Todos unidos volveremos
Nítidamente recortado frente a un gobierno que para bien o mal se afirma en su mix de gradualismo neoliberal, políticas sociales y demagogia punitiva, el peronismo vacila ante un interrogante que había permanecido cerrado desde el alfonsinismo: ¿su resurrección es inevitable? ¿Es un ave fénix que renacerá siempre o un día sus cenizas se apagarán, como se apagaron las de otras experiencias populistas del siglo pasado, digamos como el varguismo brasilero, el APRA peruano o el MNR boliviano? La decisión de un conjunto de dirigentes provenientes del kirchnerismo, el massismo, el randazzismo y los peronismos del interior de reunirse para un primer gesto de unidad confirma la gravedad de la crisis. Pero, ¿alcanza? ¿Y qué posibilidades hay de que se transforme en una alternativa política al macrismo?
La situación es crítica. Si la derrota de Daniel Scioli y Aníbal Fernández en las elecciones de 2015 fue una primera señal, la caída en las legislativas del año pasado asumió la forma de una catástrofe. Perdieron todos: perdió el kirchnerismo, nada menos que con la figura de Cristina y contra Esteban Bullrich (como escribió Sol Prieto, el mejor candidato opositor perdió contra el peor candidato oficialista); perdieron también las opciones neo-K de Agustín Rossi y Jorge Capitanich, perdió la hipótesis colaboracionista de Juan Schiaretti y Juan Manuel Urtubey y perdió, por último, la entente contra-natura de Sergio Massa y Margarita Stolbizer (Massa perdió en… Tigre). Como las pocas excepciones (Tucumán, San Juan, San Luis) carecen de proyección nacional, el escenario es trágico: si finalmente se produce la dichosa unidad, que como recuerda Nicolás Tereschuk es un concepto caro a la tradición peronista (1), será la unidad de los derrotados.
Puede ser también una oportunidad, claro. No hace falta remontarse a la posguerra europea para aprender que los desastres suelen marcar el origen de muchos cambios históricos. En la Argentina de los 80, después de la inesperada derrota en manos de Raúl Alfonsín, el peronismo inició un revulsivo proceso de reconversión que le permitió sacudirse los componentes fascistoides que todavía albergaba, transformarse en un partido más moderno y presentable y ofrecer, finalmente, una alternativa a la sociedad: la Renovación fue una articulación precaria de un conjunto de dirigentes que tenían poco que ver entre sí, salvo la conciencia de que para recuperar el poder había que desplazar de la conducción a los sindicalistas, reemplazarlos por políticos, y mantenerse unidos (2). Como la vida es una moneda, el emergente no fue la tibia socialdemocracia herbívora de Antonio Cafiero sino el “candidato negro”, Carlos Menem, el menos renovador de los renovadores.
¿Podrá el peronismo encarar hoy un proceso similar al que atravesó en los 80? Aunque la horizontalidad de los perdedores facilita el diálogo y la necesidad acicatea, hay varios obstáculos por delante, ninguno insalvable pero todos mayúsculos.
Enumerémoslos.
El primero es el perímetro. El renacimiento peronista depende de la posibilidad de construir un espacio capaz de contener a todas, absolutamente a todas las ramas partidarias dispersas. Para ello es necesario que nadie disponga de poder de veto sobre los demás, porque todos tienen buenas razones para excluir a otro, ni se asuma a priori como el líder, lo que a su vez supone revisar el lugar del kirchnerismo: si por un lado las elecciones del año pasado demostraron que conserva su peso en importantes sectores de la sociedad y que su presencia en cualquier armado es imprescindible, por otro carece de la fuerza necesaria para orientar el conjunto: es la parte de un todo. En otras palabras, la unidad del peronismo exige la renuncia de Cristina a su conducción.
La segunda cuestión es programática. Aunque la idea de las elecciones como una fría compulsa entre plataformas de gestión no deja de ser una fantasía, y aunque tiene razón Jaime Durán Barba cuando dice que las campañas giran cada vez más en torno a las emociones y los miedos y menos alrededor de las argumentaciones racionales, una propuesta electoral potente exige sino coherencia al menos una consistencia mínima que permita transmitir cierta verosimilitud: el peronismo deberá procesar las contradicciones recientes –por ejemplo entre los que votaron el acuerdo con los fondos buitre y los que lo rechazaron como una claudicación cipaya– y pensar el modo de enfrentar las actuales –por ejemplo entre los que consideran a Carlos Zannini y Julio De Vido presos políticos y los que no–.
La tercera cuestión: los condicionamientos institucionales derivados del régimen político, que tiende a premiar al oficialismo y castigar a la oposición. La reforma constitucional del 94 acortó el mandato presidencial a cuatro años, habilitó la reelección y sincronizó en un mismo año las elecciones presidenciales y las de gobernadores, que también tienen períodos de cuatro años y en general pueden aspirar a un segundo mandato consecutivo. Como los jefes provinciales pueden adelantar los comicios en sus distritos y como la afirmación territorial es condición para cualquier aventura posterior, los caciques peronistas seguramente optarán por desdoblar las elecciones provinciales de las nacionales para garantizar su supervivencia (3). Salvo aquéllos que, como Urtubey, ya van por su segundo período, el resto tiene pocos incentivos para apostar a un nebuloso armado nacional, y probablemente ya se haya resignado a convivir cuatro años más con Macri, cuya asistencia, por otra parte, necesitan. En contraste, la estrategia del gobierno es simple: unificar las elecciones bonaerenses y porteñas con las nacionales y apostar al trío Macri-Vidal-Rodríguez Larreta.
El cuarto desafío es el del liderazgo. El peronismo carece hoy de un conductor claro, como en su momento fueron Perón, Menem y los Kirchner, y ninguno de los dirigentes más relevantes parece capaz de encarnarlo. ¿Quién será entonces el candidato? Más allá de las mil combinaciones que se ensayan en otras tantas mesas de arena, el hecho de que ningún dirigente aparezca como favorito crea las condiciones para que el postulante surja de unas PASO civilizadas (otro desafío) entre dos o tres fórmulas. En esta hipótesis, el candidato final no sería una figura rutilante sino el emergente de un camino de reunificación, el resultado de un proceso virtuoso; por eso todavía no sabemos su nombre, como en su momento ocurrió con Menem y Kirchner, dos sorpresas. La alternativa a esta apuesta paciente es la búsqueda de una figura extrapartidaria ultrapopular, la “hipótesis Tinelli”, pero parece improbable, porque resulta ajena a la tradición peronista y porque la sociedad argentina no es proclive a votar outsiders (uno de los pocos vicios que no tenemos).
Pero incluso si los planetas se alinearan y este proceso avanza, el peronismo enfrenta un desafío sociológico, que es el más importante porque no tiene solución (no al menos en el corto plazo, cuando estamos todos vivos): el de la heterogeneización de su base social. En efecto, la destrucción del tejido industrial y la mutación del mundo del trabajo vienen produciendo desde hace ya un par de décadas una fragmentación del universo popular que, a grandes rasgos, hoy se divide entre los desocupados, los trabajadores informales y los trabajadores formales (el “moyanismo social”, cuya emigración primero al massismo y luego al PRO produjo el quiebre de la coalición kirchnerista –y su derrota–). Como demuestran investigaciones recientes (4), estos modos diferentes de inserción laboral generan posiciones, visiones del mundo y hasta ideologías distintas, que profundizan la distancia incluso entre quienes viven medianera de por medio; la distancia entre el trabajador cuya vida, aun con un salario bajo, sigue organizada por el trabajo, pautada por la semana laboral y protegida por un sindicato, y el que se ve obligado a rebuscárselas con las changas y los planes. Esto genera a su vez demandas distintas entre los sobrevivientes de la Argentina salarial que reclaman por el impuesto a las ganancias y la obra social y los hundidos del siglo XXI, que piden el socorro del Estado. Y agudiza los odios: como recuerda Juan Carlos Torre (5), el uso de los estigmas es tanto más probable cuanto más próximas están las poblaciones al contraste social o cultural: el “vago de mierda” como expresión de una fractura social dolorosa.
Durante su larga década en el poder, el kirchnerismo logró suturar esta herida abierta en el campo popular mediante la acción enérgica del Estado y el talento de su liderazgo. Sucedida la derrota, la fractura reemerge, más ardiente que nunca. Por eso el proceso de recuperación del peronismo, si finalmente se produce, debe contemplar la realidad de este universo social astillado, que es justamente lo que entendió el macrismo con su estrategia de sumar al voto natural de clase media una parte del electorado del conurbano. Pero entender la astucia del adversario y aprender de él no significa imitarlo: el último desafío peronista consiste, entonces, en evitar la tentación de copiar al macrismo, de intentar crear, como se esucha a veces, un “PRO peronista” o, más insólito aún, un “PRO de izquierda”. Sumido en su crisis más grave desde la vuelta de la democracia, el peronismo debe recorrer un camino propio y original para recuperar el poder, porque tiene recursos para hacerlo y porque es la razón de su vida.
1.“‘Unidos’ es una palabra clave para el peronismo. Se llamó así la revista que pensó cómo debía o podía ser el peronismo de la transición democrática. Los peronistas no se piensan ‘juntos’. Se piensan ‘unidos’”, en www.artepolitica.com
2. Germán Basso, “La renovación peronista en cuestión: una aproximación a la experiencia del peronismo durante la década del ‘80”, en Antíteses, Vol. 4, Nº 8, 2011.
3. Julio Burdman, “La oposición imposible”, en www.anfibia.com
4. Rodrigo Zarazaga y Lucas Ronconi (comps.), Conurbano infinito, Siglo XXI Editores, 2017.
5. Juan Carlos Torre, “Los huérfanos de la política de partidos revisited”, en www.panamarevista.com
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