Hay que regular, no prohibir
La unanimidad” legislativa dio pie al anuncio que los medios, cruzando la grieta, calificaron como histórico. El 30 de junio de 2021, la provincia de Tierra del Fuego se convirtió en la primera del mundo en prohibir la producción y cría de salmónidos en todas las aguas de jurisdicción provincial. La ley obedece a un movimiento que agrupó a operadores turísticos, organizaciones como Greenpeace y otras, ciudadanos y ciudadanas fueguinos y hasta algunos chefs reputados del ámbito nacional.
Los principales argumentos favorables a la medida advierten sobre el potencial riesgo para el ecosistema dado por la posibilidad de escapes de una especie que no es autóctona y que podría dañar a las que sí lo son, por el tratamiento de fecas y residuos de alimentos y por la aplicación intensiva de antibióticos. La medida no es totalmente inédita, ya que hace unos pocos años el estado de Washington, en Estados Unidos, prohibió la cría intensiva “de especies no nativas” tras un escape de salmón atlántico. Pero la actividad mantiene un importante desarrollo en países ricos y ambientalmente avanzados, como Canadá, el Reino Unido, Dinamarca y, principalmente, Noruega.
En el año 2017, Beatriz Sánchez, candidata a presidenta de Chile por el Frente Amplio, el espacio político situado a la izquierda de la antigua Concertación, conversaba con la revista especializada de aquel país, Salmonexpert, y presentaba una visión para el sector. Su diagnóstico era duro, con críticas como la concentración, los sueldos de los trabajadores y el cortoplacismo. Avizoraba, en cambio, la posibilidad de generar “vínculos productivos con las industrias agroalimentarias y las farmacológicas” para agregar valor y tecnología a la salmonicultura chilena. En su plataforma, el Frente Amplio pedía desconcentrar el sector mediante cambios regulatorios para favorecer nuevos actores y adecuar la industria a estándares internacionales de calidad y de mejora de procesos productivos –con especial énfasis en el uso excesivo de antibióticos–. Pero, al contrario de la normativa fueguina, la izquierda chilena, el sector más crítico con la salmonicultura, defendía en su plataforma un enfoque regulatorio.
Las exportaciones de salmón chileno rondaron durante los últimos años los cinco mil millones de dólares, una cifra que supera en mucho las exportaciones de carne bovina argentinas y que lo convierte en el segundo complejo exportador del país, (muy) por detrás del cobre.
A pesar de no tratarse de una especie autóctona, la cría intensiva ha convertido a Chile en el segundo productor mundial detrás de Noruega –donde predomina la misma técnica– de salmón atlántico, y en el principal exportador del producto a Estados Unidos, lógicamente, con la aprobación de la Administración de Alimentos y Medicamentos. Las exportaciones de salmón chileno rondaron durante los últimos años los cinco mil millones de dólares, una cifra que supera en mucho las exportaciones de carne bovina argentinas y que lo convierte en el segundo complejo exportador del país, (muy) por detrás del cobre. Aunque no sin tensiones, conviven en la región de Los Lagos una salmonicultura muy intensiva y un muy interesante desarrollo turístico: la región es habitualmente la más visitada después de Santiago y Valparaíso.
Potencial argentino
En Argentina, las técnicas presentes en Chile no tienen prácticamente desarrollo. De hecho, la ley sancionada por Tierra del Fuego fue una reacción a la posibilidad de desarrollar estudios de factibilidad para la actividad e impide la salmonicultura en todas las aguas jurisdiccionales de la provincia. Y, si bien preserva expresamente otras formas de acuicultura, no contiene medidas de promoción significativa. Se omiten caminos como la realización de estudios de impacto ambiental, la exploración de la posibilidad de establecer zonas de permisión y de prohibición, de cupos y de controles de escala, o de estudios sobre las medidas de mitigación de riesgos de la actividad.
Además de la experiencia chilena, con sus aciertos y dificultades, existe el modelo de Noruega, el país que, a través de su agencia, impulsó los estudios de factibilidad en Argentina. Junto a otros países escandinavos, Noruega se encuentra entre los más exitosos en la reducción del uso de antibióticos y, en general, entre los de mayores exigencias asociadas a la producción masiva de alimentos. Recordemos que el impacto ambiental de la producción de alimentos no se reduce al sector ictícola, sino que incluye actividades que hoy se permiten en todo el territorio nacional y, con diferentes regímenes, en todo el mundo.
Por supuesto, nada garantiza que explorar un camino como aquel no hubiera derivado, finalmente, en la decisión de no habilitar la actividad, algo que, por otra parte, ya permitía el marco normativo vigente. Pero aún en ese extremo, llegar a la misma conclusión desde un recorrido regulatorio tiene un valor diferente que hacerlo desde la prohibición. Paradójicamente, un enfoque regulatorio probablemente hubiera mejorado las condiciones para acordar marcos regulatorios comunes con Chile, con quien Argentina comparte, además del ecosistema fueguino, la soberanía sobre el canal de Beagle, principal objeto de protección.
La provincia de Tierra del Fuego tiene un régimen que le concede importantes beneficios de índole fiscal, sostenido por el Estado nacional, y supone además un importante costo en materia de divisas. Los motivos de su creación son estratégicos. El régimen ha cumplido parte de las metas por las que fue creado, especialmente en materia de empleo. Sin embargo, tanto desde fuera como desde dentro de la provincia distintos sectores políticos han coincidido en la necesidad de diversificar la matriz productiva. Una diversificación que debe hacerse cumpliendo con los compromisos ambientales, de rango constitucional, y con competencias convergentes en su cuidado a la nación y las provincias. Al menos por ahora, esa diversificación no incluirá a la cría de salmón.
Los problemas del prohibicionismo
La prohibición absoluta de una actividad y la presentación de cada problema, de cada obstáculo y de cada riesgo como una barrera insuperable, y la desconsideración de cualquier argumento sobre los posibles beneficios como una torpe traducción de intereses económicos espurios, no es en modo alguno un capricho fueguino, sino la repetición de una estrategia que ha aplicado con bastante éxito legislativo –y también con bastantes malos resultados ambientales– un sector no mayoritario pero sí muy activo del movimiento ambientalista en Argentina y en el mundo.
Un ejemplo: la energía nuclear es una de las más limpias del mundo, y se cuenta entre las fuentes que no producen emisiones contaminantes que generan calentamiento global. Con controles adecuados ha probado ser, además de limpia, segura. En distintos lugares del mundo, sin embargo, el movimiento antinuclear, movilizado por el riesgo de accidentes y por una asociación entre energía y armamentos, privilegió el enfoque prohibicionista. Movilizaciones en distintos momentos y en distintos lugares consiguieron importantes éxitos en materia de desnuclearización de la matriz energética. El Estado de California en Estados Unidos y Alemania avanzaron en dejar de lado la generación en base a energía nuclear tras fuertes presiones de políticos verdes y progresistas. El resultado es que hoy casi el 50 % de la energía californiana es generada por hidrocarburos, en tanto que en Alemania más del 20% de la energía proviene aún del carbón, la fuente más contaminante. Y eso a pesar de que tanto Alemania como California han establecido fuertes compromisos con la reducción de emisiones. En cambio Francia, donde el 70% de la generación eléctrica es a base de energía nuclear, tiene la matriz de generación más limpia entre los grandes países de Europa, y con costos de la electricidad para hogares y empresas que son, a la vez, algo más bajos que los de sus vecinos.
La energía nuclear lleva décadas en Argentina bajo el enfoque regulatorio, sin accidentes significativos. Argentina viene manteniendo altísimos estándares de seguridad en su propio desarrollo nuclear pacífico y es uno de los poquísimos países capaces de exportar reactores. Sin embargo, en la provincia de Río Negro, una de las de mayor vinculación con el sector (es la sede del Invap y el Centro Atómico Bariloche), la legislatura prohibió, de forma casi unánime, la instalación de centrales de alta potencia. Provincias como Córdoba y Mendoza prohibieron la minería de uranio, puntal para el sector, que Argentina hoy importa de terceros países.
En la misma línea, ocho provincias prohíben la minería a cielo abierto. En otras dos, La Rioja y Catamarca, distintos conflictos han trabado la consolidación de algunos proyectos de gran escala a partir de preocupaciones ambientales resueltas desde un enfoque prohibicionista. En todos los casos, el enfoque minimiza los beneficios de la actividad para comunidades, provincias y países. Una vez más, el ejemplo del otro lado de la cordillera es elocuente. La minería metalífera explica la mitad de las exportaciones chilenas. Sin ella, hubiera sido imposible la importantísima caída de la pobreza y el aumento de los niveles de consumo popular que experimentó Chile desde el regreso de la democracia. Mientras Argentina tiene un déficit estructural en su comercio bilateral con China, Brasil y Perú son estructuralmente superavitarios gracias a la producción de minerales.
La comparación entre provincias ayuda a clarificar. San Juan, la más comprometida con el desarrollo de la actividad minera, muestra un saldo social positivo. La actividad económica creció por encima de sus provincias vecinas, el desempleo evolucionó de mejor manera, la mortalidad infantil pasó de estar por encima a estar por debajo del promedio nacional e incluso se mejoró la infraestructura vinculada al agua potable. La minería metalífera está llamada a cumplir, además, un rol preponderante en la transición energética. Sobran los motivos para, al menos, considerar enfoques que privilegien el control estricto de las obligaciones ambientales y la gestión de riesgos.
Economía
Aún si no consideramos los efectos de la pandemia, la economía argentina es una de las pocas que no creció en toda la última década. Sin crecimiento es imposible bajar de forma sostenida la pobreza. El diagnóstico compartido por casi todas las corrientes del pensamiento económico heterodoxo local es que la restricción externa, entendida como la carencia de divisas suficientes para pagar las importaciones que el crecimiento de la economía demanda, constituye uno de los principales, sino el principal, determinante estructural adverso que enfrentamos. De acuerdo a esa mirada, el aumento de las actividades exportadoras cumpliría un rol fundamental para sortear los obstáculos al crecimiento. Tras cuatro años de gobierno de Macri y uno de pandemia, la pobreza ha aumentado hasta alcanzar al 42% de la población, con un impacto desproporcionado sobre niños y niñas.
A nivel global, dos grandes procesos estructurales abren oportunidades para que Argentina aumente sus exportaciones. El rápido ascenso económico de Asia, del que China es el mayor pero no el único exponente, viene de la mano de una drástica reducción de la pobreza y un fuerte crecimiento de las clases medias asiáticas, que demandarán mayor cantidad de alimentos y una canasta más diversificada. El segundo proceso es la transición ecológica, que demandará una reconversión radical de las fuentes de transporte y de producción de energía. El proceso que estamos cursando, el más significativo de reducción de la pobreza en la historia humana, deberá conjugarse con uno, de similar magnitud, de mitigación de los daños que la actividad humana produce en el ambiente para que ambos sean sustentables.
Argentina tiene la posibilidad de proveer alimentos con una mayor elaboración y valor agregado de lo que lo hace actualmente. Cuenta también con importantes complejos productivos intensivos en conocimiento, como el biotecnológico, el farmacéutico y el satelital, que podrían desarrollarse asociados a la producción de alimentos, generando mejoras ambientales a partir del mejoramiento de técnicas y ganancias de eficiencia. El país cuenta también con enorme potencial para el desarrollo de nuevas energías. Vientos, luz solar, potencia hídrica y recursos minerales para ser protagonista de la necesaria revolución ecológica. Las nuevas tecnologías de generación eléctrica y movilidad son, casi invariablemente, más intensivas en metales que las tecnologías actuales. Aquí también se requiere el desarrollo de proveedores de servicios y de insumos, y la posibilidad de integrar más eslabones en la cadena, avanzando de la producción de litio a la construcción de baterías y vehículos eléctricos aprovechando las industrias química y automotriz, articulando en todos los casos con el sector público y el entramado científico académico.
Argentina tiene la posibilidad de proveer alimentos con una mayor elaboración y valor agregado de lo que lo hace actualmente.
Un enfoque ambiental-productivista, que no desenganche resultados ambientales y económico-sociales, y que ponga el foco y la política en los controles necesarios, el desarrollo tecnológico y el mejoramiento de los procesos productivos, está llamado a dar mejores resultados que la prohibición de actividades (actividades que, lejos de desaparecer, se localizan en otra parte, muchas veces en los países vecinos). El enfoque no requiere, por lo demás, inventar nada: Canadá, Noruega, Finlandia, Dinamarca o Australia, entre muchos otros, demuestran que es posible realizar actividades extractivas fortaleciendo los entramados productivos, y la actividad económica sin dejar de lado las exigencias de la actual crisis ambiental. La atención de la emergencia social argentina exige que podamos alcanzar, nosotros también, ese consenso.
* Periodista y abogado.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur