Las “abuelas rojas” del feminismo
Si usted es una mujer que vive y trabaja en Occidente hoy en día, sin duda ignora el nombre de las búlgaras Elena Lagadinova y Ana Durcheva, o de las zambianas Lily Monze y Chibesha Kankasa, a quienes sin embargo les debe una parte de sus derechos. Si usted jamás ha oído hablar de ellas, es porque los vencedores de la Guerra Fría han borrado de su relato las numerosas contribuciones de las mujeres del bloque del Este y de los países del Sur al movimiento feminista internacional. El triunfalismo de Occidente tras la desaparición de la Unión Soviética ha eliminado de la memoria todo legado positivo asociado con la experiencia socialista. Esta ha quedado reducida al autoritarismo, a las colas de espera frente a las panaderías, al gulag, a las restricciones de viajes al exterior y a la policía secreta.
Los occidentales tienden a ignorar que la rápida modernización de Rusia y de varios países de Europa del Este coincidió con el advenimiento del socialismo de Estado. En 1910, por ejemplo, la esperanza de vida en la Rusia zarista rondaba los 33 años, contra los 49 años en Francia. En 1970, había aumentado más del doble, alcanzando los 68 años en la URSS, es decir, solamente tres años menos que en Francia. La Unión Soviética inscribió el principio de igualdad jurídica entre los sexos en su Constitución en 1918 y legalizó el aborto en 1920 –una primicia mundial–. Desplegó esfuerzos ambiciosos para financiar métodos colectivos de cuidado de los niños, mucho antes de que el Oeste se preocupara por ello, e invirtió de manera masiva en la instrucción y la formación de las mujeres. A pesar de las múltiples disfuncionalidades de la planificación centralizada, el bloque del Este alcanzó, luego de la Segunda Guerra Mundial, importantes progresos científicos y tecnológicos, a los que las mujeres contribuyeron sobremanera.
Desde ya, lejos estuvo todo de ser perfecto. El aborto fue nuevamente prohibido en 1936 y lo siguió estando hasta 1955. La cultura patriarcal obligó a las mujeres a asumir, además de su trabajo remunerado, las tareas domésticas que los hombres se negaban a realizar. A causa de las penurias, la compra de los productos básicos exigía esfuerzos equiparables a un ascenso del Himalaya; los pañales descartables o los productos de higiene femenina a menudo eran imposibles de conseguir. Y los escalones más altos del poder político y económico permanecieron en gran medida ocupados por hombres. Sin embargo, los progresos fueron notables. Luego de 1945, las mujeres que vivían en la Unión Soviética y en Europa del Este integraban ampliamente la población económicamente activa, mientras que en Occidente solían quedar aún confinadas a la cocina y a la iglesia.
Durante la Guerra Fría, su estatus en la sociedad suscitó una rivalidad entre los dos bloques que sirvió de incentivo para los países occidentales. En 1942, los estadounidenses descubrían, fascinados, las hazañas de la joven francotiradora de elite soviética Liudmila Pavlichenko (309 nazis abatidos en su haber) que realizó una gira por Estados Unidos en compañía de la primera dama Eleanor Roosevelt. Washington recién comenzó a inquietarse por la amenaza que representaba la emancipación de las mujeres soviéticas con el lanzamiento del satélite Sputnik, en 1957. La URSS, que movilizaba el doble de materia gris que Estados Unidos, la de los hombres y la de las mujeres, ¿no amenazaba, acaso, con superarlos en la conquista del espacio? El gobierno estadounidense adoptó, el siguiente año, una ley para la defensa nacional que asignaba fondos a la formación científica de las mujeres.
El 14 de diciembre de 1961, el presidente John F. Kennedy firmó el Decreto 10.980, que dio origen a la primera “comisión presidencial sobre la condición de la mujer”. El preámbulo citaba la seguridad nacional entre sus motivaciones, no solamente porque el Estado necesitaba un ejército de reserva de trabajadoras en tiempos de guerra, sino también porque los líderes estadounidenses temían que los ideales socialistas seduzcan a las amas de casa estadounidenses frustradas y las lanzaran en brazos de los “rojos”.
El 17 de junio de 1963, la portada de The New York Herald Tribune titulaba: “Una soviética rubia se convierte en la primera mujer enviada al espacio”. Lo mismo en la de The Springfield Union: “Los soviéticos ponen en órbita a la primera cosmonauta”. Los periódicos publicaban imágenes de Valentina Tereshkova, de 26 años, sonriente en su escafandra de cosmonauta con la inscripción en cirílico “CCCP” (“URSS” en alfabeto latino). “Así, los rusos demuestran que la mujer puede competir con el hombre en los ejercicios más difíciles a los que nos convida la evolución de la técnica”, escribió Nicolas Vichney en Le Monde del 18 de junio de 1963. Mientras los líderes occidentales seguían temiendo las consecuencias de la liberación de las mujeres para la vida familiar tradicional, los soviéticos ponían en órbita a una de ellas… Como reacción a la cantidad de medallas de oro acumuladas por las deportistas soviéticas en los Juegos Olímpicos de Munich en 1972, los estadounidenses habilitaron ese mismo año un presupuesto federal para el atletismo femenino. Cada avance en el bloque del Este obligaba a los países capitalistas a tomar nuevas medidas.
Mientras los líderes occidentales seguían temiendo las consecuencias de la liberación de las mujeres para la vida familiar tradicional, los soviéticos ponían en órbita a una de ellas…
Acepción limitada del feminismo
Hasta los inicios de la década de 1970, la Unión Soviética y sus aliados dominaban los debates sobre la condición femenina en el recinto de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Ocupaban, de igual modo, una posición central en el Congreso organizado por la Federación Democrática Internacional de Mujeres (FDIM), fundada en París en 1945 por militantes de izquierda y que reunía participantes de cuarenta países. Los gobiernos occidentales describían a la FDIM como una “organización cripto-comunista”. Su rama estadounidense, el Congreso de las Mujeres Estadounidenses, fue disuelta en 1950 tras una investigación conducida por el Comité parlamentario de Actividades Antiestadounidenses. En enero de 1951, la sede de la FDIM debió abandonar París luego de que su presidenta, Eugénie Cotton, también a la cabeza de la rama francesa (la Unión de las Mujeres Francesas), hiciera campaña contra la guerra colonial en Indochina.
En su nueva sede, establecida en Berlín Oriental, la FDIM se convirtió en un poderoso representante de los intereses de las ex colonias en el mundo. A fines de la década de 1960, la Federación y sus organizaciones asociadas alentaron a las naciones que nacían en África y en Asia a crear organizaciones de mujeres sobre el modelo de aquellas que ya existían en Europa del Este, proveyéndoles apoyo financiero y logístico.
En el contexto de la descolonización, la vía socialista, que articulaba la nacionalización de los recursos naturales, la planificación económica y el desarrollo de los servicios sociales, constituía una solución de recambio atractiva frente al neocolonialismo que proponía la reinserción en el seno del modelo capitalista. Múltiples líderes de países independientes del Sur forjaron entonces alianzas con los líderes del bloque del Este; en perjuicio de los estadounidenses, que temían la expansión de la influencia soviética. Al mismo tiempo, las organizaciones de Europa del Este colaboraban con aquellas que emergían en Asia, en África y en América Latina. Juntas, rechazaban la idea de que las mujeres podían encontrar soluciones a sus problemas en el seno de estructuras político-económicas que perpetuaban otras formas de opresiones y desigualdades.
Por iniciativa de la FDIM, ante la propuesta de una delegada rumana, la ONU declaró el año 1975 como el Año Internacional de la Mujer, con el objetivo de atraer la atención de los gobiernos del mundo entero sobre la condición femenina. La iniciativa se prolongó a través de una Década de las Naciones Unidas para la Mujer, signada por tres conferencias clave en México (1975), Copenhague (1980) y Nairobi (1985). Trabajando en común acuerdo con las Naciones Unidas, una coalición de mujeres del Este y del Sur impuso un programa progresista cuyos ecos aún perduran.
El velo de olvido que ha recubierto la contribución de los países socialistas a la liberación de las mujeres se debe a una acepción limitada de la causa feminista en Occidente. A lo largo de todo el siglo XX, y aún hoy, a los militantes de inspiración marxista se les reprocha su indiferencia frente a las cuestiones de raza y de género, así como su tendencia a hacer prevalecer la lucha de clases por sobre todas las otras grandes divisiones de la sociedad. Sin embargo, los ex países socialistas de Europa del Este, que reivindicaban el marxismo, obraron más en favor de la emancipación de las mujeres y de la descolonización de lo que se admite, sobre todo si se los compara con los países del Oeste. De Tirana, en el sur, hasta Tallin, en el norte, de Budapest a Vladivostok y más allá, en países como China, Vietnam, Cuba, Nicaragua, Yemen, Tanzania y Etiopía, el ideal soviético de la “madre trabajadora” condujo a los Estados a financiar guarderías, comedores públicos y programas especiales para apoyar a sus ciudadanas. En momentos en que las estadounidenses luchaban para obtener el acceso a las universidades reservadas a los hombres y la igualdad de oportunidades en la vida profesional, los Estados socialistas ya habían puesto en marcha un conjunto de reformas destinadas a asegurar el equilibrio entre la vida profesional y la vida familiar. Como nos lo confió Arvonne Fraser, ex delegada estadounidense de la FDIM en México y en Copenhague, “nadie quería admitirlo, y menos aun una miembro de la delegación estadounidense, pero sin dudas las mujeres tenían más poder, al menos en el plano jurídico, en el bloque socialista”.
Las raíces de la desigualdad
Durante la preparación de la primera Conferencia Mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer, en 1975, no había consenso sobre los objetivos de semejante evento. Muchas occidentales, particularmente las estadounidenses y las francesas, pretendían que se enfocara principalmente en las cuestiones de igualdad jurídica y económica, y obligara a los Estados miembro de las Naciones Unidas a adoptar medidas que apuntaran a reducir las disparidades entre hombres y mujeres. En Estados Unidos, por ejemplo, las mujeres recién habían obtenido el derecho a estudiar en Harvard, Yale y Princeton; Columbia empezaría a ser mixta en 1981.
En muchos países occidentales, las mujeres luchaban por obtener igualdad salarial y laboral, y protecciones legales contra la discriminación sexista. Combatían los prejuicios culturales que les asignaban un rol “natural”, el de cuidar de su familia, en detrimento de su autonomía. Pero la creación de un nuevo orden económico mundial, o la resistencia al neocolonialismo resultaban, para ellas, preocupaciones totalmente extrañas al deseo de afirmación de las mujeres. “El Año Internacional de la Mujer –declara Françoise Giroud, jefa de la delegación francesa y secretaria de Estado encargada de la Condición Femenina bajo la presidencia de Valéry Giscard d’Estaing–, habrá sido un engaño más si los resultados se desvían sutilmente hacia causas políticas nacionales o internacionales, por más apremiantes, respetables o nobles que sean” (1).
No era ese el parecer de las delegadas del bloque del Este, que pretendían apoderarse de la conferencia como si fuera una tribuna para combatir aquello que consideraban eran las raíces de la desigualdad entre los sexos. Apoyaban, sobre todo, los llamamientos de las africanas, asiáticas y latinoamericanas a expropiar las grandes corporaciones herederas de la era colonial y a nacionalizar los recursos para financiar el desarrollo social y económico, indispensable para mejorar el destino de las mujeres –y de todos–.
Para gran sorpresa de las occidentales, sus colegas del Sur criticaban duramente su feminismo de inspiración liberal.
Entre las delegaciones presentes en la conferencia mundial de México, 113 de 133 fueron presididas por mujeres. La Unión Soviética nombró a la astronauta Valentina Tereshkova para encabezar la delegación y Bulgaria eligió a Elena Lagadinova, una doctora en agrobiología que había sido la partisana más joven en luchar contra la monarquía alineada con los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Zambia fue representada por Chibesa Kankasa, una heroína de la lucha por la independencia contra los británicos, que debió, sin embargo, suspender su visita por motivos personales. La cubana Vilma Espín, revolucionaria de la primera hora y esposa de Raúl Castro, el hermano de Fidel, fue a rendir cuentas del progreso de su isla en materia de emancipación femenina: “Nosotras hemos obtenido ya todo aquello que esta conferencia reclama. Lo que podemos hacer aquí, es compartir nuestra experiencia con otras mujeres. Las mujeres forman parte del pueblo, y si no hablan de política, no cambiarán nada jamás”, lanzó a la tribuna quien creó en 1960 la Federación de las Mujeres Cubanas, compuesta por varios millones de miembros.
Inicialmente, Estados Unidos había previsto enviar un hombre como representante: Daniel Parker, director de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID). Para los estadounidenses, esta conferencia ofrecía la ocasión de discutir sobre las mujeres. Consideraban, entonces, que un hombre podía representar perfectamente la posición de su país con respecto a los temas que estaban a la orden del día. Fue recién tras las protestas de las feministas que Patricia Hutar fue designada como corresponsable de la delegación. Además, Washington le impidió a la primera dama Elizabeth Ford asistir a la conferencia, por miedo a una excesiva politización de los debates. Al contrario, las mujeres del bloque del Este pretendían contrabalancear el peso de los hombres en los puestos de dirección de la ONU y en los ministerios de Relaciones Exteriores, interviniendo sobre las cuestiones geopolíticas candentes del momento. Algunas delegadas del Sur exigieron poder expresarse acerca del desarrollo, el colonialismo, el racismo, el imperialismo y la redistribución de la riqueza a escala mundial. ¿De qué servía, en efecto, preconizar la igualdad entre hombres y mujeres en una Sudáfrica dominada por el apartheid o en una ex colonia corroída por la pobreza, la violencia y los crecientes niveles de deuda externa?
Las delegadas africanas insistieron sobre el hecho de que la lucha contra el racismo contaba tanto como la lucha contra el sexismo. “Son las dos caras de una misma moneda”, declaró Annie Jiagge, jueza de la Alta Corte de Justicia de Ghana, a la cabeza de la delegación de su país. La jurista expresó su frustración respecto de los estadounidenses, que deseaban centrar el debate en la igualdad entre los sexos, en momentos en que su Presidente acababa de ayudar al general Augusto Pinochet a destituir a Salvador Allende, Presidente electo democráticamente en Chile, y seguía bombardeando Vietnam. En un llamado publicado en 1975, titulado “Escuchen a las mujeres para cambiar”, Jiagge declaraba: “La emancipación femenina no tiene sentido si no da lugar en la mujer a la voluntad de combinar su propia libertad con la lucha por emanciparse de todas las formas de opresión. La mujer liberada no debería soportar que su país oprima a otros. En un mundo donde un tercio de la población acapara los dos tercios de la riqueza total, los países ricos deberían adaptar su modo de vida” (2).
Redes transnacionales
La solidaridad entre las mujeres de los países socialistas y las del Sur planteó problemas ideológicos para las mujeres occidentales. Para su gran sorpresa, sus colegas del Sur criticaban duramente su feminismo de inspiración liberal y tachaban sus ideas de imperialistas. Según ellas, las estadounidenses y sus aliadas subestimaban hasta qué punto las mujeres del resto del mundo consideraban el capitalismo como la raíz de su opresión. “He visto a las feministas de América del Norte sorprendidas al descubrir que no todo el mundo compartía su convicción según la cual el patriarcado era la causa principal de la opresión de las mujeres, y que las mujeres del Tercer Mundo se sentían más cercanas a Karl Marx que a [la feminista estadounidense] Betty Friedan”, relata Jane Jaquette, politóloga estadounidense que participó del foro de las organizaciones no gubernamentales, que se celebró en paralelo a la conferencia oficial de México (3). En ese espacio de discusión informal, sí se encontraban ciertas mujeres occidentales que se declaraban feministas socialistas o comunistas –era el caso, particularmente, de mujeres negras como Angela Davis o Claudia Jones–. Sin embargo, sus ideas quedaban excluidas de las delegaciones oficiales, donde prevalecía el enfrentamiento Este-Oeste. “Las estadounidenses se han enterado de que podían ser vilipendiadas, lo que ha sacudido profundamente a algunas de ellas –escribió Arvonne Fraser en 1987, a propósito de la Conferencia de México–. El nuevo movimiento feminista estadounidense las instaba a considerar a todas las mujeres como amigas, a la manera de un pueblo unido por una causa común. Darse cuenta, tras su primer encuentro internacional, de que ese no era el caso, fue motivo de decepción y exasperación para algunas” (4).
Luego de la Conferencia de México, varios gobiernos adoptaron nuevas legislaciones, recolectaron estadísticas y crearon oficinas y ministerios especiales para las mujeres. Gracias al esfuerzo de las diplomáticas y las militantes, las protecciones en materia de propiedad, herencia, cuidado de los niños y nacionalidad (5) se ampliaron. Los Estados se vieron obligados a extender las licencias parentales, las guarderías públicas, las prestaciones familiares y otros recursos destinados a sostener a las mujeres en su doble rol de trabajadoras y madres. En 1980, en Copenhague, varios países miembros de la ONU firmaron la Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, un tratado que Estados Unidos, así como un puñado de países refractarios como Irán, Sudán y Somalia, jamás ratificaron.
Durante la Década de las Naciones Unidas para la Mujer (1975-1985), la FDIM coordinó y financió la participación en las conferencias de cientos de militantes del Sur, que se trasladaron a México, Copenhague y Nairobi gracias a los pasajes de avión ofrecidos por Aeroflot, Balkan Air, JAT Yugoslav Airlines y otras compañías aéreas del bloque del Este. En 1977, la FDIM y la Federación de las Mujeres Cubanas inauguraron una escuela en La Habana destinada a preparar a las mujeres para puestos de responsabilidad en las Naciones Unidas. Una estructura similar nació en Sofía en 1980, destinada a militantes africanas y asiáticas. En 1985, la FDIM y el Comité de las Mujeres Búlgaras se encargaron de hospedar y alimentar al centenar de mujeres africanas que participaron en el foro de las organizaciones no gubernamentales, que tuvo lugar paralelamente a la Conferencia de Nairobi.
A pesar de las ocasionales tensiones, estas mujeres lograron tejer redes transnacionales. Lily Monze, gran figura del feminismo en Zambia, vivió su primera experiencia en una conferencia internacional en Moscú.
Entrevistada en 2012, esta ex miembro de la delegación oficial de Zambia en Copenhague y Nairobi, devenida embajadora de su país en Francia, repasó las diversas formas de apoyo de los países del bloque del Este a las africanas que deseaban luchar contra el imperialismo occidental. “Esta cooperación nos ayudó –decía–. Además de las visitas recíprocas –así como ellas venían, nosotras íbamos a verlas–, recibimos becas para ir a estudiar a los países socialistas, así como la cobertura de los gastos ligados a nuestra participación en las conferencias.” Este apoyo militante y material de los países socialistas impulsó al gobierno estadounidense a financiar, a cambio, a las organizaciones feministas liberales (enfocadas en la cuestión de la igualdad entre los hombres y las mujeres) en los países del Sur. Tanto si su país estaba alineado con Moscú como con Washington, las mujeres del Sur se beneficiaron económicamente de la competencia entre las grandes potencias, lo que les permitió asistir a un gran número de eventos internacionales a lo largo de la década de 1975-1985.
Archivos amenazados
En 2010, cuando comenzamos nuestras investigaciones sobre el movimiento internacional en favor de los derechos de las mujeres, no imaginábamos hasta qué punto esta historia había sufrido una distorsión en favor de las feministas estadounidenses y de sus aliadas occidentales. ¿Cómo es posible que la contribución de las del bloque del Este y del Sur haya podido ser eliminada, a pesar de la influencia de su coalición dentro de la ONU y el eco de sus intercambios internacionales?
Parte de la respuesta a esta pregunta reside en la brutal transición de los regímenes comunistas a la “democracia” y al libre comercio. Las mujeres que conocimos en Bulgaria entre 2010 y 2017 vivían con pequeñas pensiones de alrededor de 200 euros mensuales. De haber ahorrado dinero para su jubilación, habrían perdido todo cuando los bancos búlgaros se fundieron a mediados de los años 90. Incluso si hubieran escondido dinero bajo el colchón, su valor también se habría evaporado bajo el golpe de hiperinflación que siguió. Los servicios públicos desaparecieron, el sistema de salud fue desmantelado y el precio de los medicamentos se disparó.
Las vencedoras de la Guerra Fría no sufrieron tales reveses. La mayor parte de las mujeres estadounidenses que asistieron a las tres conferencias mundiales pertenecían a las clases más altas y gozaban del privilegio de vivir en un país que aún funcionaba. En 2007, Arvonne Fraser consideraba que su marido y ella formaban parte de la “vejez dorada”, ya que gozaban “de buena salud física y de cuentas individuales de ahorro para la jubilación, de pensiones, de seguridad social y no tenían ninguna carga apremiante” (6). Disponían del tiempo y de los recursos necesarios para escribir sus memorias, producir trabajos de investigación sobre sus experiencias durante la Década de las Naciones Unidas. Escribían en inglés, en una sociedad dotada de una sub-cultura feminista dinámica y deseosa de hacer pública la historia de las mujeres.
Las militantes feministas occidentales a menudo tienen la influencia y las relaciones necesarias para que sus documentos personales sean conservados en archivos y en sociedades históricas, y vueltos accesibles a las jóvenes generaciones de investigadores. De este modo, en 2018, dos estadounidenses que habían jugado un rol central durante la Década de las Naciones Unidas murieron, a la edad de 92 y 100 años, respectivamente. La primera, Arvonne Fraser, tuvo el derecho a una necrológica en The New York Times (7), y la Sociedad Histórica de Minnesota recogió ochenta cajas que contenían, en particular, sus discursos y ponencias de la época en que formaba parte de la delegación estadounidense oficial en México y Copenhague. La segunda, Mildred Persinger, organizadora de la tribuna anual internacional de las mujeres, organizada en paralelo a la conferencia oficial de México, legó sus papeles a la Biblioteca Wyndham Roberston, ligada a la Universidad Hollins, en Virginia. Estas instituciones suelen tener los medios para digitalizar los documentos, lo cual facilita la tarea de los investigadores en busca de fuentes de primera mano. Los archivos de Persinger, ligados a la Década de las Naciones Unidas para la Mujer, también se encuentran disponibles en formato digital en la base de datos “Mujeres y movimientos sociales, Internacional”, alojada en la Alexander Street Press.
Las mujeres de los países socialistas del Este y del Sur no tuvieron acceso a semejantes atenciones. La búlgara Ana Durcheva, que fue tesorera de la FDIM en Berlín Este, entre 1982 y 1990, murió de un paro cardíaco en 2014 (8). Elena Lagadinova, ex presidenta del Comité de las Mujeres Búlgaras y ponente general de la Conferencia de Nairobi, murió mientras dormía en octubre de 2017 (9). Chibesa Kankasa, que en otros tiempos dirigió la brigada de las mujeres zambianas, falleció en 2018 (10). Estas tres mujeres poseían archivos personales y recuerdos de sus actividades durante la Década de las Naciones Unidas para la Mujer, que se hubieran perdido si sus propietarios no hubieran tenido la generosidad de dejarnos fotografiarlos y conservar una parte de los mismos.
Aunque sus nombres a menudo han quedado en el olvido, estas mujeres conformaron sólidas coaliciones fundadas en su aspiración por construir un mundo más equitativo y más pacífico, donde las ganancias no prevalecieran por sobre las necesidades más esenciales. Esas solidaridades entre el Este y el Sur utilizaron hábilmente las rivalidades de la Guerra Fría para forzar avances en materia de derechos de las mujeres en todo el mundo. Nuestras “abuelas rojas” creían que otro mundo era posible. Si sus voces se han apagado, esperemos que sus sueños perduren.
1. Citada por Jennifer Seymour Whitaker, “Women of the World: Report from Mexico City”, Foreign Affairs, Vol. 24, Nº 1, Nueva York, octubre de 1975.
2. Folleto disponible en http://bcrw.barnard.edu/archive/militarism/listen_to_the_women.pdf
3. Jane Jaquette, “Crossing the line: From academic to the WID office at USAID”, en Arvonne S. Fraser e Irene Tinker (dirs.), Developing Power: How Women Transformed International Development, The Feminist Press at CUNY, Nueva York, 2004.
4. Arvonne S. Fraser, The UN Decade for Women: Documents and Dialogue, Westview Press, Boulder (Colorado) y Londres, 1987.
5. En algunos países, las mujeres pierden su estatuto de ciudadanas si se casan con un hombre de otro país, y sus hijos solamente pueden aspirar a la nacionalidad del marido. Véase Warda Mohammed, “Femmes arabes, l’égalité bafouée”, Le Monde diplomatique, París, enero de 2014.
6. Arvonne S. Fraser, She’s No Lady: Politics, Family, and International Feminism, Nodin Press, Mineápolis, 2007.
7. Neil Genzlinger, “Arvonne Fraser, who spoke out on women’s issues, dies at 92”, The New York Times, 10-8-18.
8. Véase Kristen R. Ghodsee, “A death in the field”, Savage Minds, 8-1-15, https://savageminds.org
9. Kristen R. Ghodsee, “The youngest partisan”, Jacobin, 12-1-17, www.jacobinmag.com
10. Kristen R. Ghodsee, “Freedom fighter and politician Mama Chibesa Kankasa has died”, Lusaka Times, 29-10-18.
* Profesora de Estudios Rusos y de Europa del Este, miembro del Graduate Group of Anthropology de la Universidad de Pensilvania. Autora de Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo. Y otros argumentos a favor de la independencia económica, Capitán Swing, Madrid, 2019.
Traducción: Emilia Fernández Tasende