UN BALANCE DE LA PRESIDENCIA DE JUAN MANUEL SANTOS

Avances, obstáculos, incertidumbres

Por Socorro Ramírez*
La siguiente versión abreviada de un artículo publicado en diciembre de 2015 analiza los esfuerzos de la presidencia de Juan Manuel Santos por negociar el fin de la guerra interna y proyectar una imagen de Colombia como país emergente en proceso de cambio. Pero la consolidación de los avances logrados choca con los graves problemas que arrastra el país.
© Guillermo Legaria/dpa/Corbis/Latinstock

Desde el inicio de su gobierno, el presidente Juan Manuel Santos impulsó negociaciones con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) sobre una posible agenda y sobre las condiciones del eventual establecimiento de la paz. La Mesa de Conversaciones se instaló en Oslo el 18 de octubre de 2012, empezó a funcionar en La Habana un mes después y hasta mediados de 2014 había anunciado tres acuerdos temáticos (agrario, sobre drogas y sobre participación política), el comienzo del desminado humanitario y diez principios sobre reconocimiento de las víctimas.

Vino luego un año de recrudecimiento de la confrontación, hasta que la Mesa anunció, el 12 de julio de 2015, que se acelerarían las negociaciones en Cuba y se desescalarían los combates en Colombia. Un cambio de metodología permitió trabajar en forma simultánea sobre todos los puntos pendientes, las FARC-EP retomaron una tregua que habían abandonado y el Estado cesó los bombardeos en su contra. Dos meses después, el 23 de septiembre de 2015, el presidente Santos y el comandante de las fuerzas guerrilleras, Rodrigo Londoño Echeverri, alias Timoleón Jiménez o Timochenko, firmaron un comunicado de diez puntos con un arreglo sobre uno de los temas más difíciles –el de la justicia transicional (1)–, un plazo máximo de seis meses para la firma del fin del conflicto (que se extendería hasta el 23 de marzo de 2016) y dos meses posteriores para dar inicio a la dejación de las armas.

Discrepancias de interpretación

Sin embargo, pronto surgieron divergencias sobre la interpretación del acuerdo, por lo que juristas de ambas partes emprendieron la tarea de precisarlo: cómo y quién escoge los jueces de los tribunales especiales, qué delitos conexos a la rebelión pueden ser objeto de amnistía, a qué actores se les aplicará perdón o sanción –sólo a guerrilleros y miembros del Estado, o también a paramilitares y otros sectores involucrados en la confrontación– y cómo será la restricción de la libertad en los casos de condena.

La percepción de estar cerca del final de las negociaciones se reactivó en octubre de 2015 gracias a dos anuncios. El primero, el acuerdo de la Mesa para crear una unidad de búsqueda de desaparecidos y para ubicar, identificar y entregar sus restos con ayuda de la Cruz Roja y Medicina Legal. Luego, Santos anunció gestiones para que pronto el Consejo de Seguridad de la ONU le pidiera a la entidad verificar un cese bilateral y definitivo del fuego, que comenzaría en 2016, y las FARC-EP solicitaron que éste empezara el 16 de diciembre de 2015.

Para lograr esa meta, la Mesa de La Habana debía terminar en dos meses los acuerdos sobre víctimas y justicia transicional, y sobre un cese del fuego bilateral con concentración guerrillera en zonas delimitadas que permitiera realizar una verificación internacional. Mientras tanto, el Congreso debatía sobre la forma de refrendar los acuerdos (el gobierno proponía un plebiscito mientras que las FARC-EP y el ex presidente Álvaro Uribe postulaban una Asamblea Constituyente) y posteriormente implementarlos.

Por otra parte, se enturbiaba la posibilidad de que las negociaciones anunciadas por el gobierno y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) –la otra fuerza guerrillera– confluyeran con las de las FARC-EP. Las acciones de este grupo mostraron que, o bien se encontraba internamente dividido, o no había comprendido que con ellas no fortalecía su posición. Sin embargo, a fines de marzo de 2016 el panorama se aclaró, cuando el gobierno y el ELN anunciaron la inminente apertura de una mesa de diálogo para formalizar las conversaciones de paz, con nexos de coordinación con las negociaciones con las FARC.

Enfrentamientos por la paz

Las negociaciones con la guerrilla han desatado intensos forcejeos suscitados por al menos cuatro factores: los vaivenes del proceso, el fuerte rechazo nacional a las FARC-EP, la oposición radical de Uribe y el enfrentamiento institucional entre el procurador general, Alejandro Ordóñez, opuesto al acuerdo, y el fiscal general, Eduardo Montealegre, favorable a él, ambos convertidos en protagonistas políticos.

Esa dura y permanente batalla, junto con las vacilaciones y contradicciones de Santos, han hecho fluctuar la opinión nacional. Al inicio de las conversaciones reinó una incierta expectativa, pero el primer cese del fuego decretado por las FARC-EP aumentó un apoyo que, luego, con el reinicio de los combates, volvió a mermar. Lo que sí se mantuvo estable es el resentimiento de la opinión pública hacia la guerrilla. La mayoría de los encuestados reiteró que tenían que dejar las armas, y no aceptaba que se les hicieran grandes concesiones; pedía más castigo que verdad, y estaba en desacuerdo con que pagaran penas que excluyeran la prisión. Un 80% de los encuestados afirmó que no quería ver a los líderes guerrilleros como legisladores en el Congreso.

Empero, los anuncios de los últimos meses de 2015 hicieron repuntar el respaldo al proceso de paz. Una medición de esa época mostró que un 79% de los encuestados lo veía con optimismo, un 81% pensaba que la paz mejoraría la situación del país, 65% confiaba en que las negociaciones culminarían con éxito y 61% sentía que el acompañamiento internacional las hacía más confiables. 

A la pregunta: “Si de usted dependiera la aprobación del acuerdo, ¿lo aprobaría?”, el 79% dijo sí y un 14%, no (2). Curiosamente, subió la opinión favorable tanto sobre Santos (de 29% a 42%) como sobre Uribe, quien aprovecha cada dificultad o cada avance del proceso para multiplicar sus reparos (51% afirma estar de acuerdo con sus cuestionamientos a las negociaciones). Sin embargo, en las recientes elecciones, el ex presidente no logró convertir esa opinión en votos.

Polarización y deterioro de la política

El sistema político colombiano muestra una polarización y un deterioro agudos. La polarización en torno de las conversaciones con la guerrilla marcó las elecciones presidenciales de 2014: la primera vuelta la ganó un uribismo contrario a cualquier acercamiento con las FARC-EP –encabezado por Oscar Iván Zuluaga–, y en la segunda resultó reelegido Santos por la bandera de la paz. No ocurrió lo mismo en las elecciones locales del 25 de octubre de 2015. Uribe trató de convertirlas en plebiscito contra las negociaciones, pero los votos respondieron a otras problemáticas, a pesar de que los elegidos serían decisivos en la aplicación de los acuerdos de paz.

Esa clase de elecciones –en las que se escoge a responsables para cinco tipos de cargos: 32 gobernadores, 418 diputados a las asambleas departamentales, 1.101 alcaldes y 12.065 concejeros municipales, además de 6.700 ediles de juntas administradoras locales– tiene una lógica distinta de las presidenciales y legislativas. Y el que en ellas participaran 127.347 candidatos de todos los partidos políticos, de minorías étnicas y religiosas, de movimientos cívicos o independientes, podría mostrarlas como una perfecta competencia pluripartidista. Pero la realidad es más compleja.

La Misión de Observación Electoral y la Fundación Paz y Reconciliación denunciaron 152 casos de alianzas entre candidatos y personas condenadas o encarceladas por nexos con parapolíticos y mafias del narcotráfico, el contrabando, la minería ilegal y la contratación pública amañada; esos candidatos recibieron el aval de los partidos con la excusa de que no afrontaban directamente procesos judiciales o disciplinarios (3). Los medios de comunicación presionaron en contra de esos avales y la Fiscalía ordenó la captura de 44 de los candidatos. Sin embargo, un 60% de los postulantes cuestionados resultó elegido (4), algunos de ellos en regiones en las que se concentra la confrontación armada, cercanas a Venezuela.

El oficialismo triunfó, aunque se resquebrajó su punto de apoyo, el Acuerdo Unidad Nacional, que nuclea a varios partidos, y la abstención alcanzó un 41% del padrón electoral. En perspectiva de las presidenciales de 2018, Germán Vargas Lleras, actual vicepresidente y responsable de programas estatales populares –viviendas gratuitas, provisión de agua, construcción de vías y puentes– resultó uno de los ganadores y aseguró una maquinaria a través de los pactos de su partido, Cambio Radical, con algunos independientes elegidos en grandes capitales y con otros personajes cuestionados que articulan amplias clientelas. Los demás partidos que forman parte del gobierno (el Liberal y el Partido de la U) lograron la mayoría de los votos avalando tanto a candidatos decentes como cuestionados. Los Verdes obtuvieron tres gobernaciones y la alcaldía de una capital de departamento. Verdes y conservadores aventajaron al Centro Democrático de Uribe, que ganó sólo una gobernación, 76 alcaldías en pequeños municipios, quedó sexto en votos para concejos y asambleas y perdió en Antioquia, la región del ex presidente. La popularidad de Uribe no es endosable y su cerril obstruccionismo lo perjudica. La izquierda, por su parte, fue derrotada en Bogotá luego de 12 años de gobierno y sólo obtuvo la alcaldía de una pequeña capital.

Los graves problemas del sistema electoral se hicieron más visibles en estos comicios y el Estado no aprovechó suficientemente la oportunidad para combatirlos. Aunque para evitar el transfuguismo el Consejo Electoral anuló 42% de las inscripciones para cambio de sitio de votación, tuvo que revertir la medida en Bogotá y no respondió consultas sobre inhabilidades de los candidatos ni vigiló los dineros legales e ilegales que abundaron en las campañas.

Los partidos se han reducido a siglas que reclutan candidatos para mantener su personería jurídica, la financiación y el acceso a la publicidad. Avalan aspirantes según los votos que puedan aportar, y no les proveen de identidad, ideas y credibilidad porque ellos mismos no las tienen. Cada aspirante trata de montar su maquinaria para captar votos, y si no obtiene el aval pero tiene prensa y dinero, sale a buscar firmas para registrarse como independiente. Así lo intentaron 810 “comités promotores”, de los cuales 265 lograron inscribir a su postulante. Los candidatos se diferencian por los rostros, no por sus tesis o programas, lo que hace imposible saber si son “independientes, cívicos, alternativos, políticos en apuros, tránsfugas, oportunistas o pescadores de incautos”. De todos modos, cinco o seis partidos (el de Uribe, que parece el más “ideológico” pero es el más caudillista, la coalición de izquierda y la oficialista Unidad Nacional) captan el 80% de la votación en coaliciones, y en ellos predominan el clientelismo y el personalismo. Como señala el director de Razonpublica.com, hay espacio suficiente para que las mafias que controlan regiones y barriadas “se vistan de políticos y accedan al corazón del Estado” (5).

En suma, a pesar del deterioro general del sistema político colombiano, el gobierno de Santos ha logrado en estos cinco años el mayor avance en el intento de solución política del conflicto armado y ha ido ganando apoyo nacional en esa empresa. No obstante, quedan asuntos cruciales por resolver y problemas del sistema político que obstaculizan la construcción de la paz, en especial en zonas fronterizas.

Apoyo internacional

A diferencia del fuerte enfrentamiento interno, la negociación con las guerrillas ha contado con un pronto respaldo internacional. En septiembre pasado así lo expresaron los presidentes en la Asamblea de la ONU, el papa Francisco y editoriales de periódicos en Estados Unidos, Europa y América Latina. Lo reiteran los gobiernos directamente implicados en la Mesa de La Habana –los países garantes (Noruega y Cuba), los acompañantes (Venezuela y Chile) y los asesores (Uruguay, con la ONU, ayuda a la comisión sobre cese del fuego y dejación de armas)– y los enviados especiales de Estados Unidos, Alemania, la Unión Europea; igual sucede con los países que han servido de sede en la exploración de una agenda de negociación con el ELN (Ecuador, Brasil y Venezuela).

Ese respaldo puede ser leído como un reconocimiento a los esfuerzos por cambiar de parte de una Colombia que, bajo el presidente Álvaro Uribe, era vista como un país perturbador y foco de problemas para la región. Así lo resaltó el propio Santos al hacer un balance de su primer gobierno: “A Colombia la están escuchando, la están viendo como una democracia fulgurante en lugar de un país paria y aislado del mundo” (6). El cambio se ha visto favorecido por la normalización de las relaciones de vecindad, el involucramiento en dinámicas latinoamericanas y caribeñas, la ampliación de nexos con distintos actores internacionales y el despliegue de iniciativas en temas cruciales de la agenda global.

1. “Justicia transicional: el nudo del proceso de paz”, Semana, 23/09/2015.
2. “Los colombianos dicen sí a la paz”, Razón Pública, 12/10/2015.
3. León Valencia, “Las últimas elecciones en medio de la guerra”, Semana, 17/10/2015, y “Los partidos y el Consejo Electoral al desnudo”, Semana, 18/7/2015.
4. Ariel Ávila Martínez, “Resultado de las elecciones y mapa del 2018”, Las 2 orillas, 27/10/2015.
5. “Los avales y las firmas: ¿qué pasa con los partidos?”, Razón Pública, 3/8/2015; Hernando Gómez Buendía: “El voto inútil”, El Espectador, 16/10/2015.
6. Socorro Ramírez, “Política exterior: ¿imagen o realidad?”, Razón Pública, 14/1/2013.


Este artículo forma parte de Explorador Colombia

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* Doctora en Ciencia Política. Fue profesora en la Universidad Nacional de Colombia y coordinadora del Grupo Académico Colombia-Venezuela y de los programas andino-brasileño y Colombia-Ecuador.

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