Revival nestorista
“Quizás no lo recuerdes, pero junto a Néstor Kirchner ayudé a sacar el país de la crisis”. La primera frase del primer spot de campaña de Alberto Fernández contenía ya el núcleo de su propuesta política: recrear el nestorismo como salida al drama generado por el gobierno de Mauricio Macri, es decir reconstruir el exitoso experimento que comenzó en 2003 y se extendió hasta el conflicto del campo de 2008, y que fue básicamente tres cosas: un programa económico heterodoxo, una amplia coalición política y un plus simbólico. No debe ser casual que varios de los protagonistas de la actualidad –Alberto pero también Roberto Lavagna, Guillermo Nielsen y Martín Redrado– remitan al 2003. La pregunta es si el revival es posible y, en ese caso, cómo.
Veamos.
Restricciones
Lo primero que hay que destacar es el contexto económico, que dieciséis años más tarde es muy diferente al del 2003. Néstor heredó un país en terapia intensiva pero situado en el inicio de un proceso de recuperación cuyos pilares, el tipo de cambio alto y las retenciones, ya habían comenzado a construirse. Parte del trabajo sucio, según la desdichada metáfora policíaca a que suelen recurrir los economistas, había sido completado: acorralado por el mercado, el gobierno de Eduardo Duhalde había aceptado el fin de la convertibilidad, dispuesto una devaluación, pesificado los depósitos y las deudas y congelado las tarifas de los servicios públicos (1). Por otro lado, la llegada del kirchnerismo al poder coincidió con el inicio del super ciclo de los commodities, que experimentaron una trayectoria ascendente que coincidió casi matemáticamente con la consolidación política del nuevo gobierno: la soja tocó el máximo de 600 dólares en 2008 y luego comenzó un descenso que, salvo alguna suba puntual, se mantuvo, hasta llegar a unos 300 dólares en la actualidad.
Alberto recibirá una macroeconomía al borde del colapso pero que no viene de un cambio de régimen, de una ruptura masiva de contratos equivalente a la del 2001. Esto, que en una primera mirada superficial podría facilitarle las cosas, más bien se las complica, porque reduce su margen de maniobra, que cuando Néstor asumió era casi absoluto. La cuestión de la deuda ilustra esta idea: el default declarado por Adolfo Rodríguez Saá puso a Argentina en una situación de excepción que, si por un lado cerró cualquier chance de conseguir financiamiento internacional, por otro le permitió destinar la totalidad de los dólares generados por las buenas cosechas de aquellos años a las necesidades internas. En otras palabras: el default fue un drama de largo plazo pero que en el corto plazo, hasta la renegociación de marzo de 2005, abrió una “ventana de dólares” que permitió volcar todos los excedentes de divisas a financiar el incipiente crecimiento.
En contraste, Alberto recibirá un país con compromisos pendientes que comenzarán a vencer la semana misma en la que asuma el poder. Las chances de evitar una caída aun mayor dependerán de un respaldo popular lo suficientemente contundente como para negociar desde una posición de fuerza con el FMI, que a cambio de extender los plazos exigirá una serie de reformas. Si, como todo indica, el Frente de Todos consigue una amplia legitimidad, el nuevo gobierno podrá apelar a la amenaza del oso: el FMI depende tanto de Argentina como Argentina del FMI, ya que nuestro país concentra la mitad de los préstamos (2).
Otra diferencia importante es la gigantesca red de protección que se mantiene en pie. Aprovechando la estructura de la ANSES, ese “gran pagador” de la política modernizado durante el menemismo y transformado en eficiente herramienta de contención social durante el kirchnerismo, el gobierno de Cambiemos mantuvo la Asignación Universal por Hijo y las jubilaciones universales, que perdieron capacidad adquisitiva pero no desaparecieron del todo. Al mismo tiempo, incrementó la cantidad de planes sociales focalizados –los viejos Argentina Trabaja y Ellas Hacen– hasta llevarlos a 500 mil (3): la estructuración de la asistencia social focalizada en cooperativas tras la crisis del 2001 permitió transformar en células identificables y cuantificables lo que antes era una masa difícil de gestionar, es decir que ayudó a gestionar el caos del territorio, y es una de las explicaciones más convincentes de la notable tranquilidad social con la que se está tramitando la transición pos macrista.
Exterior
Sin embargo, quizás la diferencia más significativa entre 2003 y 2019, y de la que menos se habla, sea el contexto internacional. Kirchner llegó al gobierno en un momento de distracción relativa de Estados Unidos respecto de América Latina: la caída del Muro de Berlín había cancelado el riesgo de un alineamiento comunista alla cubana y los atentados del 11 de Septiembre habían desplazado su atención hacia Medio Oriente, lo que creó una cierta distensión geopolítica en su patio trasero que permitió la llegada al poder de una serie de dirigentes y fuerzas que en el pasado hubieran sido bloqueadas por vía de la desestabilización o el golpe de Estado. En este marco, el primer kirchnerismo coincidó con –y contribuyó a fortalecer– el giro a la izquierda, una ola regional impulsada por los precios de las materias primas que fue construyendo un “parecido de familia” entre diferentes gobiernos. Aunque los resultados en términos de integración regional y productiva no fueron los esperados, la sintonía política resultó clave para ciertas medidas: por caso, la decisión de Kirchner de pagar la deuda y desengancharse del FMI fue anunciada tres días después de la de Lula (y ocho meses antes de la de Tabaré Vázquez).
El menemismo también sintonizó con un momento de la región y del mundo, en aquel caso marcado por la globalización y el Consenso de Washington, al igual que Perón y su industrialización de posguerra. Y en este sentido, si el peronismo es menos un partido que la astucia para amoldarse a un cierto momento histórico, el arte de interpretar un tiempo, el gobierno de Alberto Fernández asumirá en un panorama todavía difícil de descifrar, marcado por el reflujo proteccionista de Estados Unidos, el ascenso de los nacionalismos en Europa y una región en la que viejos amigos como Evo Morales conviven con la imprevisibilidad de Jair Bolsonaro y la mochila de plomo del chavismo venezolano.
La disputa cada vez más abierta entre Estados Unidos y China, que bajo la superficie de una guerra comercial esconde una batalla tecnológica, política y militar, es el fondo sobre el que se recortan estos movimientos. Y quizás también una oportunidad: con discreción y destreza, una cancillería astuta podría aprovechar esta creciente bipolaridad para sacar el máximo partido de ambas potencias, por ejemplo el apoyo de Estados Unidos en los organismos internacionales y las inversiones de China en infraestructura, que es más o menos el flirt de política exterior que vienen ensayando otros países latinoamericanos insospechados de populismo, como Perú o Chile, y lo que podría haber hecho Macri si no hubiera sido tan dogmático en su concepción del mundo.
Confederación peronista
Por los motivos señalados, un panorama complejo espera al probable gobierno de Alberto, cuyo éxito económico dependerá también de su capacidad para construir una coalición amplia y estable que articule las diferentes instancias de lo que Julio Burdman llama el “Estado peronista” (4): los gobernadores, esos mini-gobernadores sin recursos que son los intendentes del conurbano, los sindicatos, las heterogéneas mayorías parlamentarias y el movimiento político-cultural kirchnerista. Por personalidad, experiencia y porque su candidatura es el resultado de un fenómeno eminentemente partidario, Alberto podría convertirse en el jefe de esta confederación, un facilitador y coordinador capaz de ser un poco Néstor pero también un poco Duhalde.
Pero antes deberá atravesar la transición. El extravagante panorama que dejaron las primarias de agosto –un presidente prácticamente electo que aún no fue votado y otro que es formalmente el presidente pero carece de poder– define los contornos de un escenario frágil, que se tambalea con una nueva disparada del dólar y un desplome de las acciones y los bonos.
Las medidas anunciadas por Hernán Lacunza al cierre de esta edición buscan contener el precio del dólar y evitar una espiralización de la crisis que arrastre al sistema financiero y termine en un nuevo default desordenado de la deuda. Para ello, el ministro convocó a los referentes opositores y anunció el envío de un proyecto de ley al Congreso Nacional que le dé cierta solidez al paquete.
Pero Alberto es institucionalmente apenas un candidato más. Su propuesta es renegociar los compromisos con el Fondo, tarea que no podrá encarar hasta tanto no sea elegido formalmente presidente. Resulta difícil, por otro lado, explicitar un programa económico en este momento, cuando no se sabe cuánto va a costar el dólar, si la inflación va a superar el 50 por ciento, si el Banco Central conservará un nivel razonable de reservas y si los bancos sufrirán una corrida.
El casi seguro próximo presidente camina por una cornisa finita. Para no caerse requerirá acuerdos sólidos, una política económica capaz de encarar muchos problemas de manera simultánea y un extraordinario sentido del equilibrio. γ
1. http://cdi.mecon.gov.ar/bases/docelec/mm2014.pdf
2. Noemí Brenta, “El caballo de Troya de Macri”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 242, agosto de 2019.
3. Roxana Mazzola, “El regreso de las damas de caridad”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Nº 242, agosto de 2019.
4. Julio Burdman, “El tercer justicialismo”, en www.anfibia.com.ar
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