El punto ciego de Milei
Con una inflación que cada mes resulta más baja que el mes anterior, Javier Milei logró una inesperada estabilidad financiera, que se refleja en el aumento del valor de bonos y acciones y en la baja del riesgo país, pero sobre todo en el precio del dólar. Como descubrieron tardíamente Raúl Alfonsín y Mauricio Macri, gobernar la Argentina es gobernar el dólar, y el gobierno, después del zapatazo de la devaluación inicial, lo está consiguiendo, lo que además puede empezar a producir efectos adicionales. Sucede que el dólar no es sólo el método de reserva de valor de una sociedad acostumbrada a una dinámica de inflación permanente, la moneda en la que se concretan cada vez más operaciones cotidianas o la herramienta de presión de los productores agropecuarios, sino, al decir de Ariel Wilkis y Mariana Luzzi (1), una institución informal de nuestra democracia, una variable que organiza vidas y expectativas, incluso políticas: ¿Carlos Menem habría logrado su reelección, con 18% de desempleo y una recesión en ciernes, si no hubiera logrado mantener el dólar clavado uno a uno con el peso? ¿Los siete puntos que finalmente separaron a Mauricio Macri de Alberto Fernández habrían sido los mismos con un dólar estable?
La perspectiva de un dólar quieto le devuelve a la gente previsibilidad y perspectiva, la tranquiliza. Y, si se sostiene en el tiempo, como en su momento sucedió con Menem y con el primer gobierno de Kirchner, facilita el acceso a una serie de bienes y servicios dólar intensivos que mejoran las condiciones de vida de amplios sectores sociales (electrodomésticos, celulares, motos) y que resultan especialmente sensibles como marcas de status de la clase media (viajes al exterior, consumos importados, ahorro).
Por supuesto, el costo de la estabilidad cambiaria y la reducción de la inflación es una recesión de proporciones bíblicas, por usar una metáfora propia de la cosmogonía mileista. El gobierno indujo una fuerte contracción de la actividad económica (el PBI cayó casi 6% en el primer trimestre), en buena medida como consecuencia de la pérdida de poder adquisitivo de los salarios –el poder de compra disminuyó 23,9% desde diciembre (2)– y las jubilaciones –cayeron 16% (3)–, lo que redunda en una devastación social inocultable: el consumo de leche se redujo 18% en el primer trimestre de este año (4).
El éxito político de Milei consiste en haber podido ejecutar semejante plan sin que la sociedad volara por el aire. En el inicio de su gobierno, Macri aplicó un ajuste moderado que contemplaba los equilibrios de su coalición y los compromisos de su ala peronista. En cambio Milei, tomando nota del fracaso del gradualismo, arremete sin piedad. Más allá de la discusión de línea blanca (¿cuánto de motosierra, es decir de recorte; cuánto de licuadora, es decir de licuación por vía de la inflación, y cuánto de freezer, es decir de congelamiento de precios regulados?), lo cierto es que logró salirse con la suya: consiguió aplicar una poda del gasto público sin precedentes, que está produciendo niveles de sufrimiento social también inéditos, sin estallidos ni saqueos. Por recurrir a una fórmula muy popular durante el primer kirchnerismo, Milei corrió los límites de lo que se pensaba que se podía y no se podía hacer en Argentina.
Y lo consiguió por los mismos motivos que en su momento explicaron el éxito inicial de Kirchner –y, antes que eso, el de Menem: porque leyó mejor que sus rivales el estado de la sociedad, hastiada después de una década de inflación, del fracaso del macrismo y del Frente de Todos y de la pandemia–. Como señalamos en su momento, la cuarentena, la suspensión de la presencialidad educativa y el freno súbito de casi toda la actividad económica produjeron un deterioro social cuyas consecuencias se sentirían en el largo plazo, hasta muchos años después de recuperada la normalidad: vidas interrumpidas, adolescentes obligados de un día para el otro a permanecer encerrados sin contacto con amigos o novias, negocios fundidos instantáneamente, una explosión de divorcios y separaciones, duelos por muertes inesperadas y un aumento de las estadísticas de suicidios (en particular de varones jóvenes).
