El encadenamiento de la Argentina de 2021
Este artículo forma parte de la edición especial 2001-2021: Tan lejos, tan cerca producida junto con IDAES.
Si sos suscriptor, podés acceder al número completo desde aquí. Caso contrario, podés suscribirte aquí.
En el espacio público, en los debates políticos y en el campo intelectual se multiplican las referencias a la crisis del 2001. No sólo en nombre de la conmemoración, del aniversario. Se expresa la sensación del retorno del pasado. La cuestión del ciclo 2001-2021 no es un tema de balance de dos décadas al azar de un calendario; sí, en cambio, una cuestión de proceso histórico que plantea la sociedad. Y, cuando se formaliza el cuestionamiento, la ambigüedad es inevitable. Las sensaciones, las situaciones, ciertos datos objetivos, como el sobreendeudamiento, la inflación y los niveles de pobreza remiten a las crisis anteriores. Sin embargo, todo es diferente. La sociedad está mucho más organizada, los actores políticos han cambiado, se han modificado ciertas instituciones. Hay como una suerte de encadenamiento causal, de imbricaciones históricas que coexisten con formas sociales diferentes. Más que definir un ciclo político que supone un principio, una evolución y un fin, es necesario dar cuenta de este encadenamiento diferencial, que pueda captar las continuidades y transformaciones institucionales a la par de las modificaciones de las relaciones de fuerza y de los agentes que las ejercitan.
La crisis del 2001 tiene un estatuto histórico y epistemológico singular. Es una crisis total: política, económica, simbólica y jurídica (1). El presidente De la Rúa tuvo que huir en helicóptero de la Casa Rosada ante una verdadera insurrección popular; la relación un peso igual a un dólar se rompió; la sociedad se organizó en comités barriales y los desempleados en grandes movimientos sociales. Las provincias pusieron en cuestión la unión federal y se desmoronaron los imaginarios eurocéntricos. En la calle, un eslogan sintetizó el momento histórico: “Que se vayan todos”.
Diciembre de 2001 funciona como una verdadera bifurcación y a su vez se inscribe en una causalidad significativa: la sociedad que se rebela en 2001 pide una “dignidad” que el modelo de la convertibilidad de 1991 ha dañado al “estabilizar” la moneda. La crisis de hiperinflación de 1989-1991 la había prácticamente destruido. La sociedad, que se recompone después de la crisis del 2001, se inscribe en los pasos de este encadenamiento. Tensiones monetarias, tensiones sobre las formas de organización del trabajo y de la producción, tensiones sobre el sentido de la política.Tensiones que nos permiten relatar la historia de estos 20 años desde sus principales conflictos: las deudas, las violencias, las interpretaciones y representaciones de la sociedad.
Tejido de deudas
La crisis del 2001 tiene una dimensión monetaria central. Todo el régimen económico del 1991 al 2001 se articula alrededor de la convertibilidad. Su ruptura transforma el sistema de deuda tanto en el ámbito financiero como en el del trabajo y en el de la fiscalidad.
Al mismo tiempo que declara un default de 145.000 millones de dólares, el país sale de la convertibilidad y las deudas internas en dólares se transforman por lo tanto en moneda nacional, a una tasa diferente de la devaluación monetaria general. Es lo que se llamó entonces “pesificación asimétrica”. Este momento abre un gran debate sobre el valor de las deudas. Los que habían depositado dólares en el sistema bancario reclaman sus depósitos en moneda estadounidense. Las provincias emiten monedas provinciales para hacer frente a sus obligaciones. Los salarios se derrumban. La pluralidad monetaria, que era una realidad latente, se hace evidente. La cuestión de la deuda pasa entonces a ocupar un lugar central en la vida política. En efecto, mientras que Néstor Kirchner decide liquidar la deuda con el FMI en 2005 y que el país entra en conflicto con los “fondos buitre” bajo el gobierno de Cristina Kirchner, Mauricio Macri contrae la deuda más alta de la historia del FMI. La finalidad de este sobreendeudamiento externo aparece hoy como una enésima tentativa de someter el capital y los trabajadores argentinos a las reglas financieras internacionales, pero al mismo tiempo hace explícito el debate sobre la deuda. Actualmente, el país entero vive al ritmo de la resolución de acuerdos con el FMI. La inflación, las tasas de cambio, las reservas de dólares necesarias para sostener las importaciones dependen de esta definición. Esta centralidad de la cuestión financiera en la sociedad argentina tiene una relación de causa-efecto con el mundo del trabajo.
Desde 1995, el desempleo se instala en Argentina y alcanza casi el 27% al estallar la crisis del 2001. Veinte años más tarde, esta cifra es incalculable. Cerca del 50% de la población está en la informalidad laboral. Durante el kirchnerismo se crearon seis millones de empleos que permitieron frenar la degradación de la sociedad asalariada, pero no invertir el proceso.
La estructura del mercado del trabajo es tal, que hoy existe la misma cantidad de trabajadores privados activos (6,5 millones) y un ligero aumento de trabajadores públicos (3,5 millones) que en los años 70. Pero con el doble de pasivos. El crecimiento de la población y la ausencia de regulación de las nuevas formas de trabajo hace que, en 2021, diez millones de personas en edad de trabajar no estén captadas por los dispositivos estadísticos, y menos aun por las instituciones salariales. Trabajan (nadie en Argentina puede vivir únicamente de planes sociales), pero no tienen instituciones que permitan una valorización efectiva de su trabajo. Se han desinstitucionalizado, lo que no significa que no estén inscriptos en una relación social (2).
En otros términos, la deuda que constituye el trabajo (3) no está valorizada por operaciones sociales y es, entonces, objeto de conflictos recurrentes. Sin embargo, esta falta de institucionalización del trabajo ha ido de la mano de la organización sindical de los desocupados, en el marco de lo que se llama “los movimientos sociales” y “la economía popular”.
Este desplazamiento del conflicto social asalariado al conflicto social de valorización tiene su corolario en el plano fiscal. En efecto, la crisis de la institución salarial no permite el buen funcionamiento de los procesos de distribución de la riqueza. Provoca, por tanto, procesos de redistribución a través del salario indirecto o de las transferencias monetarias por parte del Estado.
En todos los casos, estas políticas, que han permitido disminuir la pobreza y sostener el consumo, como la asignación universal por hijo (AUH) o la jubilación universal, engendran la necesidad de aumentar la captación fiscal (para los gobiernos kirchneristas) o de reducir los gastos (para el gobierno macrista).
De hecho, en el período 2001-2021, se producen tres grandes conflictos sociales ligados a cuestiones fiscales. El conflicto con “el campo” en 2008, alrededor de las retenciones móviles, que inaugura una tensión, todavía pendiente, entre el kirchnerismo y los sectores de la agroproducción. Un segundo conflicto está relacionado con el impuesto a las ganancias. Fue, en este caso, con el sindicalismo y llevó en su momento a una ruptura de relación con el gobierno. Un tercer conflicto surgió durante el gobierno de Macri, cuando éste pretendió reformar el sistema de jubilaciones (en este caso para disminuir el gasto fiscal). Todos estos conflictos dependen de la tensión entre ingresos y gastos públicos en una sociedad donde las deudas financieras y laborales están incluidas en regímenes conflictivos. La redistribución se vuelve central para los gobiernos progresistas, y la disminución de los gastos prioritaria para los gobiernos neoliberales.
Esta tensión, persistente a lo largo de los últimos veinte años, se basa en una cuestión, un debate, una discordancia: ¿cómo contabilizar las deudas?, ¿quién le debe a quién y cuánto?, ¿cómo se plantean los deberes y las obligaciones?, ¿quién puede decidir endeudar o no? Preguntas que se plantea toda sociedad jerarquizada. Pero, en Argentina, desde la crisis de 2001, el sistema general de deuda no está estabilizado, tanto en el plano financiero como laboral o fiscal, y esta tensión es central y explícita. Y está en el centro a su vez de cómo se plantea el tema de la violencia, en particular la de género.
Tejido de violencias
Fenómeno singular a nivel mundial, Argentina estuvo a la vanguardia de la organización del conflicto de género. En efecto, el 8 de marzo de 2015, diferentes colectivos feministas organizan una manifestación para denunciar y enfrentar los crímenes machistas. Su eslogan es “Ni una menos” y denuncia el asesinato de mujeres por el mero hecho de ser mujer. Este concepto se traducirá en derecho con la creación legal de la figura de “femicidio”. El feminismo rápidamente se articula con el conflicto financiero y laboral, denunciando las deudas (“Desendeudadas nos queremos”) y promoviendo la huelga mundial de mujeres el 8 de marzo de 2017.
La crisis de la institución salarial no permite el buen funcionamiento de los procesos de distribución de la riqueza.
Este conflicto social, articulado en el tejido de las deudas, tiene una gran potencia transformadora y la virtud de la explicitación. En efecto, este movimiento subraya el carácter central de la violencia en la dinámica social, donde el desfasaje entre la subjetividad masculina y la realidad socio-económica es considerado, por ciertas autoras, como una de las llaves de interpretación de esta violencia. “La falta de correspondencia entre las posiciones y las subjetividades en este sistema articulado, pero no completamente consistente, produce y reproduce un mundo violento” (4).
Las feministas consiguen así nombrar la violencia, lo que es, en sí, una proeza en un mundo occidental que la niega, en una organización económica que la disimula. Porque, finalmente, el sistema general de la violencia está conectado con las formas de regulación de las deudas que valorizan o desvalorizan a las personas en una sociedad. Por esta razón, las feministas van a producir efectos de movimientos de la sociedad suficientemente potentes para desestabilizar una gran parte del orden simbólico en Argentina, ya perturbado por una crisis global de interpretación de la realidad.
Crisis de interpretación y de representación
El kirchnerismo estructuró, como uno de sus conflictos centrales, el de los medios de comunicación, enfrentándose particularmente con el Grupo Clarín. En el espacio público se traduce por el eslogan “Clarín miente”. Los efectos de polarización que tiene este conflicto extienden la sospecha de la mentira al conjunto de los medios de comunicación: el periodismo en el banquillo de la desconfianza social.
No es el único elemento que pone en duda las referencias públicas oficiales. Durante el kirchnerismo, además de los datos del INDEC, circulaban cerca de veintisiete índices diferentes para medir la inflación. El objetivo del gobierno era, en ese entonces, pagar menos deuda, indexada sobre la inflación. Esto tuvo como efecto una crisis de confianza en la palabra pública.
A esto se añade, en particular con el gobierno de Macri, un uso político de la justicia con montajes de juicios públicos contra centenares de funcionarios del gobierno anterior. Esta práctica, llamada “Lawfare”, que se utilizó también en Brasil contra Lula, tiene evidentemente efectos políticos profundos en términos de crisis de confianza institucional. Así, se articula con la crisis mediática y la crisis de las cifras públicas. Los que “dicen el derecho” (juri dicto) están totalmente cuestionados.
El balance en el plano simbólico es preocupante. Los mecanismos sociales de autorización de la palabra están cuestionados. ¿A quién creer? ¿Qué creer? La “posverdad” en Argentina es el fruto de la destrucción de instituciones que estabilizaban la interpretación del mundo. Cómo no advertir los peligros que esto conlleva para la representación política.
Las elecciones legislativas de 2021 dejan en este sentido varias enseñanzas. Una de ellas es el desbordamiento por la extrema derecha de Javier Milei, cuyo discurso de odio, anti “casta política” como él mismo la define, es menos inquietante que su cuerpo enojado. Un significante que expresa tan bien el significado de su apellido, “Mi-ley”. Así, es la experiencia individualista contemporánea que capta el 17% del voto de la Ciudad de Buenos Aires, particularmente el de los más jóvenes.
En el centro, lo que el mundo mediático ha llamado “la grieta”. Este concepto pretende dar cuenta de una polaridad estabilizada, bajo la forma de alianzas de partidos políticos: Juntos por el Cambio y el Frente de Todos. De hecho, expresa el problema de la representación política en un mundo no interpretable. La pandemia, este proceso social de encierro, este conflicto sin enemigos a los que culpabilizar o responsabilizar, esta sucesión de días, donde se cuentan los muertos sin poder velarlos, sólo ha contribuido a profundizar la crisis de sentido. ¿Cómo representar un mundo que no se puede explicar?
Desencadenar Argentina
El proceso 2001-2021 no es un ciclo. Es un encadenamiento diferencial que construye un tejido de deudas que profundizan las violencias sociales y ponen en crisis la interpretación y la representación de la sociedad. El análisis conciso de este proceso evidencia una sociedad que aún vive bajo las reglas de los años 90, por lo menos en lo que concierne al sistema financiero fiscal, salarial y político.
Argentina está encadenada por sus instituciones, mientras que las fuerzas sociales quieren mover la sociedad. Lo consiguen, en cierto modo. Fue el caso de los feminismos y de la economía popular.
Pero estos movimientos de sociedad no pueden reducirse a la idea de un nuevo pacto o contrato social. Cuando la sociedad quiere desencadenarse no es una cuestión contractual o de diálogo. Se trata de dejar que la organización social instituya las reglas acompañando el movimiento de una sociedad que, felizmente, todavía tiene un profundo deseo de justicia social. Es asumir que hay que dejar que la sociedad exprese sus contradicciones. En una Argentina donde la interpretación de la realidad social no está estabilizada, donde los que pretenden hablar “en nombre de la sociedad” no tienen legitimidad, donde las violencias son explícitas, donde las deudas sociales están visibilizadas, nadie puede substituirse a los procesos colectivos.
1. Alexandre Roig, La moneda imposible. La convertibilidad argentina de 1991, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2016.
2. Pablo Chena y Alexandre Roig, “L’exploitation financière des secteurs populaires argentins”, Revue de la Régulation, 2018 (http://journals.openedition.org/regulation/12409).
3. Véase Marcel Mauss, Essai sur le don. Forme et raison de l’échange dans les sociétés archaïques, PUF, París, 2007.
4. Rita Segato, Las estructuras elementales de la violencia, Prometeo, Buenos Aires, 2017.
* Sociólogo. Profesor e investigador (UNSAM). Presidente del INAES. Este texto ha sido adaptado de la Olivier Dabène (director), “Etudes du CERI, Amérique latine 2021”, del Centro de Investigaciones Internacionales de Sciences Po.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur