Las escuelas después de la pandemia
Cualquier aproximación al proceso educativo en el contexto de la pandemia supone un carácter provisional, hipotético, ensayístico. En nuestra tradición intelectual ese género asumió diferentes características. Tuvo un rasgo fuertemente conjetural, construyendo matrices interpretativas de larga duración. En otras oportunidades, tomó tintes contrahegemónicos poniendo en discusión lugares comunes repetidos hasta el cansancio. Pensar en movimiento, envueltos en el mismo proceso que buscamos analizar, encierra el riesgo del apresuramiento, que intentamos salvar hablando de ensayo. El peligro aumenta si partimos de la idea de que estamos frente a un sistema educativo complejo, heterogéneo, desigual. Cualquier línea de interrogación o afirmaciones que se realicen sobre su funcionamiento en este tiempo crítico puede caer en una injusta generalización. Sin embargo, estas razones no pueden llevar a la parálisis del pensamiento o a la inacción. Estamos obligados a problematizar estos procesos.
Excepción y emergencia
Vivimos un tiempo marcado por una situación dramática que nos colocó en un escenario imprevisto, cuya instalación fue súbita y no deseada. El vocabulario cotidiano se llenó de palabras ordenadoras para conjurar la nueva realidad: cuarentena, aislamiento, prevención. En el ámbito educativo la categoría dominante fue “continuidad pedagógica”.
Junto con ello comenzaron a circular conceptos para tematizar el momento, superando la crónica. En esas aproximaciones a una caracterización del momento que nos toca vivir, se dieron cita muchas de las maneras previas de pensar la situación contemporánea. Aparece la idea de un estado de excepción en el que los controles y la vigilancia biopolítica se extienden sin fin (como señala el filósofo italiano Giorgio Agamben). Una noción de estado de excepción hecho regla que nos lleva a otra conceptualización que plantea la emergencia como algo permanente (según el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos).
Frente al impacto de la virtualización de la vida corriente también ganó terreno la idea del panoptismo digital (de acuerdo a la formulación del ensayista surcoreano Byung-Chul Han). O sea: Michel Foucault revisitado y actualizado a partir de la mezcla no tan inédita de vigilancia disciplinaria, saber/poder médico, gubernamentalidad biopolítica…
Los autores consuetudinariamente optimistas empezaron a matizar sus juicios y a hablar de las cuestiones contemporáneas en términos de dilemas éticos: vigilancia/ciudadanía, control/democratización, ciencia y tecnología con conciencia, y fines humanísticos/ concentración y manipulación (en términos del historiador israelí Yuval Noah Harari). Estas categorizaciones no resultan banales ya que de ellas depende la forma en que nos posicionamos para pensar lo que sigue.
En el ámbito educativo se dio un proceso de análogas características. Categorías previas se aplicaron a los hechos del momento y a sus proyecciones. En nuestro medio, así, se instalaron rápidamente una serie de diagnósticos. La pandemia aumentará la desigualdad social, afirma Emilio Tenti Fanfani, autor de La escuela y la cuestión social. Guillermo Jaim Etcheverry, que próximamente publicará La tragedia educativa y autor de Educación: la tragedia continúa, advierte sobre el peligro de una educación “sin el docente mirando a los ojos de los estudiantes”. Mariana Maggio, quien publicó Enriquecer la enseñanza, propone aprovechar la ocasión para incorporar “formas alteradas” en el proceso pedagógico, estrategias que muestran distintas conclusiones para problemáticas planteadas, rompiendo con la lógica lineal de los temas.
Para referirse a estas posiciones suelen utilizarse adjetivos como “relacionales”, “tecnofóbicos” o “tecnofílicos”, entre otros. Los ejemplos podrían continuarse con posturas menos articuladas conceptualmente, pero que reflejan una actualización de posturas previas en torno al funcionamiento del sistema educativo y al papel que juegan en él las tecnologías.
Nosotros no escapamos a la regla. Nuestra aproximación previa recuperaba muchos de los elementos de la escuela moderna para ponerlos en diálogo con la realidad emergente (el capitalismo informacional, digital, audiovisual). En esos ejercicios buscábamos señalar los elementos que configuraban las prácticas educativas a sostener: el espacio escuela como ámbito de socialización y problematización de conocimientos; el lugar de la transmisión intergeneracional; la asimetría docentes-alumnos en relación al saber pedagógico; el profesionalismo colectivo favorecido, pero también presionado, por la expansión de las redes; el aula sin muros; la incorporación crítica de la tecnología; el uso de imágenes; la captura de la atención de los alumnos; la singularidad de los procesos de subjetivación contemporáneos de niños, niñas y jóvenes.
Esas líneas han sido tensionadas en la actualidad por una situación límite que acelera situaciones y tendencias y nos obliga a revisitarlas volviendo sobre las cuestiones estructuradoras del hecho educativo: modalidad, espacio, tiempo, saber, transmisión, convivencia.
Tiempo, espacio y saber
Toda crisis llama a sus salvadores. Como decía el escritor Gilbert Chesterton: “Era un hombre que mirado de espaldas, y de lejos, parecía destinado a salvar a la Nación”. En este proceso no faltan quienes de manera rápida buscan entregar tips o recetas para la enseñanza en tiempos de pandemia: comunicar, empatizar, conectar, priorizar, rutinizar, desacelerar, reflexionar.
Otras opciones buscan otro calado. Enunciado como “Once tesis urgentes para una pedagogía del contra aislamiento”, del Proyecto Pansophia, animado entre otros por Mariano Narodowski, el documento busca dar pistas para este momento: pedagogía es lo contrario al aislamiento; la casa es lo contrario a la escuela; no pretender normalidad frente al encierro; el aislamiento profundiza la desigualdad; el teletrabajo no es trasladar la escuela a la casa del docente; la tecnología ayuda, el solucionismo tecnológico embrutece; construir la continuidad educativa por otros medios (y con otros tiempos); construir un proyecto flexible; cuando la experiencia no alcanza hay que pensar el presente; la prioridad es priorizar y es fundamental volver a los fundamentos. Esta última afirmación, parafraseando a Marx, podríamos bautizarla como la undécima tesis y, alterando el orden de enunciación de los pansophianos, es la que nos interesa profundizar.
Repasemos los ejes estructurantes o fundamentos del proceso pedagógico y cómo fueron tensionados por la pandemia. En principio estuvo la modalidad: de la presencialidad a la educación remota. De manera rápida se introdujeron prácticas novedosas en el sistema educativo. En el proceso se apeló a términos corrientes en otro espacio, radicalmente distinto a la escuela física como es la modalidad a distancia o virtual. Por momentos quiso establecerse una sinonimia. En realidad se estaba transitando a una modalidad de educación remota de emergencia. No había sido planificada ni era el resultado de un proceso intencional. Era la respuesta rápida y desesperada para sostener un proceso bajo otras formas siguiendo el lineamiento de la política educativa de “continuidad pedagógica”. Las escuelas, directivos, docentes, familias y alumnos en intensa movilización fueron pasando por distintas fases: comunicación, envío de tareas, provisión de recursos, hasta procesos más reflexionados de selección de materiales, organización de propuestas, etc.
Luego apareció la problematización de la cuestión de los espacios: entre el continuo y la nueva ritualización. Mediada por la comunicación, comenzó a establecerse una relación docentes-casas bajo el supuesto de un continuo lineal. Pasado poco tiempo se fueron desnudando varias situaciones: fallas en la conectividad, escasez o inexistencia de equipos, ambientes compartidos y otras complicaciones que empezaron a poner en cuestión la transposición natural del aula a la casa. Se fueron visualizando situaciones de desigualdad y de escasez, situaciones que no sólo afectaron a las familias, sino a las casas de los docentes. Surgió un lento reconocimiento y valorización del carácter igualador del espacio escuela, en términos de las iguales oportunidades que ofrecen un mismo ambiente y una relación física con los profesores.
Siguió la cuestión de los tiempos: pasar del tiempo 24/7 a una rutina de conexión. La emergencia con su carga de ansiedad llevó en un primer momento a suponer que la “virtualidad” actuaba como reemplazo automático de los tiempos de la escuela de la modernidad; en esos primeros días hasta se subrayaba la mayor disponibilidad de tiempo para los procesos de aprendizaje. Alternativas sincrónicas o asincrónicas fueron llevando a la necesidad de establecer límites y recortes temporales para la realización y el envío de trabajos, así como para las consultas y los momentos de compartirlos.
La problemática de los saberes se debate entre el contenidismo de los programas y la situación. De manera inmediata surgió entre los especialistas el debate curricular sobre qué resultaba mejor para la coyuntura: seguir el programa como guía para organizar secuencias claras ante la incertidumbre reinante o recortar de la realidad del mundo las cuestiones que podían orientar una aproximación crítica a lo actual. No faltaron las posturas que proponían el ambiente recortado del hogar para constituir como oportunidad pedagógica en cuanto a organización familiar, tareas del hogar, alimentación, higiene, economía doméstica, etc. En las escuelas, de manera rápida, para mostrar el hilo de Ariadna de la continuidad pedagógica, comenzaron a enviarse actividades y materiales a los alumnos, hasta llegar en algunos casos al atiborramiento. De esa manera se repetían acciones que el modelo educativo tradicional sabe hacer muy bien, y un activismo febril se había instalado a través de las tareas. Luego de ese proceso centrado en operaciones de repetición de pregunta-respuesta, en diagonal aparecieron las recomendaciones de seleccionar ejes, problematizar y organizar una secuencia con mayor densidad pedagógica.
La evaluación osciló entre la evidencia y la normalidad. A la práctica de cumplir con el programa seguía la evidencia empírica de las tareas realizadas, el portafolio, la carpeta en una cadena ascendente/descendente o de doble vía entre directivos-docentes-alumnos. Sobre esa base se postulaba una “continuidad normalizada” del hecho pedagógico mediante la tendencia a la calificación numérica, como si no se viviera una situación distinta. Frente a ello se erigió la postura de la evaluación formativa, continua o de proceso. De esa manera se interrumpió una carrera a la calificación o la descalificación de los procesos pedagógicos. Esta opción se fue imponiendo en este momento basada en algunas consideraciones que parecían irrefutables. Al no haber sido un proceso intencional y planificado en el modo en que tuvo lugar, las prácticas de evaluación con su correlativo de calificación no podían ser aplicadas así como así. Debía pasarse a otra perspectiva.
De allí surgieron recomendaciones, como las dadas por el Consejo Federal y antes por muchas jurisdicciones, de evaluaciones conceptuales a partir del seguimiento de una serie de dimensiones como la participación, la trayectoria (tomando en cuenta puntos de partida y procesos de aprendizaje), la entrega de trabajos, la disposición a la colaboración en grupo, etc.
De manera subterránea, el acto de transmisión estaba en el centro de la discusión. Lo que las maneras más mecánicas y tradicionales, o las formas más elaboradas en torno a la interrogación y la construcción de conocimiento nuevo basada en problemas ponían en evidencia era la cuestión del acto de transmisión, el lugar central de los docentes/adultos como guías, seleccionadores de propuestas o agentes públicos de la “continuidad pedagógica”. De estar en el banquillo de acusados pasaban a héroes sociales, aunque en la escala no podían competir con los médicos. La docencia mayoritariamente asumió el desafío de trasladar sus prácticas a la nueva configuración. Este proceso supuso, en la mayoría de los casos, esfuerzos denodados, trabajo cooperativo, que se apoyó en las orientaciones de directivos, en los recursos ofrecidos desde la política educativa y en un consenso gremial para llevar adelante la tarea de organizar circuitos diferenciados para llegar al conjunto de los alumnos, desde entrega de material impreso, pasando por envíos vía WhatsApp hasta campus virtuales. Avanzado el proceso, se fueron escuchando voces que planteaban fatiga por la ausencia de límites en los tiempos de trabajo y consulta, a la vez que se iba abriendo la discusión sobre las necesarias regulaciones del trabajo en línea o teletrabajo docente.
Los alumnos, y en especial los adolescentes, asumieron el proceso de aislamiento con una aceptación mayoritaria y un cumplimiento del encierro preventivo, tratando de dar continuidad a sus obligaciones escolares. Los responsables de las familias también fueron haciendo sus procesos, desde el apoyo a la demanda hasta la revalorización del espacio escolar.
Son muchas las cuestiones que quedan abiertas por las nuevas escenas educativas: las dificultades de la atención, el trabajo con las emociones, la relevancia de los encuentros, las demandas en los vínculos entre pares y con los adultos, la revalorización de las oportunidades que brinda el espacio urbano y escolar a las experiencias de los alumnos, entre otras. Esta experiencia seguramente dará mucho que pensar en los años siguientes, en que sabremos más sobre sus efectos de mediano y largo plazo.
Salir de la crisis democráticamente
Es real y cierto que la pandemia deja como fractura expuesta las desigualdades de todo orden que vive nuestro país, desigualdades tanto territoriales como sociales y tecnológicas. Pero esa exposición puede servir para pensar alternativas diferentes. La salida de esta crisis supone definir opciones de escenarios de futuro. En cualquiera de ellos se trata de pensar una realidad distinta, aprovechando el lado productivo de la crisis, los aprendizajes sociales y la hondura de esta situación para diseñar alternativas democráticas, igualitarias e intersectoriales.
Nuestro futuro inmediato puede pasar por una emergencia continua, la intermitencia o la construcción de una “nueva normalidad” que será radicalmente diferente a lo anterior. Sea cual fuere la situación, se impone revitalizar la presencia estatal y los compromisos de los actores en una dirección renovada. Ya nada será igual, porque no volveremos al punto que dejamos. No podemos hacer como Fray Luis de León, quien después de su cesantía retomó su clase con un “Decíamos ayer”.
Tampoco podemos proyectar ensoñaciones asentadas en el solucionismo tecnológico, que muestra de manera patente sus ventajas, pero también sus grandes limitaciones. Nos toca pensar soluciones combinadas y complejas. La realidad será híbrida, presencial y virtual. Se va imponiendo el concepto de multimodalidad para las instituciones educativas, lo que supone trabajar sobre una serie de cuestiones estratégicas que ya comienzan a debatirse.
La pandemia mostró las dificultades de conectividad que tiene el país sobreimpresas en las desigualdades territoriales y sociales. La emergencia mostró los crueles efectos de la interrupción de programas de distribución de equipamiento entre los escolares. El eventual escenario de emergencia, en el que se interrumpen temporariamente las clases presenciales, obliga al esfuerzo de distribución de computadoras a docentes y alumnos. Junto a ello se vislumbra la necesidad de contar con aulas virtuales, plataformas, campus en todas las escuelas. La producción de contenidos ricos y variados para alimentar los procesos disponibles de manera gratuita desde las plataformas públicas también se ha mostrado como un elemento central en el proceso.
Pero además de pensar en la necesidad de fortalecer los entornos sociotécnicos con que contamos, habrá que enriquecer la capacidad pedagógica del sistema escolar a través de una reflexión ulterior sobre los vínculos y los contenidos de la educación en el nuevo contexto. Las políticas públicas en educación, así como los institutos de formación docente y universidades tendrán que estar atentos a proveer formaciones situadas, concretas, adecuadas a los requerimientos de este tiempo. Recuperar saberes previos, partir de situaciones problemáticas, seleccionar ejes y materiales constituyen las bases de la formación docente continua del período próximo. También tendrán que ser trabajadas desde las orientaciones a supervisores y directivos, en los materiales pedagógicos que se ofrecen y en la reflexividad permanente sobre qué estamos haciendo y qué efectos producen nuestras propuestas.
Pensar el futuro de las escuelas para cuando salgamos de esta situación traumática supone renovar la imaginación, recrear energías del pensamiento colectivo y desarrollar nuevas pedagogías centradas en perspectivas de igualdad que estén atentas a los nuevos contextos y que no pierdan de vista los sentidos básicos de la educación.
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Este artículo forma parte del Suplemento La educación en debate #82 realizado por la Universidad Pedagógica Nacional (UNIPE).
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* Responsable de UNIPE Digital, Investigadora de CINVESTAV-MX y Secretario Académico de UNIPE, respectivamente.
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