonces, ¿por qué la patria no habría de ser virtual? 


4. La casa de las hormigas

La casa de Al-Adhamiya ya no es habitable. Ya no se puede dormir allí, ni escudriñar cada rincón. El camino más corto que lleva hasta allí es el de mi infancia. Sin ella, no veo nada que quede tan lejos. Un perro errante y sarnoso aúlla en la cara de sus ex propietarios, que primero se ausentaron y después se murieron, que fueron echados, que huyeron, que envejecieron y desaparecieron. Todo el tiempo, en todas partes, las casas supieron enseñarles cosas a sus habitantes. En todo momento, extraigo de su suelo de baldosas mi hambre, mi desnudez, mis metamorfosis y mi abandono. Escribo, hago libros, pero siempre vuelvo allí, y dejo que esa casa se inmiscuya en mis asuntos. En cada novela, ella es la esencia de mi agonía. Está bien, me digo: me levantaré y repararé mis fortificaciones para volver a ella.

Sigo llamando por teléfono a una tía que se quedó allí, única guardiana, entre todos nosotros, de esa casa iraquí y de esa cocina con olor a nuez moscada, canela y comino.  Cuando hablo con ella, me asalta su voz débil y abandonada. Ella también recibió el golpe de gracia. Es la voz de lo que queda de la familia. Pero, ¿por qué me apura para terminar la conversación? ¿Para no hacerme gastar? Eso dice ella, pero yo no. Es cierto que ya no oye bien, y que su voz cascada ya no es la que era, pues su edad se remonta a la falsa independencia de Irak. Pero yo le hago un montón de preguntas. ¿Dónde duermes? ¿Tu cuarto sigue recibiendo todo ese sol? ¿Siguen estando esos muebles bonitos en el salón, los de nuestra adolescencia fogosa y nuestra juventud tan rápidamente apagada? ¿Quién te visita, tía? Entonces se pone a sollozar silenciosamente, y dice mitad en broma, mitad en serio: “Sabes, hija, no veo a nadie salvo a esas hormigas que avanzan en línea recta hasta sus casas, cerca de mi cabeza, cuando me acuesto. Ya no puedo caminar como antes. Desde mi cuarto veo cómo se van cayendo las ramas, una tras otra. Ellas también están enfermas con un mal cuyo nombre no sabemos; igual que nosotros. Y las paredes se descascaran: están en carne viva, todos lo estamos”.

Cuelga bruscamente. Me veo expulsada del campo de su voz iraquí. Sigo llamándola con el único fin de marcar un número privado allí, en Bagdad, en Al-Adhamiya, en esa casa, la mía. Pero a menudo el teléfono suena y nadie responde. Es eso. El lugar está ahí, escondido, como un señuelo incesante, pero nosotros, nosotros ya no existimos allí.


5. París, ciudad fértil

Escribo, amo, hago el amor en árabe, y en árabe concibo los hechos y los gestos de los personajes de mis novelas. No dejo que mi lengua se pierda. París, ciudad vasta y cosmopolita, me invita a entrenar a mis personajes en el ejercicio de la libertad, que es el centro de gravedad de todos mis libros. Todo aquí me lleva hacia la libertad. Al escribir, sumerjo a los hombres y mujeres en ella, se las hago degustar, aunque sea una vez, porque sé que es contagiosa y puede hacernos descubrir el valor que no sabemos que tenemos. Más que todas las demás ciudades donde viví, París me hizo comprender que mi potencial de saber y de elegir podía agrandarse, y que las decisiones de futuro no se agotan nunca. Aquí es donde yo sentí la belleza de mi feminidad, como un largo camino de alegrías y posibilidades. Aquí es donde permití a mi madurez, a mi edad avanzada, que probara cada etapa con placer. En libertad, la edad se intensifica. Aquí viví mis momentos más felices. Sin embargo, como dice la protagonista de mi última novela, Un amour pragmatique (Un amor pragmático): “París te hace feliz si eres rico, joven y saludable. Pero yo no soy nada de eso”.

En el fondo, estoy convencida de que llevo en mí el exilio más denso y la patria más violenta, aun cuando mis libros están prohibidos desde hace décadas en mi propio país. Esa es la paradoja: allí están escondidas todas mis reservas, y a pesar de todo me siguen acosando la culpa y la traición.

* Novelista. Autora de, entre otros, La Passion (traducido del árabe al francés por Michel Galloux), Actes Sud, Arles, 2003, y de La Garçonne (traducido del árabe al francés por Stéphanie Dujols), que publicará Acte

Traducción: Mariana Saúl

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