Este nuevo paisaje social se reflejaba en algunos estudios de psicología que mostraban, por ejemplo, una profundización del “sentimiento de afrontamiento negativo”, definido como el “predominio de conductas destinadas a evadir ocasiones para pensar en la situación problemática sin realizar intentos activos por tratar de resolverla”, es decir una posición de agotada impotencia, de brazos caídos, junto a otro síntoma extendido, la “creencia de control externo”, en el sentido de personas que sienten que su vida y su destino se definen más allá de lo que hagan o dejen de hacer (5). Verificable en el nivel más básico del lazo social, esta situación no podía enfrentarse simplemente derramando dinero sobre la gente: una parte del drama social quedaba afuera del IFE, no se resolvía con el “plan platita”, lo que explica que –a pesar de la expansión del gasto público, la devolución del IVA o la reducción del impuesto a las ganancias– Sergio Massa terminara perdiendo las elecciones.
Milei, decíamos, entendió este nuevo estado de lo social. Por el origen de su vida pública en dispositivos centrales del capitalismo contemporáneo (las finanzas, los sets de televisión, la stand up comedy), por sus propias características personales (“un roto en una sociedad rota”), por su condición periférica de los círculos de la elite tradicional o por disponer –no lo descartemos– de una intuición aguda, lo cierto es que el Presidente entendió que los bordes de la tolerancia ciudadana se habían movido y que la gente estaba buscando un reseteo (un deseo de shock), y alumbró una serie de metáforas potentes (casta, motosierra) para dar cuenta de esa aspiración. La sociedad argentina era una sociedad más fragmentada y menos cohesionada de lo que muchos pensábamos, una sociedad que se parecía más al resto de las sociedades latinoamericanas de lo que creíamos.
Pero algo se le escapó a Milei. Si hasta el momento venía concentrando su energía exclusivamente en dos aspectos de su gestión, la macroeconomía y la construcción de enemigos, la marcha universitaria del 23 de abril irrumpió como un elefante en el living de un tres ambientes. No fue un límite al programa económico: Milei podrá seguir achicando el Estado, liberando el precio de la nafta, aumentando tarifas. Pero sí fue un límite respecto de aquellas áreas de la administración, que al final son áreas de la vida social, sobre las que le está permitido descargar el peso material de sus recortes y el peso simbólico de su batalla cultural.
¿A cuántas personas le cambió la vida el INADI, que fue clausurado sin que volara una mosca –o peor aun: entre aplausos–? Por supuesto que su cierre es una mala noticia, pero la vigencia de las instituciones se construye a través de su acción cotidiana y de sus políticas concretas, y al momento de ser anunciada su clausura, el INADI carecía de legitimidad. No sucede lo mismo con las universidades, que gozan de una popularidad que es resultado de su amplia extensión geográfica, de su penetración social transversal y de una percepción de excelencia construida a lo largo de un siglo, digamos desde la Reforma de 1918. Las tres grandes olas de expansión de la educación superior se produjeron en tres momentos muy distintos de la historia argentina: en los 60, cuando los gobiernos militares crearon universidades en el interior del país con el doble objetivo de llevar el desarrollo a las provincias y quitarles peso a las universidades tradicionales, protagonistas de frecuentes episodios de rebeldía; en los 90, cuando Menem buscó desconcentrar el poder de la UBA, bastión del radicalismo shuberoffista, inaugurando nuevas universidades en el Conurbano, lo que permitió que nuevas generaciones de jóvenes se incorporaran a la educación superior; y, finalmente, durante el kirchnerismo. El resultado es un tejido universitario compuesto por unos 2,8 millones de alumnos, cerca de 200.000 docentes y 2.000 universidades e instituciones terciarias distribuidas en todas las provincias.
La marcha universitaria del 23 de abril irrumpió como un elefante en el living de un tres ambientes.
Su marca, decíamos, es el despliegue territorial y la transversalidad social. En Argentina hay 557 estudiantes universitarios cada 10.000 habitantes, mientras que en Brasil son 408 y en Chile, 355. Los críticos liberales, incluso los más serios, suelen poner el foco en el porcentaje de graduados que, efectivamente, es bajo: 31 cada 10.000 habitantes, contra 61 de Brasil y 55 de Chile (6). Lo que pasa por alto esta mirada es que es justamente la masividad del sistema y su carácter policlasista lo que explica –al menos en parte– esta baja proporción, porque por supuesto que en sistemas universitarios más cerrados y elitistas como el chileno y el brasilero, donde buena parte de los alumnos pertenecen a los sectores más acomodados, la relación ingresantes-graduados es más eficiente. En Argentina casi la mitad de los estudiantes universitarios trabaja (algo raro de ver en otros países) y las universidades, sobre todo las más nuevas, tienen un altísimo porcentaje de estudiantes que son primera generación universitaria (en la Arturo Jauretche, por ejemplo, llegan al 93%). En otras palabras, es el mismo espíritu democratizante del sistema universitario argentino el que explica algunos de sus déficits.
La capilaridad de la universidad y el modo en que se enraiza en las historias de vida de tanta gente explican el éxito de la marcha del 23 de abril, de una masividad y un impacto que no habían logrado ni el paro general de la CGT, ni las manifestaciones del 8-M ni el acto por el 24 de marzo, todas cosas que, con razón o sin ella, se percibían contaminadas por un sesgo progre-peronista. La marcha universitaria fue protagonizada por personas de procedencias políticas muy diversas, incluso muchos votantes libertarios, en línea con una tradición que no es vista como la creación de un partido o una corriente ideológica particular sino como el resultado de un esfuerzo de todos: la Reforma Universitaria de 1918 se produjo bajo un gobierno radical (y nació en Córdoba, cuna del antiperonismo) y el fin del arancelamiento universitario fue una decisión del primer gobierno de Perón.
Por esta historia ecuménica y por la masividad que describimos, Milei no logró empujar a la marcha al barril sin fondo de la casta ni cancelar el reclamo presupuestario con el argumento falaz del adoctrinamiento. Puede que mucha gente que no quiere a Victoria Donda haya aplaudido el cierre del INADI o que alguien podrido del cine experimental argentino festeje el desfinanciamiento del INCAA, pero son tantos los que pasaron por la universidad pública que la estrategia del gobierno chocó contra la simple evidencia de la realidad. Milei, cuya figura creció criticando fracasos, esta vez arremetió contra una de las pocas cosas percibidas como positivas, se la agarró con algo que Argentina hizo bien. Y tocó, además, la cuerda de su propia melodía: la universidad pública es muchas cosas pero es sobre todo la posibilidad de movilidad social ascendente, esa vieja promesa inmigrante y liberal.
Por último, llamemos la atención sobre un rasgo bien de época. La marcha se gestó en los propios términos de la comunicación gubernamental, en el sentido de que no fue una marcha de sindicatos u organizaciones, con sus colectivos y sus pecheras, sino una movilización de cientos de miles de personas sueltas que en muchos casos aprovechaban la ocasión para ejercer la exhibición narcisista de sus logros: la historia personal con la UBA, el diploma, el libro ostentado como seña de reconocimiento, la selfie (las quejas sobre la falta de señal en las cercanías de Plaza de Mayo eran recurrentes). Una marcha que logró combinar la retórica de lo público con el esfuerzo meritocrático individual, una dimensión “Yo y Platero”, como dice Martín Rodríguez, que puede resultar fastidiosa pero que también contribuyó a explicar su éxito.
Y sin embargo, mejor no apurarse a pronosticar puntos de inflexión, cambios rotundos del humor social o nuevos comienzos, el año cero que todos queremos ver atrás del árbol de la esquina. La marcha constituyó un límite y la evidencia de que la estrategia que hasta el momento venía desplegando Milei no siempre funciona. El presupuesto universitario quedó felizmente protegido, pero fue un freno a uno de los objetos del ajuste más que al plan económico. Muchos dramas se cocinan en Argentina, por ejemplo un boom de ludopatía juvenil por la explosión de las apuestas on line, sin que al gobierno se le pase por la cabeza hacer algo, sin siquiera el amague de alguna regulación (no está en su naturaleza). Aunque la marcha fue un hito, Milei se mantiene alto en las encuestas y el ajuste sigue su curso.
1. El dólar. Historia de una moneda argentina (1930-2019), Crítica, Buenos Aires , 2019.
2. https://www.ambito.com/economia/desde-que-asumio-javier-milei-los-salarios-perdieron-un-24-poder-compra-n5979937
3. https://www.lanacion.com.ar/economia/efecto-licuadora-las-jubilaciones-perdieron-entre-285-y-437-de-su-poder-de-compra-en-un-ano-nid27042024/
4. https://www.ambito.com/economia/golpe-al-consumo-ventas-productos-lacteos-cayeron-casi-un-20-el-primer-trimestre-n5988216
5. https://wadmin.uca.edu.ar/public/ckeditor/Observatorio%20Deuda%20Social/Documentos/2020/2020-OBSERVATORIO-RECURSOS-PSICOSOCIALES-INFORME-TECNICO-SERIE-IMPACTO-SOCIAL-COVID-19-AMBA.pdf
6. https://www.infobae.com/educacion/2023/08/31/argentina-tiene-mas-estudiantes-universitarios-que-brasil-y-chile-pero-menos-graduados/
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