El eterno retorno
Desde su mismísimo nacimiento en los años 40, el peronismo cifró buena parte de su éxito en su capacidad para organizar bajo un mismo techo a los diferentes sectores que componen el mundo popular. Durante su primera experiencia en el poder, el liderazgo irrebatible de Juan Perón y los derechos ampliados desde su Secretaría de Trabajo y Previsión le permitieron articular lo que Gino Germani definió como la “vieja clase obrera” (integrada por los inmigrantes provenientes de Europa, dotados en su mayoría de conciencia política, con experiencia sindical y capacidad de movilización) y la “nueva clase obrera” (surgida a partir de la migración interna y compuesta en general por trabajadores con menores niveles de politización y sin antecedentes de lucha previos, pero que representaba algo así como dos tercios de las bases) (1).
Aunque esta perspectiva ha sido ampliamente discutida por estudios posteriores (2), nadie duda de la capacidad de Perón de reunir a los diferentes subgrupos del mundo obrero y contener a sus representantes, incluso con medidas extremas como la disolución del Partido Laborista, la prohibición puntual de algunas huelgas y la intervención federal de las provincias díscolas. Para Germani, la necesidad de incluir dentro del movimiento a los migrantes internos despolitizados obligó a Perón a construir una relación más directa, menos mediada por organizaciones y partidos, entre su liderazgo y la masa, y le dio al peronismo el carácter populista que lo distingue hasta hoy.
Con el avance del proceso de sustitución de importaciones primero y el salto industrializador propiciado por el desarrollismo después, la clase obrera argentina profundizó, a partir de los 60, su proceso de diferenciación. Las nuevas industrias capital-intensivas, empujadas por la llegada masiva de inversiones extranjeras, multiplicaron las plantas de la industria pesada y los sectores de punta, lo que a su vez produjo un conjunto de trabajadores privilegiados, con mejores salarios y condiciones laborales, que convivían con los obreros clásicos de las industrias orientadas al mercado interno.
A pesar de esta nueva segmentación del mundo popular, el peronismo demostró, en las pocas elecciones provinciales libres que se celebraron durante los 18 años de proscripción, que seguía representando a la mayoría de los trabajadores, incluyendo a la nueva “aristocracia obrera” de las industrias modernas, casi casi una burguesía. E incluso más: con el tiempo le añadió a su base obrera industrial segmentos importantes de las capas medias, sobre todo juveniles, sin los cuales no sería posible explicar ni la victoria de Héctor Cámpora con casi el 50 por ciento de los votos en marzo del 73, ni la del propio Perón, en septiembre, con un abrumador 62 por ciento.
La última gran transformación que experimentó el mundo popular comenzó con la dictadura y terminó de consumarse con el menemismo: las políticas de desregulación y apertura económica produjeron una desindustrialización rampante que afectó sobre todo a las ramas más débiles y mercado-internistas del tejido productivo (textil, juguetes, zapatos, ciertos sectores de alimentación), que son también las más intensivas en mano de obra. La consecuencia fue una explosión del trabajo informal y la aparición de un núcleo duro de desempleo estructural que hizo que los sectores tradicionales de trabajadores protegidos (“conveniados”) comenzaran a convivir con un grupo creciente de trabajadores informales, obligados a un rebusque desesperado de las changas y, desde la crisis del 2001, a la ayuda siempre insuficiente de los planes sociales.
También durante este período, el peronismo logró mantener su dominio sobre el mundo popular gracias a un proceso de profunda mutación organizativa que lo llevó a transformarse, de acuerdo a la clásica tesis de Steven Levitsky, de un partido sindical a un partido clientelar, desplazando el eje de acumulación política de los sindicatos al territorio, y trasladando la conducción de los líderes gremiales a los políticos (3). Esto fue posible por la “desorganización organizada” de un movimiento que demostró su capacidad de adaptarse al nuevo entorno socioeconómico, a diferencia de partidos más institucionalizados, como las socialdemocracias o comunismos europeos, cuya disciplina interna y rigidez programática les impide hoy, en un contexto de crisis social, sintonizar con los cambios de época. La renovación cafierista y el menemismo le dieron al peronismo una nueva vida.
Como capas de una torta complicada, las diferentes transformaciones de los sectores populares se fueron superponiendo unas sobre otras: los viejos obreros politizados y los nuevos obreros recién llegados a las fábricas, los trabajadores clásicos con salarios de subsistencia y aquellos que ganan como un profesional, el nuevo eje de los incluidos y excluidos… Durante sus casi 74 años de vida política, el peronismo logró sostener su dominio sobre los grupos menos favorecidos de la sociedad, y en las pocas ocasiones en las que fue derrotado (83, 99, 2015) fue porque una parte del mundo popular le dio la espalda.
Esta hegemonía se reconstruyó rápidamente durante el kirchnerismo. Desde su llegada el poder en 2003, la recuperación del empleo, el rápido aprovechamiento de la capacidad industrial ociosa y la rehabilitación de las paritarias le permitieron al gobierno obtener la adhesión de los trabajadores formales y trabar una rápida alianza con sus representantes sindicales, al tiempo que multiplicaba, con planes sociales e interlocución cotidiana, sus vínculos con los sectores informales: sagaz para detectar las nuevas realidades sociales, Néstor Kirchner entendió que el contingente desclasado surgido en los últimos años estaba lejos de componer un lumpenproletariado blando y desprovisto de ideología al estilo marxista clásico sino que, por el contrario, conformaba un sector politizado, con una reciente pero intensa experiencia de lucha. Y por último, le agregó a este armado el plus de las clases medias progresistas: PJ más Frepaso, Conurbano más derechos humanos. Como en los 70, surgía un “peronismo de clase media”.
Con voluntad y soja, esta coalición sobrevivió a los desafíos políticos más potentes de la etapa (las marchas de Blumberg, el conflicto del campo) y logró sostenerse de manera más o menos estable hasta aproximadamente el 2011. A partir de ese momento, como resultado de una combinación de declive económico e impericia política, la coalición social kirchnerista comenzó a desgajarse: el conflicto con el sindicalismo de Hugo Moyano, las dificultades para ofrecer respuestas a los temas de inseguridad e impuesto a las ganancias, y la emergencia de un peronismo disidente liderado por Sergio Massa, y después el triunfo de Cambiemos en territorios de histórica filiación peronista, fueron la señal más clara de esta crisis de legitimidad de la alianza oficialista.
A la vista de este recorrido, podemos decir que lo que se juega en las elecciones de octubre es la aptitud del peronismo (y en particular de su vertiente más importante, la kirchnerista) de recuperar su histórica capacidad de liderar al mundo popular. ¿Podrá hacerlo de nuevo? ¿Podrá volver a reunir a los sectores más pobres y dependientes de la asistencia estatal con la clase media baja? Como señala Alejandro Grimson en esta edición de el Dipló, el peronismo adquiere volumen cuando construye un otro potente, un adversario a su altura. Y en este sentido el escenario está servido: luego de tres elecciones (2013, 2015 y 2017) que giraron alrededor del kirchnerismo, y que fueron, para bien o para mal, un plebiscito sobre la década K, la campaña actual parece haber desplazado su eje, por fin, hacia el gobierno macrista, que hasta la fecha no tiene un solo logro material que mostrar, una simple conquista socioeconómica que exhibir a la sociedad. El gobierno se ilusiona con que esto comenzará a cambiar el día en que Cristina rompa el silencio obstinado que mantiene desde su derrota en las legislativas y vuelva a hablar, algo que necesariamente ocurrirá si es candidata, aunque a esta altura no está claro si esto será suficiente.
Por supuesto, la unidad del peronismo sería el camino más directo para un regreso al poder, aunque por una serie de motivos parece difícil que se concrete. Frente a una perspectiva de probable división opositora en dos, tres o incluso más candidaturas, la duda es la que planteó con inteligencia el sociólogo Ignacio Ramírez: si el peronismo construirá un frente electoral de izquierda al centro o del centro a la izquierda; es decir, si empezará por el kirchnerismo y lo irá ampliando a nuevos sectores, dirigentes y sensibilidades, que es lo que pareciera buscar Cristina, o si afianzará primero una opción de centro alrededor de Roberto Lavagna o Sergio Massa, para luego acercarse al electorado kirchnerista. Sin llegar a la “unidad del 80 por ciento” que José Luis Gioja pronostica para Cristina, la impresión es que, mientras la dinámica de la crisis económica se acelera, la potencia de la identidad kirchnerista parece irreductible, y que hoy tiene más chances que nunca de liderar la oposición al macrismo. γ
1. “El surgimiento del peronismo: el rol de los obreros y de los migrantes internos”, Desarrollo Económico, Vol. 13, Nº 51, 1973.
2. Por ejemplo, Juan Carlos Torre, “Interpretando (una vez más) los orígenes del peronismo”, Desarrollo Económico, Vol. 28, Nº 112, 1989.
3. La transformación del Justicialismo. Del partido sindical al partido clientelista (1983-1999), Siglo XXI Editores, 2005.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur