Desmontar una guerra de medio siglo
El ritmo de ciénaga con que se mueve la implementación del Acuerdo de Paz se hace palpable en cualquiera de los veintiséis campamentos de desmovilización de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Allí nada es como dice el texto firmado el año pasado en La Habana: no hay casas para albergar en condiciones dignas a los 6.800 guerrilleros y guerrilleras, tampoco hay aulas para que trabajen en su reinserción para la vida civil ni puestos sanitarios. También bastaría con monitorear con qué pocas ganas los jueces ponen en marcha la Ley de Amnistía votada en el Congreso: liberan 1,3 presos políticos por día. A ese ritmo se necesitarán más de siete años para que todos estén en libertad y puedan acogerse a los programas de reinserción a la vida civil, que incluye la sustitución de cultivos ilícitos, el acceso a la propiedad de la tierra para los campesinos, subsidios para el desarrollo productivo e incentivos de estudio y formación.
“La coca garantiza la economía del campesino. Nos levantamos, nos acostamos, comemos y nos vestimos con la coca. Eso es por el abandono del Estado, que no invierte y no nos da mercado para el plátano o la yuca, que lo plantamos para consumo familiar”, dice Eliécer Leal, de 31 años, en la recepción de la Zona Veredal Transitoria de Normalización Jorge “El Negro” Eliécer Gaitán, en el departamento de Norte de Santander, en la frontera con Venezuela. Leal es el presidente de la Junta Comunal de Chiquinquirá, una de las cuatro veredas –como llaman a los caseríos – que rodea el campamento de desmovilización de las FARC instalado aquí en febrero pasado.
Llegar hasta allí no es fácil. Hay que tomar un avión desde Bogotá hasta Cúcuta, la capital del departamento de Norte de Santander. Allí hay que subirse a un auto para recorrer cien kilómetros por una ruta asfaltada pero llena de pozos. Se demora cuatro horas, a buen ritmo, para atravesarla. El chofer maneja esquivando motos que llevan cuatro o cinco bidones de combustible contrabandeado desde Venezuela y cargan unos cincuenta o sesenta litros en total. La sangría petrolera se mantiene aunque la frontera está cerrada desde el año pasado por orden del presidente Nicolás Maduro: el gobierno venezolano denunció que la quinta parte de los 247 pasos ilegales fronterizos están en Norte de Santander.
Ese auto llega hasta Tibú, donde hay que hacer el trasbordo a una camioneta cuatro por cuatro, conducida por otro chofer, preocupado a las tres de la tarde por llegar antes del anochecer, que se produce apenas pasadas las seis. Esa Toyota roja, que tiene barro hasta el techo, se interna por un camino de tierra. Pero en esta zona húmeda esa tierra es casi siempre una masa blanda y pegajosa, sobre todo en abril, que es el inicio de la temporada de lluvias. Así que la camioneta va haciendo una especie de snowboard sobre ese barro constante, por momentos casi intransitable, y demora dos horas para hacer 45 kilómetros por ese camino que atraviesa la selva colombiana. Poco antes de llegar, se queda atascada. No hubo ramas bajo las ruedas que lograran darle agarre y quedó allí. El último kilómetro y medio fue a pie.
Leal –su nombre de pila es el mismo del dirigente liberal asesinado en 1948 y cuya muerte provocó el Bogotazo–llegó hasta el campamento como lo hicieron los otros presidentes de las juntas comunales de Caño Indio (Luis Rincón Vega) y Progreso 2 (Jaime Peña): buscan dialogar con las FARC para intentar acelerar la implementación de la sustitución de cultivos en esa región, que es una de las que tienen mayor cantidad de coca sembrada. Toda la zona está cubierta por coca. Hasta el helipuerto de las Naciones Unidas, que aún no comenzó a funcionar, está en medio de un campo de mata, como llaman a la planta prohibida.
A la espera de inversiones sociales
Los guerrilleros y guerrilleras comenzaron a llegar el 4 de febrero: dos meses más tarde del plazo previsto para la puesta en marcha de los campamentos de desmovilización, que tenían que estar listos el 1 de diciembre de 2016. Tomaron la decisión de movilizarse hasta allí para ratificar la voluntad de llevar adelante el proceso de paz. Llegaron y montaron un campamento como cuando estaban en guerra, pero sin temor a los bombardeos: carpas, toldos de tela plástica para cobijar cocina, aula de estudio y recepción para recibir visitas.
El predio –donde se reunieron tres unidades guerrilleras– debía tener terminadas catorce áreas de baños con capacidad para treinta personas cada una y dos áreas de alojamiento con capacidad para ciento setenta y cinco personas cada una. Esas construcciones tipo casas comunitarias, con piso de cemento y paredes de durlock, debían tener cada una un aula, un salón comedor, cocina y habitaciones individuales o matrimoniales de 36 metros cuadrados. Pero en abril, el avance de la obra no superaba el 15 o 20%: apenas estaban los cimientos de algunas de las construcciones y en el campamento sólo había materiales para levantar el 40% de la obra.
De todos modos, la llegada de los guerrilleros y guerrilleras impulsó las conversaciones con los campesinos y el gobierno para trabajar efectivamente en la sustitución de cultivos ilícitos. Pero eso recién pudo avanzar a principios de abril, cuando firmaron un acuerdo dirigido a que el gobierno destine fondos para cambiar las plantas de coca por otros cultivos y poner en marcha microemprendimientos productivos. “La discusión fue muy dura. Demoró dos días. Los campesinos querían que el gobierno pagara el quitado de la mata pero no lo lograron. Igual se firmó”, explica Ernesto Rodríguez, que tiene 45 años y está a cargo de la sustitución local de cultivos por el lado de las FARC.
Las negociaciones cruzadas de ese acuerdo, que atañe a una región de Colombia y aborda uno de los puntos del compromiso firmado en La Habana (1), mostró la complejidad de desmontar una guerra que duró 52 años. La reunión no podía hacerse porque el responsable nacional de las FARC para monitorear la sustitución de cultivos no tenía levantada la orden de captura y no podía moverse libremente por el país. Esa instrucción para detenerlo debía eliminarse, tal como lo establece la Ley de Amnistía –que beneficia a los 6.800 guerrilleros y 4.300 presos políticos–, pero había un juez que demoraba esa decisión, ya votada en el Congreso. Era una traba objetiva al avance de uno de los ejes del acuerdo: la inversión social para el desarrollo de las comunidades.
“Visitamos las 26 zonas veredales y la conclusión es que el gobierno tiene que agilizar el paso. De alguna manera hubo apresuramiento en construir las condiciones que suponían el cumplimiento del acuerdo. Y hubo complicaciones logísticas porque son de difícil acceso y la subsistencia de los guerrilleros es difícil. Y, por otro lado, lo que quiere la gente es que llegue la inversión social. Hay una gran esperanza en las zonas veredales y en las regiones de que la inversión social llegue rápido”, analiza el procurador general Fernando Carrillo, durante una conversación en el piso 25 de un edificio custodiado.
Tres o cuatro planes Marshall
Carrillo es uno de los funcionarios que mostraron su interés por el avance del acuerdo. Fue el encargado de tejer la reunión entre el presidente Juan Manuel Santos, el ex mandatario y líder de la oposición Álvaro Uribe y el papa Francisco. Ese encuentro se realizó en El Vaticano, tras el triunfo del NO en el plebiscito de octubre del año pasado, que tuvo una abstención del 62,6%. El NO, que ganó por menos de un punto de diferencia, le permitió a Uribe mostrar todo su poder de fuego en una alianza con los sectores más conservadores de la sociedad: sumó a las iglesias evangélicas, que predican sobre cuatro millones de los 49 millones de colombianos y definieron al Acuerdo de Paz como una herramienta para destruir a las familias colombianas; la causa: el enfoque de género que recorre las 310 páginas del documento acordado en La Habana.
Ese bloque político y económico utilizó una estudiada campaña de marketing y publicidad para torpedear el Acuerdo de Paz. Por su parte, el gobierno de Santos no se preocupó por explicar en detalle cómo el dinero destinado a la guerra se reutilizaría para fomentar el desarrollo agrícola y redistribuir recursos, de qué modo se reconocerá la “victimización” de las mujeres durante el conflicto y se “promoverá la igualdad” con los hombres y su “participación activa en la construcción de la paz”, y qué significa establecer una Justicia Especial para la Paz. Esas fallas de comunicación fueron aprovechadas por Uribe, que simplificó su discurso al decir que el Acuerdo de Paz implicaría un “ataque a la familia”, la “impunidad para los secuestradores”, un “ataque a la propiedad privada” y un “aumento de impuestos”.
Para entender qué es lo que está en juego es necesario hacer números para pensar quiénes ganan y quiénes pierden con la paz. Según un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, el conflicto dejó casi 220 mil muertos y 4,7 millones de campesinos desplazados: esos campos quedaron en manos de hacendados que fueron ampliando su territorio y fortuna.
Sólo en 2014, Colombia gastó 9.300 millones de dólares para sostener el conflicto armado, que representó el 17,9% del presupuesto anual del país. Destinó 80.000 veces más dinero para hacer la guerra que para desarrollar la cultura y 101.000 veces más que para fomentar el deporte y la recreación. Para el 2016, se preveía gastar el equivalente al 3,5% del PBI nacional, según datos del Banco Mundial, los ministerios de Defensa y Hacienda, y la Procuraduría General de la Nación.
Para medir la magnitud del gasto en guerra y seguridad en Colombia, el doctor en Economía Diego Otero Prada propone hacer una comparación con el Plan Marshall, que fue la herramienta diseñada por Estados Unidos para la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. “Consistió en una ayuda de 13.000 millones de dólares de la época para 18 países, más servicios de asistencia técnica. En dólares de 2014, equivale a 42.000 millones de dólares, o sea, entre el 23% y el 30% de lo que ha costado el conflicto interno colombiano para el Estado”, señaló en su libro Gastos de guerra en Colombia, publicado el año pasado por el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz).
Los diálogos de paz generaron un costo de 4,9 millones de dólares y los programas laborales y educativos para la reinserción de cada guerrillero o guerrillera costarán unos 6.700 dólares –por cada uno– a lo largo de tres años. Es decir que la reinserción de los 6.800 guerrilleros costaría unos 47 millones de dólares, sin contar el recupero correspondiente a lo que vayan produciendo y los impuestos que pagarán durante esos tres años.
Paramilitares
Después del plebiscito, el gobierno de Santos y las FARC tomaron en cuenta algunos reclamos del uribismo e hicieron algunas modificaciones al acuerdo, entre ellas un recorte de las inversiones sociales. Ese nuevo texto fue refrendado en el Congreso, y luego por la Suprema Corte.
Sin embargo, no se modificó la puesta en marcha de una Justicia Especial para la Paz, que analizará los delitos cometidos durante el conflicto. Allí quedarán bajo la lupa guerrilleros, paramilitares e integrantes de las Fuerzas Armadas, que deberán responder ante esa jurisdicción de carácter transicional bajo los criterios de verdad, justicia, reparación y no repetición.
Esa jurisdicción –integrada por una veintena de jueces– investigará lo ocurrido durante la guerra, trabajará en la búsqueda de personas desaparecidas, y podrá dictar indultos o amnistías siempre que los delitos no tengan la calificación de crímenes de lesa humanidad. También se buscará rescatar la verdad histórica y reconstruir los hechos del enfrentamiento con penas diferenciadas para quienes reconozcan su participación en delitos y ayuden a recomponer los daños sociales.
El paramilitarismo no se acabó. Ya no están las Autodefensas Unidas de Colombia –el escándalo político que protagonizaron en 2005 demostró su vínculo directo con legisladores y funcionarios del gobierno de Uribe–, pero están las empresas, los ganaderos y las personas que siguen financiando la arquitectura paramilitar para quitarle el monopolio de la fuerza al Estado. “Las FARC dicen que el Estado debe concentrar el monopolio de la fuerza”, dice el abogado Diego Martínez, asesor de la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación (CSIVI) del Acuerdo de Paz, sentado en un bar del barrio La Macarena. Y señala que entre los temas que deberían abordarse judicialmente están “las 15.000 declaraciones de paramilitares ante fiscales del régimen ordinario donde declararon quiénes los financiaban”. Este material no ha sido investigado.
Todo ese entramado genera una preocupación constante entre los sectores que apuestan a la paz, porque vuelve una y otra vez el fantasma de la Unión Patriótica. Así se llamó el movimiento político impulsado por las FARC en medio de los diálogos de paz del gobierno de Belisario Betancur, entre 1982 y 1986. Ese movimiento, que reunió a distintas agrupaciones y partidos políticos y participó en elecciones, fue arrasado por los paramilitares: hubo más de 4.000 muertos, incluyendo dos candidatos presidenciales, senadores, diputados y alcaldes.
“Ése es uno de los riesgos más altos y creo que el gobierno lo tiene claro. Nosotros, desde la Procuraduría, convocamos a la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad. Todos estamos comprometidos con la causa. Lo importante es que haya resultados y no pura retórica. Para eso, todas las agencias del Estado, y por supuesto la Justicia, deben dar respuesta a la pregunta de quiénes son los autores materiales e intelectuales de la eliminación de los nuevos líderes del país”, señala Carrillo al ser consultado sobre aquella experiencia y los recientes asesinatos de dirigentes sociales. Hubo unos 140 en los últimos catorce meses.
Esa situación recrudeció en las últimas semanas. Mataron a dos guerrilleros de las FARC y se produjeron ataques a familiares de guerrilleros. “Hubo mucha demora en construir los instrumentos para combatir al paramilitarismo. Va más allá de combatir a las bandas armadas. Es cambiar una cultura y es enfrentar con decisión a poderes regionales. Poderes políticos y económicos que mantienen esa posición gracias al ejercicio de la violencia, gracias a que financian bandas armadas”, se quejó el jefe de las FARC, Rodrigo Londoño, que se rebautizó Timochenko cuando entró a la guerrilla hace cuarenta años.
“Es una guerra sucia que busca influir en nuestras decisiones. No esperemos que nos vuelva a pasar lo que pasó con la Unión Patriótica, donde empezaron matando a uno o a dos hasta llegar al número que llegaron”, insistió Timochenko en declaraciones a RT en Español, la cadena de noticias en español de Russia Today. Esas definiciones muestran el grado de preocupación por el nivel de violencia que comenzó a crecer lentamente y obligó a las FARC a adoptar un tono crítico que venían evitando en los últimos meses.
Pero lo que empieza a pesar cada día más es la debilidad creciente que experimenta el gobierno de Santos a medida que se acerca al final de su mandato. Sobre esa base golpea el uribismo: “El primer desafío será el de volver trizas ese maldito papel que llaman Acuerdo Final con las FARC”, aseguró Fernando Londoño Hoyos, ni bien fue nombrado presidente vitalicio del Centro Democrático (el partido que fundó en 2013 Álvaro Uribe), durante la convención que se hizo a principios de mayo. Ésa será la tarea a la que se abocarán si llegan nuevamente al gobierno de Colombia, que el año próximo elegirá presidente.
La declaración de Londoño se produjo casi al mismo tiempo en que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas culminaba su visita a Colombia para monitorear el rumbo del acuerdo. Por esos días también Estados Unidos respaldó el proceso: con votos republicanos y demócratas se aprobaron los fondos para el plan de Paz Colombia, que suman 450 millones de dólares (un 20% más que el año pasado).
Esa foto muestra las tensiones y los poderes en pugna. Por eso es clave que se logre institucionalizar el acuerdo en estos meses que quedan hasta el recambio de gobierno y que se pongan en práctica las leyes votadas por el Congreso, que permitirán caminar hacia la consolidación de la paz. Sólo así será posible el ingreso de las FARC a la vida civil y su expresión en un partido político que pueda disputar sin las armas en la mano ni temor a las represalias.
1. El Acuerdo de Paz entre el gobierno de Colombia y las FARC se firmó el 26 de agosto de 2012 en La Habana, que había sido sede de conversaciones entre las partes desde el mes de febrero de ese año. El 24 de noviembre de 2016, tras nuevas negociaciones que siguieron al plebiscito con resultado negativo para el acuerdo, se firmó un acuerdo final en Bogotá (N.de la E.).
Este artículo forma parte de la edición especial deLe Monde diplomatique/UNSAM
América Latina. Territorio en disputa
* Periodista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur