Apostar a nuestra mejor versión
«Hacerse responsable es reconocer que esto extraño que aparece de noche es algo que me pertenece»
Silvia Bleichmar (1)
«El comienzo de la elaboración crítica es la conciencia de lo que realmente se es, o sea, un ‘conócete a ti mismo’ como producto del proceso histórico desarrollado hasta ahora, el cual ha dejado en ti mismo una infinidad de huellas recibidas sin beneficio de inventario. Hay que empezar por hacer ese inventario»
Antonio Gramsci (2)
La cuestión de la irresponsabilidad en las respuestas ante una crisis se ha transformado en un debate sobre las actitudes de los jóvenes, planteado entre otros por José Natanson en una nota en el Dipló (3). Pero resulta un foco, a mi modo de ver, errado. Mostrar una fiesta electrónica en la playa al tiempo que se olvidan las marchas anticuarentena, el velorio de Maradona o las manifestaciones verdes y celestes, entre muchos eventos multigeneracionales que han obviado las normas de cuidado, esconde un problema detrás de otro.
Me gustaría llevar el debate a otro campo: no el de los jóvenes versus los adultos, sino el debate sobre nuestra relación con las normas en la construcción de nuestra identidad… seamos jóvenes o adultos.
Toda organización social, ya desde la historia más antigua, se ha basado en la construcción de normas, sean o no codificadas. Para funcionar como sociedad, pero para el caso para fundar un club, un partido político, una organización vecinal y hasta un grupo de amigos, se necesita establecer qué es lo que está permitido, qué es lo que está prohibido, qué es lo aconsejable o lo desaconsejado, qué actitudes excluyen del lazo social de apoyo de los demás al amenazarlo. Ser parte de una comunidad no solo es recibir sino también dar, y esto requiere determinados comportamientos.
Es cierto que en algunos casos participamos de la creación de esas normas y en otros nos vienen heredadas de tradiciones previas. Así, a veces las normas dan cuenta de los problemas presentes y otras ya son obsoletas y es necesario cambiarlas. A veces construyen funcionamientos igualitarios y otras definen modos profundamente desiguales u opresivos. Pero ningún agrupamiento colectivo puede funcionar sin normas y comportamientos pautados.
Históricamente, aquellas formas obsoletas, desiguales o represivas han sido enfrentadas colectivamente por grupos que también crearon sus propios sistemas de normas contrahegemónicas e intentaron dar explicaciones acerca de por qué las normas existentes eran o son opresivas, desiguales, alienantes u obsoletas, y por qué otro conjunto de normas resultaban más favorables a la vida en común o a grupos específicos como aquellos que más sufren. No es lo mismo el revolucionario que intenta transformar la realidad que quien solo busca legitimar su falta de disposición a asumir los compromisos que requiere el lazo social, aunque a los dos se los llame –incorrectamente– “rebeldes”.
Una pandemia nueva desatada por un virus desconocido llevó a la necesidad de implementar nuevos comportamientos en todo el mundo: evitar reunirnos en lugares cerrados, circular con barbijos, espaciar los encuentros sociales, limitar el número de miembros de los mismos, autoaislarnos antes de ver a una persona más vulnerable ante el virus, entre otras cosas. Algunas de estas conductas pueden o deben ser regladas por el poder público (el desplazamiento entre jurisdicciones y dentro de jurisdicciones, el funcionamiento o cierre de determinadas actividades económicas y sus protocolos, la prohibición de encuentros masivos, el uso del espacio público), en tanto que otras responden más al compromiso social y a la responsabilidad ciudadana y son difíciles de controlar (autoaislarnos previamente, limitar el número de encuentros, registrar contactos, crear “burbujas”, entre otras).
Los cuestionamientos posibles
¿Cuáles son las críticas a estas nuevas normas?
La primera plantea que estas conductas resultan exageradas en relación a los riesgos de la pandemia y que el daño es mayor al beneficio. Pero los argumentos para intentar probarlo han sido pobres y fueron arrasados por la realidad. Veamos algunos ejemplos: se decía que los muertos eran pocos y que no justificaban semejante esfuerzo (y así llegamos en 9 meses a perder al uno por mil de la población argentina, y seguimos contando); se afirmaba que las consecuencias eran iguales a las de una gripe (para constatar que ni los muertos ni las secuelas lo son); se decía que conseguiríamos la inmunidad de rebaño con el 10 o 15 por ciento de contagiados (cuando, superado ese umbral o duplicado en muchos lugares del país y del mundo, no se consiguió ninguna inmunidad); se sostenía que el virus afecta solo a las personas mayores (cuando se registra un porcentaje de secuelas graves en población de cualquier edad); y se sostenía que las mutaciones volverían al virus menos letal (cuando muestran una letalidad similar y una contagiosidad superior).
El segundo cuestionamiento plantea que esas conductas son muy exageradas porque “no se pueden cumplir”. Lo sorprendente es que el planteo no surge de quienes realmente tienen problemas estructurales para cumplirlas (por no tener apoyos económicos, no poder desarrollar sus tareas sin vínculo social masivo o por vivir en condiciones de hacinamiento, entre otros obstáculos concretos). La crítica proviene de necesidades menos vinculadas a la supervivencia (como el aburrimiento, la necesidad de esparcimiento, la búsqueda del yo y la experimentación, la angustia), es decir cuestiones que muchos sectores sociales en nuestro país tienen negadas durante toda su vida o jamás se pudieron permitir. Si países, provincias o ciudades han logrado situaciones de cuasi supresión del virus, la hipótesis de la “insostenibilidad” del cuidado se cae. En particular porque la supresión del virus permite (como en el período abril-agosto en gran parte de nuestro país) recuperar un estado bastante parecido a la normalidad gracias al esfuerzo realizado en unas pocas semanas.
El tercer cuestionamiento resulta el más conservador: supone que la cooperación desafía a la naturaleza humana porque somos egoístas y solo nos guiamos por el interés individual. No hay que mirar otras sociedades para encontrar el error del planteo. Los análisis de movilidad y de las curvas de evolución de la pandemia nos muestran que hemos tenido todos los comportamientos posibles en la propia sociedad argentina: sectores de la población que nunca se cuidaron, sectores que se han cuidado siempre y otros que han oscilado en distintos momentos, así como muchos que se cuidaron hasta octubre y luego se han relajado. Una de las hipótesis del actual crecimiento de casos es precisamente este relajamiento de sectores importantes que hasta hace poco tiempo atrás se venían cuidando.
No se trata, por lo tanto, de una lógica binaria. Hay grados de cuidado, y la mayor parte de la población se ubica en algún lugar de esa curva de manera dinámica. Lo que se requiere para reducir la tasa de propagación a un R menor a 1 es simplemente desplazar ese gradiente un poco más hacia el lado del cuidado. La pregunta es qué discursos y políticas colaboran con ello y cuáles lo obstaculizan. Facilitarle excusas a quien oscila para inclinarse por el descuido parece la peor estrategia. Valorar y reconocer a quien puede mejorar sus cuidados incide en un sentido positivo.
La disputa por el sentido no es solo racional
Pero las normas no se cumplen por su mera existencia. Así como requieren un aparato de control, también necesitan una legitimación social, que valore tanto su importancia como su necesidad. Dicha legitimación va construyendo la sanción social de quien no las respeta, usualmente tan o más efectiva que la sanción estatal. Un caso muy claro es cómo se ha logrado limitar el uso del tabaco en lugares cerrados. Un caso fallido el intento de aumentar el cumplimiento de las normas de tránsito.
La batalla por el sentido se libra en tres planos articulados: cognitivo, emocional y ético-moral. Qué información aceptamos, qué emociones juegan con mayor fuerza y a qué modelo de comunidad apostamos.
En relación al primero, resulta muy clara la necesidad de luchar contra la infodemia, contra la circulación de información falsa, teorías conspirativas, rumores, campañas, etc. Pero mi percepción es que hoy la disputa en la sociedad argentina no se da solo ni fundamentalmente en ese plano, sino en los otros dos.
En el emocional, se enfrenta la posibilidad de entregarnos al negacionismo y la naturalización o la de sentirse interpelados por el dolor del otro (enfermos graves, personas vulnerables, médicos, enfermeros, trabajadores sociales, militantes, voluntarios en las campañas de vacunación, cajeros de supermercado, docentes, fuerzas de seguridad, cada uno de los que ponen el hombro en el día a día). Podemos dejarnos dominar por el hastío, el cansancio o la impotencia. O, por el contrario, hacerle también un lugar a la vergüenza, como interpelación hacia nuestra propia práctica en la búsqueda de hacernos mejores, de aprender de las flaquezas, de reparar el daño que hacemos con cada uno de nuestros descuidos o debilidades.
En el plano ético-moral confrontan dos modelos de representación de la sociedad que somos, pero sobre todo de la sociedad que queremos ser. Esa sociedad incluye jóvenes de un tipo y de otro, adultos de un tipo y de otro y una enorme mayoría que no sabe, que duda, que puede ser tanto una cosa como la otra, porque todos portamos al egoísmo y a la solidaridad como posibilidades de nuestra estructura emocional y moral, que no se saldan igual en todo momento ni en todo lugar ni ante cualquier evento.
Me pregunto por qué los medios muestran más la fiesta clandestina que la campaña de vacunación, o gente corriendo sin sentido en la playa de Pinamar y no la organización de cuidados en un barrio popular. En las marchas masivas anticuarentena hay más adultos que jóvenes. En las organizaciones de voluntariado, más jóvenes que adultos. Creo, por lo tanto, que no es momento para falsas dicotomías sino para asumir las contradicciones de fondo, que no nos dividen entre jóvenes y adultos sino entre darle espacio a lo mejor que existe en cada uno de nosotros o entregarnos a las peores versiones de quienes podemos ser. Somos capaces tanto de una cosa como de la otra.
En definitiva, como en todo conflicto social, se juega en la cabeza y el corazón de cada uno la apuesta por el tipo de mundo en el que queremos vivir.
1. Vergüenza, culpa y pudor, Paidós, 2016
3. https://www.eldiplo.org/notas-web/que-hacer-con-los-jovenes-irresponsables/
* Investigador del CONICET y profesor UNTREF/UBA.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur