EDICIÓN 268 - OCTUBRE 2021
MOVIMIENTOS TECTÓNICOS EN LAS BASES DEL SISTEMA

La crisis de la locomotora peronista

Por Julio Burdman*
En las últimas elecciones, la solidez y continuidad del voto peronista, una de las certezas de la democracia argentina, se resquebrajó, planteando interrogantes acerca de la representación política nacional. El fragmentado peronismo realmente existente no encuentra un liderazgo nacional que proponga una estrategia que no sea sólo defensiva.
Manuel Cortina

Las PASO del 12 de septiembre fueron una catástrofe electoral para el peronismo. Pase lo que pase en las próximas elecciones de noviembre, ya se rompió algo en la sociología electoral argentina. El Frente de Todos perdió millones de votos, y por primera vez en la historia, no había otra opción pan-peronista para capturar a los disconformes. No estaban los frepasistas, ni los duhaldistas, ni los massistas. Los primeros estudios de inferencia ecológica –una técnica estadística que se utiliza para estimar el fenómeno de la transferencia de votos, basada en comparaciones de resultados desagregados por escuela o mesa electoral– indican que los apoyos que el peronismo perdió entre 2019 y 2021 se dispersaron por todos lados; la izquierda, la derecha, el voto en blanco, la no concurrencia y Juntos por el Cambio. Todos sumaron, en una suerte de anarquía sociopolítica, millones de votos que habían acompañado a la fórmula Fernández-Fernández dos años atrás.

La solidez y continuidad del voto peronista, una de las certezas de nuestra democracia, punto de apoyo para pensar la política en nuestros clásicos términos de peronismo vs. no peronismo, se resquebrajó. Se asoma algo nuevo en el horizonte, que interpela a los actores que construyen el teatro de la política. Esto plantea interrogantes de cara a las elecciones legislativas por venir, la gobernabilidad del Frente de Todos en 2022, y cómo todo esto se proyecta hacia las presidenciales de 2023. Pero sobre todo, nos invita a repensar lo que sabemos acerca de la representación política en Argentina. Resulta paradójico que el peronismo, el partido de la justicia social, pierda apoyo electoral en medio de una de las mayores crisis de pobreza e ingresos que recordemos. Aunque la política aún luzca relativamente ordenada alrededor de dos coaliciones principales, podemos estar asistiendo a movimientos tectónicos en las bases del sistema.

El grito peronista de Cristina

El terremoto en el gabinete fue precedido de un conflicto de interpretaciones sobre la elección. Para Cristina Kirchner, la derrota del oficialismo en las PASO fue mucho más grave de lo que Alberto Fernández y sus colaboradores “atornillados a los sillones” estaban queriendo ver. El justicialismo había obtenido la menor cantidad de votos de su historia, y así y todo, el lunes 13 de septiembre se le escuchó a algún funcionario albertista decir que lo que había sucedido no era tan grave. Después de todo, argumentaba, fue una primaria de una elección legislativa de mitad de mandato. Y, encima, durante una pandemia que había hecho perder elecciones a todos los oficialismos de América y Europa; había que aceptarla desde la continuidad de nuestros cargos, haciendo las cosas lo mejor posible. El albertismo realmente existente no es una corriente política: es, o era, un funcionariado. “Fui, soy y seré peronista, y por eso sabía que no podíamos ganar”, respondió furiosa la Vicepresidenta a la indolencia gubernamental frente a la derrota. Los votos, para ella, son la razón principal. Y su Presidente designado, ahora devenido en un no-peronista, pretendía ignorar el mensaje de los votos.

Casi desde sus comienzos, la peronicidad del gobierno de Alberto Fernández estuvo puesta en duda. Y no solo por su inentendible reivindicación de Raúl Alfonsín, el padre de la democracia que más esfuerzos hizo para matar al justicialismo. Peronísticamente, lo más cuestionable del funcionariado albertista fue su escasa sensibilidad para con las demandas de la calle. Lo que incluye, por supuesto, a sus propios votantes. La pandemia fue la cuarentena del funcionariado. Un gobierno peronista puede darles de beber una medicina amarga a sus votantes, pero nunca desconocer lo que éstos creen y sienten. En todo caso, se los espera con una cucharada de helado para compensar el mal trago que se les acaba de propinar. Separación circunstancial puede ser, divorcio jamás.

Casi desde sus comienzos, la peronicidad del gobierno de Alberto Fernández estuvo puesta en duda.

Pero Alberto no solo encabezó un gobierno de ajuste y austeridad, sino que abrazó con pasión todas las causas impopulares que le ponían sobre la mesa. Y colocándose siempre a la vanguardia de la impopularidad. Como ocurrió con el cierre prolongado de las clases presenciales, que su propio ministro de Educación, despechado por su remoción, ahora reconoce como irracional. Un gobierno decidido a perder elecciones y que, para colmo, creía que iba a ganar. Eso dijo Cristina Kirchner, subiéndose al tren de las críticas al Presidente que ella misma eligió. Y fue por eso que propuso un gabinete, digamos, más peronista: buscó entre aquellos que no habían perdido, y que por lo tanto no desconocían lo que pasaba afuera. Los ganadores territoriales, y los que venían advirtiendo que la cosa iba mal.

Esta movida admite varias lecturas. Los ganadores locales como Manzur o Insaurralde, y los inocentes de la derrota como Aníbal Fernández o Julián Domínguez, lucen como un peronismo remanente, reserva posible de votos, que ahora maneja resortes del poder administrativo del Estado. Pero también fueron convocados a la mesa de la responsabilidad. Manzur e Insaurralde ostentan el mérito de haberse arremangado en un momento complicado, renunciando a la comodidad de gestionar presupuestos territoriales sin asumir la culpa de lo que funciona mal.

Si mirásemos estos movimientos con ojos y categorías previas a la catástrofe del 12 de septiembre, tanta cesión de poder luce sospechosa. ¿Acaso Cristina Kirchner estará creando una estación intermedia, quemando a sus adversarios internos como paso previo a una kirchnerización total del oficialismo? Sin dudas, todas estas especulaciones de tono House of Cards serían hipótesis interesantes para desmenuzar, si Cristina Kirchner y Alberto Fernández no estuvieran aún sufriendo las duras consecuencias de la derrota. Hoy no hay tiempo ni espacio para jugadas de ajedrez: asediado por una crisis existencial, lo poco que puede hacer el oficialismo es unir fuerzas para evitar un naufragio general.

La duda sobre la representación

En su historia de largas décadas el peronismo había sufrido todo tipo de crisis, pero nunca una de representación electoral. Su mito post 1955 se construyó sobre la base de que era necesaria una intervención violenta para evitar que toda esa masa de votos se transformara en un gobierno. Un peronismo sin votos fue una criatura poco imaginada.

Finalizada la dictadura procesista, las numerosas crisis del peronismo fueron desacuerdos entre dirigentes sobre cómo representar esos votos. Y 1983 fue un verdadero parteaguas en el movimiento: la derrota en manos de Alfonsín significó la construcción de una nueva República Argentina, que admitía al justicialismo como partido pero ya no se basaría en los principios sociales de la Constitución de 1949. La revolución pendiente del peronismo no se iba a consumar. El partido se divide entre ortodoxos y renovadores hasta que surge el menemismo, una fuga hacia adelante que sintetiza aquel debate y lo transforma en un movimiento justicialista liberal. Sin embargo, la síntesis fue provisoria. Desde mediados de los 90, la constante del peronismo fue su división. Menem en el gobierno vivió la escisión progresista del Frepaso y la liberal de Cavallo-Beliz, mientras puertas adentro su enfrentamiento con Duhalde era el tema dominante. Y ya en los años 2000 siempre hubo varias opciones peronistas de implantación nacional compitiendo en el cuarto oscuro. El kirchnerismo supo unir a la mayoría de los peronistas, pero siempre dejó a algunos afuera. La existencia de diversas “terminales” pan-peronistas fue un recurso que los gobiernos justicialistas, tanto nacionales como locales, supieron aprovechar bien. Para ganar elecciones y para gobernar.

Ese ciclo de veinticinco años finalizó con el nacimiento del Frente de Todos, una idea surgida de la fraternidad entre el peronismo porteño y el kirchnerismo conurbano. En el germen de este frente electoral y gubernamental apareció un elemento extraño, pocas veces registrado en la historia del peronismo: el temor al adversario electoral. Muchos de los protagonistas de la mentada “unidad”, con quienes pude conversar, caracterizaban al macrismo como un actor político avasallante, culturalmente hegemónico, potencialmente invencible, cuya molienda electoral demandaba no escatimar ningún esfuerzo en materia de aliados y tácticas de campaña.

De esta forma, se invirtieron los términos del conflicto peronista: del enfrentamiento entre los dirigentes acerca de cómo representar a la gran masa de votantes, a la concentración desesperada de funcionarios experimentados para formar un frente que garantice los votos. El resultado quedó a la vista: una alianza antimacrista, rosquera, defensiva, sin plan de gobierno ni visión de futuro.

El antimacrismo frentetodista fue tan incomprensible como su enamoramiento del progresismo porteño. Ambas inclinaciones políticas pueden ser muy loables, pero ninguna se correspondía con la realidad del peronismo realmente existente. Desde tiempos inmemoriales, las investigaciones de campo muestran que el votante peronista promedio es afecto a la seguridad pública, la gobernabilidad y las necesidades económicas satisfechas; tiene más de conservador social que de reformista cultural. Pero ante el vacío programático del Frente, el progresismo porteño se convirtió en una fuente de discursos y propuestas. En política, muchas veces gana quien ya tiene los documentos listos, impresos y anillados.

En cuanto al macrismo, lo curioso del temor a su hegemonía es que éste subsistía en pleno 2018, cuando el gobierno de Mauricio Macri ya estaba económicamente abatido, suplicante del FMI, imposibilitado de reelegir. Pero los artífices porteños de la unidad seguían pidiendo a sus escribas más y más consignas contra el enemigo imaginario, avasallante y reeleccionario. Tuve que preguntar: ¿realmente era genuino ese temor, o solo una estrategia para convocar a todos los peronistas sueltos y movilizar a los votantes? Recibí una mirada extrañada: sí, era en serio.

Después del temblor

La estrategia de la unidad defensiva terminó de hacer eclosión el día en que el experimento frentetodista sólo cosechó 30% de los votos, sin terminales alternativas a la vista, y con la carga de responsabilidad histórica que supone haber dispersado el bloque electoral peronista. Cristina recordó sus orígenes, y puso el grito en el cielo para defender el legado de Perón: no es de peronista perder elecciones ni divorciarse del sentimiento popular. Pero tampoco es de peronista el temor a perder elecciones, ni renunciar a una buena interna. El verticalismo de las terminales pan-peronistas era después de votar, no antes. No es de peronista armar un Frente de Todos.

De cara al futuro, el problema es adonde irán a parar todos esos votantes. Las estrategias de la “remontada electoral” rumbo a noviembre vislumbran la recuperación de algunos puntos porcentuales, con foco en distritos clave. Y no es imposible que suceda. Grito cristinista mediante, el gobierno finalmente reaccionó. Y corre con la ventaja del boxeador tumbado: ya cayó bien abajo, ahora solo le resta levantarse. No obstante, la pregunta subsiste. No se han perdido algunos pocos puntos porcentuales: fueron veinte, si no más.

El peronismo realmente existente es un conjunto de fragmentos que se desenvuelve en redes territoriales, gobiernos locales, organizaciones sociales, y que se ordena periódicamente detrás de una locomotora electoral nacional. El fantasma que agitó el magro 30% es que la locomotora no funcione. Tal vez entre al taller para un prolongado período de refacciones, o tal vez no arranque más. Pero eso no quiere decir que los vagones del peronismo vayan a desaparecer. Para que ello suceda se necesita un reemplazante, y no hay ninguno a la vista. Lo que sí está en crisis es la locomotora, llámese Frente de Todos, peronismo porteño o kirchnerismo conurbano. Mientras tanto, los vagones del peronismo están haciendo sus planes.

Los peronismos locales (provinciales, municipales) y los sindicatos tienen una gimnasia histórica para lidiar con la ausencia de liderazgo nacional: se repliegan sobre sí mismos, y se preparan para negociar con el nuevo orden. El auge de los provincianismos, siguiendo el modelo cordobesista –inspirado, a su vez, de varios provincianismos precedentes– es una tendencia generalizada, y creciente. Por su parte, la mayoría de los sindicatos mantiene relaciones fluidas con los dirigentes de Juntos por el Cambio. Un dato estructural del sistema partidario argentino actual es la gran cantidad de dirigentes de extracción peronista que tiene Juntos por el Cambio, que se han especializado en la negociación federal y social. Magísteres en peronismo a disposición de la administración pública nacional.

Más intrigante es el futuro del componente más reciente del archipiélago peronista, que son los movimientos territoriales de desocupados y pobres estructurales. Los llamados “movimientos sociales”, una etiqueta de otra época que tal vez merece mayor precisión. Durante los cuatro años de Cambiemos, los movimientos hicieron un aprendizaje importante, gracias al cual mejoraron sus relaciones institucionales con el conjunto de las instituciones y corrientes políticas, y perfeccionaron sus métodos de negociación y asignación de planes. Son cada vez más autónomos de la política, y más necesarios para garantizar el imperio de la ley.

Notoriamente, los gobiernos nacional y bonaerense del Frente de Todos no abordaron esta cuestión en profundidad. A pesar de contar con los recursos económicos, administrativos e informáticos de los dos Estados –la gobernabilidad territorial es un gran sistema de información–, las gestiones frentetodistas administraron la emergencia social rendidas a los movimientos, y con modelos de negociación convencionales. Tal vez, la subsistencia de la locomotora requería una transformación de las políticas sociales que no se supo hacer. Los desafíos que enfrenta el peronismo como proyecto nacional son enormes, se dirimen en muchos planos, y éste es uno de ellos: cómo ofrecer a los pobres un nuevo modelo de reinserción a la sociedad argentina, recreando el lugar del Estado Nacional en territorios que perdieron todo acceso a los mercados de trabajo.

* Politólogo.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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