Evangélicos vistos desde adentro
¡Vean brotar la religión de la vida cotidiana y volver a ella! Este es uno de los subtítulos que podría acompañar El Culto, el film de Almendra Fantilli (1) aparecido semanas atrás. El documental, que recorre el momento del ritual en cuatro iglesias evangélicas de Córdoba, pone la lupa en un universo del que todo se dice, pero poco se sabe. Lo que hace el documental es mostrar, y de ese modo permite desarmar las visiones superficiales al tema basadas en las transcripciones del discurso de un pastor, elegido sesgadamente para exponer, con evangelicofobia, la supuesta ideología de los creyentes. En los cultos hay algo vitalmente denso a nivel corporal, emocional, psicológico, comunitario y cultural, y eso no puede captarse en el análisis del discurso, que es más externo que objetivo, y que interroga el mundo religioso para demandarle su acuerdo con la escala de valores del investigador, que está para dilucidar las dimensiones de ese mundo extraño al que se enfrenta y no para juzgarlo.
Un significante en el que confluyen millones
El documental de Almendra Fantilli dialoga con el mundo evangélico desde el mundo evangélico. Filmó los cultos de cuatro comunidades evangélicas cordobesas, evidenciando un régimen de heterogeneidad/homogeneidad que es clave para interpretar el mundo evangélico. Eso es lo que surge cuando nos muestra las distintas formas evangélicas de adoración y alabanza. Se trata de la Iglesia Cristiana Evangélica de Unquillo, de la Iglesia Comunidad Aviva, del Ministerio Templo La Hermosa y de la Iglesia Metodista La Trinidad. Cuatro espacios que se asumen cristiano-evangélicos, pero cuyos cultos no revisten las mismas características. En ellos pueden apreciarse diferencias etarias, de clase, de género y de estilo teológico y litúrgico, pero también un denominador común: la vivificación y la reelaboración de historias personales y comunitarias a partir de la palabra bíblica y del mensaje de Cristo Jesús. Y al mismo tiempo el documental sugiere la existencia de una diversidad amplia y nítida en el universo evangélico: desde las iglesias que sostienen prédicas que apuestan al milagro inmediato, hasta las que lo buscan en la historia, desde las que musicalizan con folklore argentino hasta las que reversionan estilos musicales inspirados en danzas judías, bandas de rock y en las más diversas músicas tropicales. El estilo de cada culto resulta del encuentro entre líderes y miembros que tienen o construyen afinidades electivas, y que en el proceso de migración entre iglesias o en ajustes recíprocos en una misma comunidad van logrando el unísono. Pastoras y pastores de clases populares o de clases medias, feligresía predominantemente femenina o predominantemente masculina, iglesias con usos reivindicativos del lenguaje tradicional o de algunas gamas del inclusivo, iglesias de jóvenes de estilo hipster visiblemente urbanas e iglesias en las que la “música del espíritu” responde a la marca indeleble “festival de Cosquín”.
La misma diversidad y autonomía de las iglesias que dificulta la actuación unitaria y masiva en cualquier cuestión (y a la que tanto le temen quienes ven por todas partes a “millones de evangélicos” articulados en un voto confesional) es la que facilita una presencia capilar y adaptativa, que es la causa real de su crecimiento. El apóstol Pablo, líder de la predicación cristiana más allá del pueblo elegido, decía: “en Roma como los romanos”. Los evangélicos cordobeses, como los evangélicos en general, ejecutan ese mandato infinitesimalmente: “en Villa Libertador como los de Villa Libertador”, “en Unquillo como los de Unquillo”. Todas las voces, todas las músicas y todas las historias son caminos y objetivos para la predicación. No opera un plan centralizado, sino una premisa estructural: el sacerdocio universal para todo creyente. Si ese sacerdocio le pertenece, también le pertenece la posibilidad de abandonar una iglesia en la que no se encuentra a gusto para ir en busca de otra, o fundar la suya en base a su interpretación. De allí que en el mundo evangélico no haya dos iglesias iguales: pastores, pastoras, comunidades y creyentes tomados de uno en uno son tan siervos de Dios como celosos guardianes de su autonomía. Denominaciones distintas, historias distintas, cultos distintos, prédicas distintas, organizaciones distintas: “evangélicos” es un significante en el que convergen millones a través de una historia que todavía está por hacerse, más allá de la obviedad de que los evangélicos son evangélicos porque su mediación privilegiada del cristianismo es el evangelio y no la organización apostólica romana.
La misma diversidad y autonomía de las iglesias que dificulta la actuación unitaria y masiva en cualquier cuestión es la que facilita una presencia capilar y adaptativa, que es la causa real de su crecimiento.
El centro de la realización de Fantilli –que carece de la voz explícita de un narrador y se dedica a visibilizar la experiencia— es el reverso de lo que ve aquel observa desde afuera. El foco de El Culto responde bien a la pregunta no hecha: ¿quiénes son y por qué se expanden los evangélicos? A diferencia del observador externo y superficial que privilegia la menos importante de las emanaciones del fenómeno evangélico (el proselitismo televisado), este documental exhibe el nervio más vital de una experiencia múltiple y compleja. La fe evangélica se crea y se recrea en el culto, en la asistencia a la iglesia y sus actividades, y no en el reclutamiento que se limita a recoger una disponibilidad derivada de un cruce de condiciones muy frecuentes en la vida social, especialmente en los sectores populares. Se llega al culto por los más diversos apremios y goces de la vida. Nadie debe olvidar que Cristo y los milagros son un tropo de la cultura que no necesita de los medios de comunicación. Hoy, con un 15 % de evangélicos en el territorio nacional, con la creciente legitimidad popular de los milagros y de la presencia de Cristo y del Espíritu Santo, con humanos que, como todos, necesitan bienes, reconocimiento y protección, no resulta extraña (excepto para quienes observan desde la “ultrasecularidad”, negando incluso sus propios cultos) la eficacia de la interpelación evangélica. Si en ella se encuentra apoyo, horizonte vital y red comunitaria, es porque el culto es catalítico: integra y vivifica. Hace entender el dolor dado o recibido y lo desanuda para tramitarlo en perdones, reconciliaciones o visiones de futuro. Es en el culto donde se adquieren las habilidades que le permiten a millones de sujetos realizar una transformación personal.
Mirada iluminista vs. mirada crítica
El Culto hace mucho de lo que han hecho por otros medios los antropólogos y los sociólogos de la religión. Y lo hace con resultados tan buenos o mejores que los de muchos profesionales de esas disciplinas. Algo que está lejos de ser casualidad. El interés científico por esas comunidades ha estado determinado –con excepciones– por preocupaciones políticas o culturales que resultan difíciles de trascender. Mientras que los científicos piensan, en ocasiones, en términos de la “amenaza que supone” el “emergente evangélico”, la documentalista revela cómo es un culto. O, más bien, cómo son “los cultos”. Este parece el exacto reverso de lo que numerosos profesionales de las ciencias sociales han hecho a partir de las categorías del “mundo evangélico”. Sociólogos, historiadores e incluso antropólogos, han partido de una mirada pre trazada por el despotismo más o menos ilustrado que los conduce a leer e interpretar. Esta forma de analizar es, incluso, anti analítica: acuden (si lo hacen) a un culto para verificar “como les suena lo político” de la predicación evangélica sin prestar demasiada atención a los procesos de transformación internos de las personas en esas comunidades. Así, combinan su escucha de lo que allí sucede con expresiones e ideas abstractas sobre la “teología de la prosperidad” (a la que tachan, sin mediaciones, de “neoliberal”) extraídas de internet. La mirada antropológica y sociológica debería contar la historia de los hombres que hacen la historia aun “sin saber que la hacen” y, para ello, dejársela contar a ellos. Mientras que para la mirada iluminista la efusividad evangélica es objeto de una consideración arcaizante y exotizante, la mirada crítica debería acompañar la experiencia evangélica haciendo aparecer lo que es propio de esa efusión en cada caso y erosionando la convicción de que ahí hay algo “anormal”. Esa sería la verdadera ruptura con la visión fatalista de la historia. Es el caso de esta realizadora, que se ampara en procedimientos análogos a los de los antropólogos, pero en la que asombran dos hechos que deben subrayarse: Fantilli es evangélica y no es antropóloga ni etnógrafa. Es parte de la diversidad evangélica y, al mismo tiempo, está constituida por la diseminación de los reflejos críticos en la cultura contemporánea. Y combinando esos rasgos realiza lo que muchos podrían llamar “la insurrección de los nativos” ante la ola de estereotipaciones.
Oclusión hacia la sensibilidad religiosa
Ampliemos en la incursión que realiza Fantilli para entender lo que su documental pone en juego y abre al debate. La diversidad no es algo propio de la actualidad. Hace treinta años, los cultos eran muy diferentes a los del presente, pero eran también muy diversos entre sí. El panorama de la diversidad actual revela el efecto de procesos transversales al mundo evangélico y le dan una unidad que no se reconoce a través de categorías precarias como las de las denominaciones (neopentecostal, pentecostal, metodista) y una serie de taxonomías que son el refugio para hacer de la inseguridad y el desconocimiento un símil del saber.
La carismatización de los rituales, la admisión del baile, la participación de las mujeres en la conducción del culto, son procesos que renuevan la geología evangélica desde hace treinta años y revelan sus efectos acumulados en un presente sobredeterminado por esas transformaciones. Sobre esa plataforma común renovada se organizan diferencias notables. Hay algo que nos encantaría conversar con Almendra: la hostilidad frente a los evangélicos no se disolverá por mostrar que algunos de ellos admiten la diversidad de género, acuerdan con el aborto o predican contra un “sistema demoníaco” –en alusión al capitalismo–. Entre otras cosas porque los “evangélicos progresistas” –en los términos en los que nosotros, los progresistas, definimos eso— son minoría.
La hostilidad hacia el llamado “mundo evangélico” se funda solo parcialmente en que una porción abundante de ellos se opone al aborto, a derechos LGTBI o a que promueven la “teología de la prosperidad”. También se funda en el temor al avance evangélico al que reacciona la alianza tácita entre parte del espectro católico y parte del espectro ateo que está más habituado a hablar (incluso) un catolicismo que permeó históricamente a nuestras sociedades y que vendría a ser como “los buenos viejos tiempos”.
Siempre es cómodo mostrar la articulación “estructural” entre evangélicos, el Departamento de Estado, la CIA y la derechización contemporánea. Pero estudios serios y extensivos como los compilados por Guadalupe Reyes recorren la casuística de toda América Latina y muestran que la situación es mucho más compleja: que los evangélicos tienen alineamientos políticos heterogéneos, contingentes y cambiantes que coinciden con los de sus sociedades en general. Además es necesario analizar hasta qué punto la derechización contemporánea tiene, entre otros motivos, la relación de exclusión entre las élites de la izquierda y las bases populares que aspiran a representar y que están “sumergidas en la religión”.
Si el progresismo solo es capaz de ver un sujeto popular con el que contar allí donde hay “teología de la liberación” o donde lo religioso se adapta a las categorías del progresismo, perderá toda batalla.
La posibilidad de poner en diálogo inclinaciones políticas populares, democráticas e igualitarias con sujetos populares evangélicos depende de la superación de la incomodidad de los secularizados con la religión en general, y la evangélica en particular. No es que no existan religiosos progresistas ni progresistas que no hayan leído a Marx más allá de la idea (discutida y discutible) de que “la religión es el opio de los pueblos”. Pese a ello, la relación del espectro progresista con las formas religiosas –sobre todo con las “nuevas” formas religiosas– busca tan solo su incorporación subordinada bajo las figuras de la condescendencia o el paternalismo. En última instancia, la consideración es que, como el desarrollo no es todavía suficiente, se debe aceptar (tolerar) la existencia de la religiosidad, pero ésta debe incorporarse en los proyectos transformadores despojándose justamente de aquello que la transforma en religión: las referencias a lo sagrado, las experiencias de una alteridad fundante, superior y conmovedora. Si el progresismo solo es capaz de ver un sujeto popular con el que contar allí donde hay “teología de la liberación” o donde lo religioso se adapta a las categorías del progresismo, perderá toda batalla. Y es que, dentro del mundo evangélico, compuesto por entramados sociales amplios, esta batalla se produce sin tutoría: aparecen las voces LGTBIQ+, los dolidos por experiencias políticas fallidas, los vínculos con los movimientos populares, pero desde la propia experiencia evangélica. La oclusión de la sensibilidad a lo propio de la religión hace que el progresismo esté mal preparado para lidiar con la frontera móvil y porosa de las instituciones de la secularización que, cuanto más se proclama, más fracasa. Frontera que, como lo muestra Emerson Giumbelli comparando los casos de Brasil y Francia, resulta paradojal: multiplica más de lo que erosiona a la religión. Cuando emerge la religión, la razón parece perder todas sus razones: desde la conciencia de la complejidad de lo social hasta la posición dialógica que debería tener al religioso por interlocutor, aun cuando sea para superarlo.
En esa dirección el documental de Almendra Fantilli logra una tarea primaria: mostrar para que alguien complejice, mostrar para que alguien historice.
El escenario es más complejo que la crítica reactiva frente al bolsonarismo, y alcanza con observar el documental de Almendra Fantilli para comprobarlo. Evidentemente eso no modificará las perspectivas asentadas. Al menos ayudará a ver algo más, a escuchar sonidos que han sido demasiado explicados de antemano y muy poco atendidos.
* Respectivamente:
Jefe de redacción de La Vanguardia, editor en Nueva Sociedad y Nueva Revista Socialista, Buenos Aires.
/ Licenciado y Doctor en Antropología Social. Profesor en la UNSAM.© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur