Riesgo(s) de inicio
Para quienes tienen experiencia en la gestión educativa, febrero es un mes signado por eso que suelen llamar “riesgo de inicio”. El riesgo –que en rigor de verdad debería nombrarse en plural– está relacionado con causas múltiples. La primera, sin dudarlo, es la paritaria docente. El acuerdo salarial con los docentes tensa la cuerda política y financiera de la Nación y de las provincias y suele llenar de incertidumbre el calendario escolar: ¿comienzan o no comienzan las clases? En algunas jurisdicciones, incluso, sobre este acuerdo –más o menos trabajoso– se monta luego el reclamo de los restantes empleados estatales. Ese “riesgo de inicio”, que se escenifica públicamente en la disputa entre representantes sindicales y funcionarios de gobierno, marca uno de los momentos destacados del interés de los medios por la cuestión educativa. Pero la cosa no se acaba ahí. El acondicionamiento de las aulas, la compra de mobiliario, la refacción de los edificios, la terminación de obras nuevas, la distribución de útiles, el arreglo, compra o puesta a punto de los sistemas de transporte con los que algunas provincias cuentan, la interacción que todo esto requiere entre el nivel central y los territorios, son otras tantas cuestiones que se barajan a la hora de gestionar el “riesgo de inicio”. A todo eso, el 2021 le incorpora nuevos elementos.
Volver o no volver: esa no es la cuestión
Los ministros de educación, e incluso algunos gobernadores afirmaron el retorno a la presencialidad: la Ciudad de Buenos Aires el 17 de febrero, el 1 de marzo en las provincias de Buenos Aires, Santa Cruz y Mendoza, entre otros distritos; algunas un poco más tarde, como Santiago del Estero y Santa Fe, que arrancarán el 15 de marzo. Con este calendario, la cuestión de la vuelta o no a clases parece zanjada. No obstante, sobre esa dicotomía se paró la oposición para sacar provecho político de la disputa. A tal punto, que el ex presidente Mauricio Macri anunció la creación de una nueva fundación, presidida por él mismo, que tendría como objetivo mejorar el sistema educativo argentino. El anuncio fue reproducido con cierta estridencia por los medios de comunicación masiva, aunque olvidaron recordar que bajo su presidencia el presupuesto destinado a la educación se redujo en un 20% tras sus cuatro años de mandato. Si los recursos del área equivalían al 7,1% del presupuesto nacional en 2016, su primer año de gestión, para 2019, el último, descendieron al 5,1%. El rubro que más sufrió la disminución de recursos fue el de infraestructura, que pasó de 9.200 millones de pesos en 2016 a 2.800 en 2019, una reducción que seguramente hará más difícil el retorno a la presencialidad en condiciones edilicias acordes a las que exige la pandemia.
A poco de andar, el problema de reabrir las aulas se torna más complejo. Y con ello también crece la incerteza de las familias, algo que ya fue expresado por algunas agrupaciones de padres. No se trata de si se vuelve a clases o no, sino de cómo es la vuelta. Y la respuesta a ese cómo –que tiene que ser cuidado y respetando el protocolo– no puede ser la misma para todos los casos, más allá de los discursos que reducen el debate a lo que sucede en la Capital Federal.
En primera instancia, el retorno a la escuela depende de la vacunación de los docentes –al menos de los que integran alguno de los grupos de riesgo–, un reclamo insistente de los gremios. La dificultad que a nivel mundial presenta la falta de vacunas atenta contra una rápida inmunización. Luego hay que incorporar las diversas situaciones epidemiológicas provinciales, así como las existentes al interior de sus territorios. El mosaico es dinámico, variado y hay para todos los gustos. A ello hay que sumar también las condiciones edilicias y de matrícula de las escuelas. Por poner un ejemplo: en varios parajes de Chaco, durante los tiempos más estrictos del aislamiento, hubo escuelas que sufrieron actos de vandalismo y sus baños fueron saqueados. Ahora no cuentan con grifos que garanticen la higiene adecuada de estudiantes y docentes. Y repararlos no es una tarea sencilla, no solo por la carencia de recursos, sino porque hay localidades que no permiten el ingreso de cuadrillas de otras jurisdicciones por temor a que sean vectores de la Covid-19. Además, no es lo mismo una escuela rural –en muchas de ellas el retorno a clases ya se produjo en los meses finales de 2020–, que una escuela urbana masiva, que no cuenta con espacio necesario para mantener el distanciamiento social que exigen los protocolos sanitarios. De la capacidad edilicia y de la matrícula dependerán las posibilidades de poder llevar adelante el trabajo en “burbujas”. El traslado de docentes y alumnos, en particular en los conurbanos, parece otra cuestión a atender.
El acceso a los materiales escolares, a la conectividad y al uso de las tecnologías, que como sabemos es muy desigual, suma más elementos controversiales a este inicio de año particular. Según el Enacom, sólo el 63% de los hogares del país contaba con un acceso fijo a Internet al inicio de la pandemia. La mayoría de los estudiantes se comunica usando celular, un aparato que hasta hace poco no sabíamos cómo sacarlo de las aulas. No sólo son muy pocos los que cuentan con computadoras, sino que cerca del 40% de los estudiantes que se conectan por celular lo hace con planes prepagos y los comparten con otros integrantes de la familia. Un estudio realizado por la organización Barrios de Pie sobre 200 chicos porteños que concurren a centros educativos comunitarios dio como resultado que el 82% de ellos no cuenta con Internet y el 70% no tiene computadora.
Como es evidente, el capítulo digital abre a una serie de cuestiones que no se limitan exclusivamente a la conectividad, acceso y uso de las tecnologías. Éste involucra a la formación docente, a la disposición y el uso de plataformas con sentido pedagógico, a la transparencia en la utilización de los datos generados en ellas, a la necesidad de priorizar la relación con el conocimiento que se pone en juego, a la comprensión de un mundo que, como el actual, está hecho de enormes volúmenes de datos manejados por un conjunto de corporaciones, donde la inteligencia artificial se extiende sobre todos los aspectos de la vida humana para modelizarla –básicamente bajo lógicas mercantiles y utilitarias–, razón por la cual, lo que hagamos para comprender qué hay detrás de las pantallas, cómo funcionan, qué ponen en juego, cuenta en términos formativos. Y cuenta no sólo para pensar o entenderlas, sino también para transformar esa realidad.
La planificación pedagógica para el trabajo en escenarios de alternancia es otro reto inminente para el sistema educativo. Si habrá alternancia entre la escuela y la casa, en grupos con un número acotado de estudiantes cada uno, con clases que se llevarán adelante algunos días de la semana, todo eso supone una reformulación de las prácticas tal y como las conocemos. Cuestión a la que hay que sumarle el hecho de tener que redistribuir contenidos en más de un ciclo lectivo. Al mismo tiempo, todo parece indicar que la alternancia hará más evidente lo esencial, que es al mismo tiempo lo más difícil: el trabajo conjunto, la docencia practicada como una tarea colectiva e institucional. A ello habrá que incorporar la importancia de conformar acuerdos para acompañar, para estar presentes, para sostener, para motivar, para construir conocimientos en esta nueva modalidad. Esto va a hacer necesario complejizar la mirada para estar atentos a las dificultades de los estudiantes, ya que éstas se van a poner en evidencia de otras maneras, más confusamente, menos visiblemente.
Si bien ya se encuentran funcionando desde finales del 2020, los programas orientados a la recuperación de los estudiantes que abandonaron las escuelas será parte de la ardua tarea de este año. Los cálculos más optimistas –realizados por el Ministerio de Educación– señalan que 1.300.000 chicos se desconectaron del sistema escolar durante la pandemia. Algunas organizaciones no gubernamentales especulan con cifras aún mayores.
El tiempo educativo que viene
Todo indica que las exigencias educativas que tenemos frente a nosotros no se resuelven sólo con volver a las aulas. Las simplificaciones con las que ciertos discursos ponen en marcha la dicotomía “volver o no volver” están lejos de la realidad. En este tránsito, el “riesgo de inicio” ya no es lo que era. Entre otras cosas, el tiempo educativo que viene va a requerir de estrategias para procesar esta situación de excepcionalidad que vivimos, recibiendo a los estudiantes y abordando con ellos los aspectos socio-afectivos derivados de la pandemia. Será un tiempo para poner en común las interpretaciones conceptuales de un fenómeno complejo en el que se conjugan diversas perspectivas (sanitaria, histórica, económica, sociológica, tecnológica, psicológica, filosófica). Un tiempo también para intercambiar entre colegas respecto de los modos en que esta situación nos interpela afectiva, social y pedagógicamente. Un tiempo para repensar cómo abordar la desigualdad, cómo asumir la heterogeneidad, cómo reconocer la diversidad a la hora de acreditar los conocimientos. Para revisitar nuestras certezas sobre evaluación y abrir las puertas para discutir las modalidades evaluativas, para pensar cómo vincular la contención afectiva con la función de enseñar, en qué grado y de qué modo continuar el vínculo con las familias.
Sin dudas habrá tiempo para recuperar y sistematizar las prácticas llevadas adelante durante el aislamiento, teniendo en cuenta las situaciones de enseñanza, las respuestas de los estudiantes y la interpretación de los aprendizajes que hicieron los docentes. Pero el tiempo educativo que viene es también un tiempo para favorecer procesos de inclusión e integración social tanto en la formación básica (hoy concebida hasta la finalización del nivel secundario), como en la formación profesional y en las contribuciones a la formación permanente de los trabajadores formalizados o de la economía popular, de manera que aumenten sus calificaciones y mejoren sus condiciones de trabajo e ingreso. Un tiempo educativo en el que se va a requerir de una reflexión aguda sobre las posibilidades y limitaciones pedagógicas de las tecnologías; sobre la importancia de organizarse de manera que sea posible abordar problemas relevantes a partir de la intervención de diversas disciplinas. Un tiempo, quizás, para discutir los sentidos y los fines de la educación; para repensar la transmisión en el mundo digital que estamos construyendo; para abordar institucionalmente situaciones socio-educativas complejas y así poder sostener las trayectorias de los y las estudiantes.
* Rector de la Universidad Pedagógica Nacional (Unipe).
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