“Yo intento partir de las víctimas y de sus propias categorías”
En toda obra –libro, película o teatro– siempre hay una escena donde se detiene el tiempo. Ahí, el momento que lo condensa todo, donde está –uno tal vez especula– esa pulsión inicial que condujo a su autor a realizarla. Una escena que no necesariamente aparece al comienzo o al final, o no siempre tiene un lugar privilegiado. En el último libro del historiador Carlo Ginzburg, Aún aprendo, recientemente publicado en nuestro país por Fondo de Cultura Económica, esa escena está en el capítulo dos. Se refiere a su vida –porque en realidad éste es un libro que habla de ella, que recorre su trama biográfica intentando dar cuenta de todo aquello que fue alimentando su pensamiento–, o más precisamente a su infancia. Es el verano de 1944 y Ginzburg, que para entonces era tan solo Carlo, tiene 5 años y está escondido con su abuela y su madre, la célebre escritora Natalia Ginzburg, en Florencia. Llevan años de persecución. Ahora son los alemanes, antes Mussolini. Y entonces la abuela formula una sentencia que quedará guardada en su memoria: “Si te preguntan cómo te llamas, debes responder Carlo Tanzi”.
“Entendí el significado de ese momento solo de manera retrospectiva. La aparente paradoja, es decir el efecto que me produjo que me dijeran no mencionar mi nombre judío, fue que para mí se volvió una instancia determinante para comprender mi pertenencia y cómo estaba vinculado ese ser judío a la persecución”, explica muchos años después en este diálogo con Le monde diplomatique desde su casa en Italia. Y es que, en efecto, Ginzburg creció en una familia que tuvo que aprender a convivir con un apellido prohibido. Su madre, Natalia, necesitó cambiarlo para poder difundir sus ideas, y escribió su primera novela bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte. Su padre, Leone Ginzburg –referente intelectual en la Italia de los años 30 y tenaz opositor al régimen fascista– finalmente fue encontrado muerto en la celda de una prisión romana tras haber sido detenido y torturado por los nazis en febrero de 1944, ahí muy cerca de la escena que cita el libro y que viene a describir mucho tiempo más tarde su interés por los oprimidos.
En ese camino Ginzburg también se encargó de revisar la historia, los modos para abordarla y pensarla. Es así como nació El queso y los gusanos, uno de sus libros más conocidos, que dio pie a lo que se conoce como el paradigma indiciario, una suerte de arqueología que encuentra en un dato, un objeto o un personaje las huellas para revisar el pasado. José Emilio Burucúa lo definió como “un historiador, pero que no es solo un hermeneuta de las fuentes sino que descubre seres y cosas”. Ante la afirmación, Ginzburg se ríe: “Es un gran amigo y es muy generoso. En realidad, lo que intento es rescatar las voces que emergen de esas evidencias extraordinarias y trato de usarlas con el objeto de transmitir su riqueza”.
En una entrevista se detuvo en la importancia de las víctimas asegurando que no están exentas de responsabilidad para la Historia. ¿A qué se refería?
Bueno, yo comencé desde ese vínculo emocional y pulsional, en esa necesidad de rescatar y dar voz a las víctimas. Mucho tiempo después, incluso luego de pasar mucho tiempo estudiando las prácticas de la Inquisición, me doy cuenta de esa contigüidad intelectual entre mi abordaje como historiador y el de los inquisidores, porque después de todo ellos trataban de entender las prácticas heréticas… Obviamente lo hacían a través de categorías y métodos muy cuestionables, utilizando la tortura para obtener respuestas, aunque fueran respuestas erradas. No obstante, uno muchas veces como historiador también se guía por la intuición… Recuerdo que una vez me encontré con un caso muy llamativo de un juez –en este caso era un obispo italiano, que su vez era un gran filósofo– que intentaba entender las confesiones de dos mujeres campesinas. Él habla de eso en un sermón –nosotros tenemos el sermón en latín, porque la versión original se perdió–, y a mí me conmocionó mucho cómo de alguna forma ese obispo intenta rescatar las creencias de esas dos mujeres.
¿En qué sentido?
Ellas hablaban de una aparición, que incluso llaman Richella –que en italiano suena muy parecido a ricchezza, riqueza, en español–. Justamente esta diosa se les había aparecido para prometerles riquezas… ¿Y por qué lo cito? Porque después de todo, los historiadores, cuando intentan entender la otredad, a ese otro, de alguna manera atraviesan esas voces por la propia lengua e ideología. ¿Es posible llegar a esa creencia? Esto lo analizo en un ensayo, Nuestras palabras y las suyas, porque realmente me intrigaba esta dualidad, cómo es posible como historiadores partir de categorías anacrónicas cuando es imposible rescatar las categorías propias de los actores. Creo que esto es crucial. Pero es algo que se traduce también en la vida social. Es decir, estamos atravesados por ideologías, trayectorias profesionales, el género…pero aun así el diálogo es posible.
Es aquí donde aparecen también las biografías, que es algo a lo que presta mucha atención. Pienso por ejemplo en su trabajo sobre Hobbes, cómo llega a su teoría a través de un recorrido por su historia de vida.
Diría más bien su trayectoria intelectual. Realmente eso me fascinó. Leí Leviatán y me fascinó. Pero luego comencé a trabajar sobre sus primeros ensayos, sobre todo su visión de la historia y particularmente su análisis sobre la peste en Atenas. Algunos, de hecho, han planteado que estuvo inspirado en ese hecho, es decir que el desorden creado por la plaga de alguna forma se vincula a lo que él luego define como el estado de naturaleza. Pero cuando empecé a analizar las traducciones pude observar otro dato. En una traducción que realiza Hobbes de Tulcíades, agrega un verbo, awed (“Hobbes traduce “Ni el miedo a los dioses, ni el respeto a las leyes humanas atemorizaba –awed– a ningún hombre”). Tulcíades hablaba de “contener”. De modo que esa ambivalencia con el miedo se encuentra en el centro de interpretación del poder político moderno. Y al final de mi ensayo imagino una situación, por ejemplo la contaminación ambiental. Pensemos en un escenario donde sea tan dañina que los sobrevivientes en el mundo vivan amenazados. Es una imagen que representa el poder global de una forma mucho más fehaciente, más fuerte que el Leviatán de Hobbes…
En realidad describe una situación que hoy se puede ver claramente.
Bueno cuando escribí esto, Miedo, reverencia, terror. Releer a Hobbes hoy, era el 2010. Justamente cuando comenzó el COVID, me pidieron la traducción al francés de esa pieza, planteando algo así como releer a Hobbes en tiempos de pandemia. La verdad que jamás pensé que esa reflexión iba a asumir esa actualidad.
¿Y cómo sería esa relectura?
La crisis ambiental como objeto de intervención política, pero de forma necesaria.
Bueno, al respecto se suele comparar mucho este momento con los años 20, por ejemplo, sin perder de vista cómo de ese momento tan crítico emergieron los fascismos…
Creo que hay una tendencia a comparar siempre con el pasado, pero estamos ante un evento tan amenazante que aún no sabemos cómo terminará. De hecho, vengo reflexionando y escribiendo sobre esto, preguntándome cuál es realmente la diferencia con otros momentos históricos. Y creo que la diferencia más grande es el hecho de que hoy somos capaces de contar con información y seguir lo que está pasando, pese incluso a que esa información muchas veces sea insuficiente o deformada. Aun así, sabemos lo que está pasando en tiempo real. La tecnología hace una diferencia. Y creo que los historiadores reflexionarán sobre esto para entender los factores cruciales de este acontecimiento.
¿Podemos hablar de un cambio de paradigma, o un momento de crisis que signifique una enorme transformación social?
Cuando cayó el Muro hablaron del fin de la historia. Creo que ese tipo de afirmaciones son erradas, no las puedo tomar en serio. De hecho, eso no pasó y ciertamente uno puede tener cierta fantasía oscura en lo que respecta a un Leviatán global mucho más poderoso alimentado por la necesidad de controlar el daño ambiental, pero tal vez eso nunca suceda. La amenaza, nadie lo puede negar, es tan grande que implica correlatos impredecibles.
Citaba a Fukuyama. Pienso también en los 70, donde la crisis del marxismo generó todo tipo de reflexiones teóricas… ¿Cuál es el pensamiento que define este momento? ¿No estamos ante cierto vacío de ideas?
Pero, ¿es necesariamente el silencio peor que una teoría mala? Tal vez si pensamos que eso solo alimenta una reacción inarticulada. No obstante, me atrevería a decir que la novedad hoy es el contexto, hemos atravesado pandemias en el pasado, pero las condiciones han cambiado. Y eso es una novedad. ¿Qué significará? Aún no lo sabemos.
En su último libro se detiene en esa escena donde los están persiguiendo los alemanes y cómo influyó en su estudio sobre la persecución de brujas. Fue ahí que “devine judío” dice…
Sartre, en Reflexiones sobre la cuestión judía, justamente aborda este tema, cómo ese devenir aparece marcado por la opresión. Me acuerdo que cuando leí su ensayo pensé que era una interpretación un poco unilateral. No obstante, en mi caso era totalmente cierto. Podemos hablar de una trayectoria si quieres. ¿Qué aporta la experiencia propia? Es algo que atraviesa la memoria, y poder dar cuenta de ese momento de mi vida, cómo me atravesaba, hizo mucho sentido.
¿Es necesariamente el silencio peor que una teoría mala? Tal vez si pensamos que eso solo alimenta una reacción inarticulada.
En un reportaje mencionó que a los 20 años ya había tomado la decisión de que “iba a ser historiador, que iba a investigar sobre el sabbat de las brujas e iba a hacerlo desde el lado de las víctimas”. ¿De ahí salió esa certeza tan temprana?
Creo que es una decisión que aborda muchos aspectos, algunos consientes y otros inconscientes. Justamente aquellos elementos inconscientes se relacionan a esa experiencia que recién mencionaba. Es decir, el efecto de no haber asumido entonces cómo esa condición había impulsado en realidad mi interés hacia las prácticas heréticas y a la condición de las víctimas, creo que es muy interesante. No haber asumido esa conexión tan obvia, expone el funcionamiento de ciertas estrategias inconscientes y su efectividad. En cuanto a la dimensión consciente citaría una película, hay un film del director danés Carl Theodor Dreyer, que se titula Dies Irae –en español El juicio final– que se basa en un juicio inquisitorio, una mujer es acusada de ser una bruja. Recuerdo que vi esa película a los 18 años y había un momento muy paralizante, donde esa mujer está sentada en una silla y del otro lado hay grupos de hombres que no gritan, tan solo miran a la presunta bruja. A mí esa escena me resultó enigmática, cómo refleja la idea de la “caza de brujas” como una actividad totalmente racional.
Y después se encontró con Antonio Gramsci y sus cuadernos…
Pero también sucedió que me di cuenta más adelante, de hecho escribí sobre eso. Hay algo excepcional en esos cuadernos, y es cómo él piensa las condiciones del fascismo a través de una lengua que está evitando la censura de ese fascismo, pero logra utilizar nociones que implicaban el lenguaje de la Tercera Internacional. De esta forma, por ejemplo, él usa la categoría de clase subalterna, no habla de proletariado. Pero a su vez eso tuvo un efecto, porque la categoría de clase subalterna puede incluir por ejemplo a los campesinos de la India, que no los hubiera incluido el otro término.
Referido a estas cuestiones del discurso en El juez y el historiador justamente cuestiona lo que podríamos considerar como cierto abuso de la categoría de “representación” en las ciencias sociales. ¿Se trata frente a ello de recuperar la experiencia?
Ese proceso judicial (Ginzburg allí toma la defensa de su amigo Adriano Sofri, acusado de ser uno de los autores intelectuales del asesinato al comisario Luigi Calabresi en 1972, y revisa la dimensión procesal estableciendo una analogía con las prácticas de investigación histórica) era un caso que en realidad podría aplicarse a otros, más allá de las fronteras. Allí encontré una brecha entre lo que podríamos denominar las expectativas de los inquisidores y lo que decían los testimonios. Y creo que esa brecha era crucial. Además la riqueza de esos documentos creo que plantea una cuestión central para los historiadores: no todas nuestras preguntas necesariamente pueden ser respondidas con evidencia que sobrevive, por eso creo que si no elaboramos conjeturas e hipótesis estamos perdidos. El problema es no convertir esas hipótesis en pruebas. Ahí está la tensión y la distinción.
No todas nuestras preguntas necesariamente pueden ser respondidas con evidencia que sobrevive, por eso creo que si no elaboramos conjeturas e hipótesis estamos perdidos.
Al respecto, me cuesta encontrar esa tensión que le suelen atribuir con Foucault. En definitiva, los dos huyen del determinismo marxista e intentan recuperar al sujeto.
Bueno, hace un tiempo escribí una reseña de Historia de la locura, de Foucault. Obviamente era un trabajo destacable. No obstante, no veía en él un interés por las personas que la padecían, pese a que citaba todos aquellos volúmenes y manuscritos que permanecen en la Biblioteca Nacional registrando los delirios y las fantasías registradas siglos atrás. Entiendo, no estaba interesado específicamente en eso, creo que su mirada apunta al gesto de la opresión. Y eso es algo que incluso se mantiene en sus trabajos posteriores; tomemos por ejemplo su ensayo sobre Pierre Rivière, él no tenía un interés particular en Pierre Rivière. Creo que la dimensión ideológica cobra en él tanta fuerza… Y ahí es donde yo tomo una distancia, porque lo que yo intento es partir de esas víctimas y de sus propias categorías.
* Periodista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur