DIA DE LA TIERRA: CAMBIAR O MORIR

La naturaleza del cambio climático

Por Noam Chomsky y Robert Pollin*
El cambio climático es una realidad que ya está afectando nuestras vidas. La crisis generada por la Covid-19 subraya la necesidad de revisar la relación del ser humano con la naturaleza. Sin embargo, una densa trama de intereses económicos se interpone en esta tarea. Compartimos aquí un fragmento del libro en el que Noam Chomsky y Robert Pollin analizan la economía política del cambio climático y su imbricación con el modelo neoliberal.

En las últimas décadas, el desafío del cambio climático ha surgido quizás como la crisis existencial más grave que haya enfrentado la humanidad y, al mismo tiempo, como el problema público más difícil para los gobiernos de todo el mundo. Noam, dado lo que sabemos hasta ahora de la ciencia del cambio climático, ¿cómo resumirías la crisis del cambio climático frente a otras crisis que ha afrontado la humanidad en el pasado?

Noam Chomsky: No podemos ignorar el hecho de que los seres humanos se encuentran hoy ante problemas extraordinarios, que son radicalmente distintos de cualquier otro que se les haya presentado anteriormente en la historia de la humanidad. Deben preguntarse si la sociedad humana organizada puede sobrevivir en una forma reconocible. Y la respuesta no puede demorarse.

En efecto, las tareas que nos esperan son nuevas y urgentes. La historia tiene ricos antecedentes de guerras espantosas, torturas indescriptibles, masacres y todo tipo imaginable de abuso de derechos fundamentales. Pero la amenaza de destrucción de la vida humana organizada en cualquier forma reconocible o tolerable es completamente nueva. Solo puede sobrellevarse por un esfuerzo común del mundo entero, aunque desde luego la responsabilidad es proporcional a la capacidad, y los principios morales elementales exigen que caiga una responsabilidad especial sobre quienes, durante siglos, han sido los mayores responsables de la creación de la crisis, quienes amasaron riquezas al mismo tiempo que forjaron un destino nefasto para la humanidad.

Estos problemas surgieron de manera drástica el 6 de agosto de 1945. Si bien la bomba de Hiroshima en sí misma, a pesar de sus horrendas consecuencias, no representó una amenaza para la supervivencia de la humanidad, con ella se hizo evidente que el genio había salido de la lámpara y que los desarrollos tecnológicos pronto alcanzarían ese estadio, como lo hicieron en 1953 con la explosión de las armas termonucleares. Esto mismo llevó al Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago a colocar el Reloj del Apocalipsis a dos minutos de la medianoche, entendida como el fin del mundo, un escenario temible al que se volvería luego del primer año del mandato de Donald Trump para describir el año siguiente como “el nuevo anormal”. Una acción prematura. En enero de 2020, en gran medida gracias al liderazgo de Trump, el reloj se acercó más que nunca a la medianoche: 100 segundos antes, pasando de minutos a segundos. No voy a hacer un recorrido del funesto registro, pero quien lo hiciera reconocería que es casi un milagro que hayamos sobrevivido hasta ahora. Y la carrera por la autodestrucción se está acelerando.

(…)

Problemas interconectados

Si bien no se comprendía en su momento, los primeros años luego de la Segunda Guerra Mundial marcaron un punto de inflexión en una segunda amenaza a la supervivencia. Por lo general, los geólogos consideran la primera parte del período de posguerra como el inicio del Antropoceno, una nueva era geológica en la que la actividad humana tiene un impacto profundo y devastador sobre el medioambiente (el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno confirmó este juicio sobre el tiempo más recientemente en mayo de 2019). Hoy en día la evidencia de la gravedad y la inminencia de la amenaza son abrumadoras y hasta son bastante reconocidas por los negadores más extremos, como veremos más abajo.

¿Cómo se relacionan las dos crisis existenciales? El climatólogo australiano Andrew Glikson da una respuesta simple: “Los climatólogos ya no se encuentran solos para lidiar con la emergencia global, cuyas implicancias han alcanzado a las autoridades de Defensa. Sin embargo, el mundo sigue gastando cerca de 1,8 billones [millones de millones] de dólares cada año en fuerzas militares, un recurso que debe desviarse a la protección de la vida terrestre. Ante el presagio de conflictos mayores –el mar de China, Ucrania y Oriente Medio se están alzando–, ¿quién defenderá a la Tierra?”

Precisamente, ¿quién?

Los climatólogos sin duda están prestando mucha atención a esto y emiten advertencias honestas y explícitas. El profesor de Física de Oxford, Raymond Pierrehumbert, uno de los principales autores del temible Informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado en 2018 y sustituido desde entonces por advertencias más urgentes, abre su evaluación de las circunstancias y las opciones disponibles al escribir: “Pongamos las cartas sobre la mesa de una vez, sin rodeos. Con respecto a la crisis climática, sí, es tiempo de entrar en pánico. […] Estamos en serios problemas”. A continuación, expone los detalles cuidadosa y escrupulosamente, repasa las posibles soluciones técnicas y sus muy graves problemas, y concluye que “no hay plan B”. Debemos pasar a cero emisiones de carbono netas, y debemos hacerlo rápido.

La profunda preocupación de los científicos climáticos puede encontrarse con facilidad si elegimos no esconder la cabeza en la arena. La CNN celebró el Día de Acción de Gracias de 2019 con un informe detallado (y preciso) sobre un importante estudio que acababa de publicarse en la revista Nature sobre los puntos de inflexión, es decir, aquellos momentos en que los efectos catastróficos del calentamiento global se volverán irreversibles. Los autores concluyen que el estudio de los puntos de inflexión y su interacción revela que “estamos en una emergencia climática y esto fortalece la ola de convocatorias a emprender una acción climática con urgencia. […] El riesgo y la urgencia de la situación son agudos. […] Están en peligro la estabilidad y la resiliencia de nuestro planeta. La acción internacional, no solo las palabras, debe reflejar esto”.

Los autores van más allá con su advertencia de que “el CO2 atmosférico ya está a niveles que se vieron por última vez hace 4 millones de años, en el período del Plioceno. Se encamina con rapidez a alcanzar niveles vistos por última vez hace 50 millones de años, en el Eoceno, cuando las temperaturas eran hasta 14 ºC más elevadas que en los tiempos preindustriales”. Y lo que en esos momentos se desarrolló a lo largo de períodos muy extensos ahora ocurre de manera comprimida, por la acción humana, en unos pocos años. Explican con más detalle que los pronósticos existentes, aunque son bastante negros, no logran dar cuenta de los efectos de estos puntos de inflexión.

Finalmente concluyen que “el tiempo de intervención remanente para evitar la inflexión quizás se haya reducido ya a cero, mientras que el tiempo de reacción para alcanzar las cero emisiones netas es de 30 años, en el mejor de los casos. Por lo tanto, parece que hemos perdido el poder de evitar que la inflexión efectivamente ocurra. La gracia salvadora es que aún podría estar bajo nuestro control el ritmo al que se acumulará el daño a partir del punto de inflexión y, por lo tanto, el riesgo que este conlleva, en cierta medida”.

En cierta medida, y no hay tiempo que perder.

Mientras tanto, el mundo observa cómo nos precipitamos hacia una catástrofe de proporciones inimaginables. Nos acercamos de manera peligrosa a temperaturas globales de hace 120.000 años, cuando el nivel del mar era entre 6 y 9 metros más alto que el de hoy en día. Una prospectiva verdaderamente inconcebible, incluso descontando el efecto de tormentas cada vez más frecuentes y violentas que destruirán los escombros que queden.

Una de las abominables situaciones que podría llenar el vacío entre 120.000 años atrás y el presente es el derretimiento de la vasta capa de hielo de la Antártida Occidental. Los glaciares se están deslizando hacia el mar cinco veces más rápido que en la década de 1990, al tiempo que en algunas regiones el hielo ha perdido más de 100 metros de espesor debido al calentamiento del océano. Una pérdida que se duplica cada diez años. La desaparición total de la capa de hielo de la Antártida Occidental haría que el nivel del mar se elevara alrededor de cinco metros, inundando ciudades costeras, y tendría efectos sumamente devastadores en otros lugares, como en la llanura de baja altitud de Bangladés.

Esta es solo una de las tantas preocupaciones de quienes prestan atención a lo que está sucediendo ante nuestros ojos.

Las graves advertencias de los científicos del clima abundan. El climatólogo israelí Baruch Rinkevich captura el estado de ánimo general de manera sucinta: “Como se suele decir, después de nosotros, el diluvio. La gente no comprende totalmente de qué estamos hablando. […] No entiende que se espera que todo cambie: el aire que respiramos, los alimentos que comemos, el agua que bebemos, los paisajes que vemos, los océanos, las estaciones, la rutina diaria, la calidad de vida. Nuestros hijos tendrán que adaptarse o extinguirse. […] Esto no es para mí. Estoy contento de que yo ya no estaré aquí”.

Rinkevich y sus colegas israelíes discuten los posibles “escenarios del horror” para Israel, pero pocos de ellos son optimistas. Uno observa que “definitivamente Israel no es Maldivas y no quedará sumergida en el corto plazo”. Buenas noticias. Sin embargo, en general, están todos de acuerdo en que la región se convertirá en casi inhóspita: “La gente tenderá a abandonar las ciudades en Irán, Irak y países en desarrollo, pero en nuestro país se podrá vivir”. Y si bien la temperatura del Mediterráneo puede acercarse a los 40 ºC, “la temperatura máxima permitida en un jacuzzi, los humanos no hervirán vivos en el mar como los erizos o la caracola de mar, aunque esto podría representar un peligro mortal durante la temporada alta de baño”.

Entonces hay esperanza para Israel bajo el panorama más optimista, aunque no para toda la región.

Ceguera ante la catástrofe

El profesor Alon Tal hace una observación fundamental: “Estamos agravando la condición del planeta. El Estado judío ha mirado de frente al desafío supremo de la humanidad y le ha dicho: ‘Qué importa’. ¿Qué les diremos a nuestros hijos? ¿Que queríamos una mejor calidad de vida? ¿Que tuvimos que quitar todos los gases naturales del mar porque era muy conveniente para nuestra economía? Esas explicaciones son patéticas. Estamos hablando del problema más fatal que existe, en especial en la cuenca mediterránea, y el gobierno de Israel no es capaz de designar un ministro que se preocupe por el hecho de que nos vamos a cocinar sin más”.
El comentario de Tal es correcto y muy perturbador. ¿Qué tienen los humanos que pueden aceptar “explicaciones patéticas” y solo decir “qué importa” al mirar de frente al desafío supremo de la humanidad? Esta es la respuesta, se trate de una catástrofe ambiental gradual latente o de la oportunidad de construir nuevas armas para destruir todo de una sola vez. ¿Qué tienen los humanos que los habilita a gastar 1,8 billones de dólares en fuerzas armadas, con Estados Unidos a la cabeza, sin preguntarse quién defenderá a la Tierra?

Si bien la observación de Tal es generalizadora, es también, en cierto modo, muy fuerte. Existen países y localidades donde se están emprendiendo grandes esfuerzos para actuar antes de que sea demasiado tarde. Y no es demasiado tarde. La respuesta ante la carrera demencial por producir más medios de autodestrucción es bastante evidente, al menos en palabras. La implementación es otra cuestión. Y aún queda tiempo para mitigar la inminente catástrofe climática si se asume un compromiso firme. Sin dudas no es imposible si se enfrentan los hechos. En 1941, Estados Unidos enfrentó una amenaza más grave, aunque incomparablemente inferior, y respondió con una movilización masiva voluntaria tan abrumadora que causó una enorme impresión al zar de la economía de la Alemania nazi, Albert Speer, quien se lamentó de que el totalitarismo alemán no pudiera conseguir la subordinación voluntaria al deber nacional de las sociedades más libres.

Algunos estiman que el desafío, aunque inmenso, no impone cargas comparables a las de 1941. El economista Jeffrey Sachs, en un cuidadoso estudio, concluye que “al contrario de lo que se afirma en algunos comentarios, la descarbonización no requerirá una movilización de la economía estadounidense comparable a la de la Segunda Guerra Mundial. Los costos adicionales de la descarbonización por encima del costo normal de energía serían del 1% o 2% del PIB (Producto Interior Bruto) estadounidense anual hasta el 2050. En cambio, durante la Segunda Guerra Mundial, el gasto federal se elevó al 43% del PIB, cuando en la preguerra, en 1940, era del 10%”.

Es posible, pero ahora enfrentamos una cruel ironía de la historia. Justo en el momento en el que debemos actuar todos juntos, con dedicación, para enfrentar el “desafío supremo” de la humanidad, los líderes del Estado más poderoso de la historia de la humanidad, con plena conciencia de lo que están haciendo, se dedican con pasión a la escalada radical de una doble amenaza a la supervivencia. El gobierno está en manos del único gran “partido conservador en el mundo que rechaza la necesidad de abordar el cambio climático y, a la vez, abre las puertas al desarrollo de armas de destrucción masiva nuevas y más amenazantes”.

Los miembros de la increíble troika que tienen el destino del mundo en sus manos son el secretario de Estado, el asesor de Seguridad Nacional y el Jefe (desde la perspectiva mundial, el Padrino). Las relaciones internacionales se asemejan a la mafia en una medida que pocas veces se reconoce. El secretario de Estado, Mike Pompeo, es un cristiano evangélico cuya agudeza como analista político queda revelada ante su creencia de que Dios ha enviado a Donald Trump al mundo para salvar a Israel de Irán.

Hasta su renuncia (o despido, según a quién elijamos creerle) en septiembre de 2019, el asesor de Seguridad Nacional era John Bolton, y al partir dejó a sus subalternos en funciones. Bolton tenía una doctrina simple: Estados Unidos no debe aceptar ninguna limitación externa a su libertad de acción –es decir, tratados, acuerdos internacionales o convenciones– y, por lo tanto, debe asegurarse de que cada país tenga la máxima oportunidad para desarrollar los medios para destruirnos a todos, con Estados Unidos a la cabeza, si vale de algo. También hace alarde de un corolario: hay que bombardear Irán porque nunca va a estar de acuerdo con negociar nada. Bolton emitió esta receta para la acción cuando Irán estaba negociando con Estados Unidos y Europa el Plan de Acción Conjunto Integral (JCPOA, por sus siglas en inglés), el detallado acuerdo que concluyó poco después de que se congelaran las actividades nucleares iraníes –un acuerdo que Irán respetó meticulosamente, según confirma el servicio de inteligencia estadounidense y de otros países, y que el Jefe destrozó–.

El Jefe es un megalómano infantil y un estafador muy eficaz, al que no le importa nada si el mundo arde o explota mientras él pueda mostrarse como ganador bailando al borde del precipicio y agitando, triunfante, su sombrerito rojo.

El razonamiento de Trump sobre el medioambiente quedó bien expresado cuando se le impidió construir un campo de golf con casas de lujo porque pondría en peligro la fuente de agua potable de las comunidades vecinas. Como le explicó a un agradecido grupo de agentes de bienes raíces: “Yo estaba construyendo un complejo de viviendas. Iba a construir casas muy lujosas, hermosas. [Pero] me enteré de que no puedo construir en ese terreno. ¿Eso tiene sentido para ustedes?”. Entonces, ¿qué podría ser más razonable que desmantelar docenas de regulaciones ambientales, “aumentando [así] las emisiones de gases de efecto invernadero de manera significativa”, como “la ley ambiental referente del país [de la era Nixon]”, y habilitando a las agencias federales a que dejaran de “tener en cuenta el cambio climático al evaluar el impacto ambiental de autopistas, oleoductos y otros grandes proyectos de infraestructura?”. Y por extensión ¿qué podría ser más razonable que maximizar el uso de combustibles fósiles a sabiendas de que pronto socavará las perspectivas de vida humana organizada en la Tierra?

Este artículo forma parte del capítulo 1 del libro: Cambiar o morir. Capitalismo, crisis climática y el Green New Deal
Noam Chomsky y Robert Pollin, Capital Intelectual, 2020.

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* Respectivamente: Obtuvo su licenciatura en la Universidad de Pennsylvania. Es investigador y profesor emérito del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Fundador de la gramática generativa transformacional, Chomsky es reconocido, además de por su actividad científica, por sus polémicas intervenciones críticas sobre la sociedad, la economía y la política mundial. Ha recibido numerosos premios y honores académicos, entre los cuales se destacan los concedidos por las universidades de Chicago, Cambridge, Autónoma de Madrid, Autónoma de México, de Buenos Aires y de Pekín. / Economista.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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