Así era el Che
Desde hace treinta años (1), el Che Guevara interpela nuestras conciencias. Más allá del tiempo y el espacio, escuchamos el llamado del “Che” que nos conmina a responder: sí, sólo la revolución puede a veces convertir al hombre en un ser de luz. Hemos visto cómo esa luz irradiaba de su cuerpo desnudo, tendido en algún lugar en el fondo del Ñancahuazú, en esas fotos publicadas en los diarios de todas partes del mundo, mientras que el mensaje de su última mirada sigue llegándonos hasta lo más recóndito del alma.
El “Che” era un valiente, pero un valiente consciente, con el cuerpo debilitado por el asma. Lo acompañaba a veces en las alturas de Chrea, sobre la ciudad de Blida, cuando veía llegar el ataque que le daba a su rostro un tono verdoso. Quien haya leído su Diario de Bolivia sabe con qué salud deteriorada debió enfrentar los terribles desafíos físicos y morales que marcaron su camino.
Es imposible hablar del “Che” sin hablar de Cuba y las particulares relaciones que nos unían, al estar su historia, su vida, tan ligadas a ese país que fue su segunda patria antes de que se marchara allí donde lo llamaba la revolución.
Conocí a Ernesto Che Guevara en vísperas de la crisis internacional del otoño de 1962 vinculada a la crisis de los misiles y al bloqueo de Cuba decretado por Estados Unidos. Argelia acababa de lograr su independencia y de conformar su primer gobierno, y como jefe de ese gobierno, debía asistir, aquel mes de septiembre de 1962, en Nueva York, a la sesión de la ONU para izar simbólicamente la bandera argelina en la sede de las Naciones Unidas; ceremonia que consagraba la victoria de nuestra lucha de liberación nacional y el ingreso de Argelia en el concierto de las naciones libres.
La oficina política del Frente de Liberación Nacional (FLN) había decidido que ese viaje a las Naciones Unidas debía continuar con una visita a Cuba. Más que de una visita, se trataba sobre todo de un acto de fe que marcaba nuestros compromisos políticos. Argelia deseaba señalar públicamente su total solidaridad con la Revolución Cubana, particularmente en esos momentos difíciles de su historia.
Invitado el 15 de octubre de 1962, por la mañana, a la Casa Blanca, mantuve francas y acaloradas discusiones con el presidente John Fitzgerald Kennedy a propósito de Cuba. A la pregunta directa que le hice: “¿Va usted hacia una confrontación con Cuba?”, no dejó que quedara duda alguna sobre sus verdaderas intenciones y me respondió: “No, si no existen misiles soviéticos; sí, en caso contrario”. Kennedy intentó insistentemente disuadirme de viajar a Cuba en un vuelo directo desde Nueva York; llegó incluso a mencionar un eventual ataque de la oposición cubana instalada en Miami al avión de la Fuerza Aérea de Cuba que debía trasladarme. A esas amenazas apenas veladas, le respondí que era un fellagha (2) y que las amenazas de los harkis (3) argelinos o cubanos no me intimidaban.
Nuestra llegada a Cuba, el 16 de octubre, se desarrolló en medio de una indescriptible alegría popular. El programa preveía discusiones políticas en la sede del partido en La Habana desde la llegada de nuestra delegación. Pero las cosas se desarrollaron de un modo totalmente diferente. Apenas dejamos las valijas en el lugar donde íbamos a hospedarnos, rompiendo el protocolo, nos pusimos a discutir desordenadamente con Fidel, el Che Guevara, Raúl Castro y los demás dirigentes que nos acompañaban.
Nos quedamos allí hablando durante horas. Desde luego, les conté a los dirigentes cubanos la impresión que me había dejado mi entrevista con el presidente Kennedy. Al término de estos debates apasionados alrededor de mesas que habíamos colocado uniendo unas con otras, nos dimos cuenta de que prácticamente habíamos agotado los temas del programa que debíamos tratar y que nuestro encuentro en la sede del partido ya no tenía sentido. Y, de común acuerdo, decidimos pasar directamente al programa de visitas que debíamos hacer por el país.
Esta anécdota da una idea de las relaciones totalmente desprovistas de protocolo que serían, desde el comienzo, la característica esencial, la norma de los lazos que unían la Revolución Cubana y la Revolución Argelina, y de los lazos personales que me unieron a Fidel Castro y al Che Guevara.
En auxilio de la Revolución Argelina
Esta solidaridad se confirmaría de manera espectacular durante la primera amenaza grave que sufrió la Revolución Argelina con el asunto de Tinduf en octubre de 1963. Nuestro joven ejército, recién salido de una lucha de liberación, que aún no poseía ni cobertura aérea –ya que no teníamos ni un solo avión– ni fuerzas mecanizadas, fue atacado por las Fuerzas Armadas marroquíes en el terreno que le era más desfavorable. No podía utilizar allí los únicos métodos que conocía y que había probado durante nuestra lucha de liberación: es decir, la guerra de guerrillas.
El desierto y sus vastas extensiones desnudas lejos estaban de las montañas de Aurès, Djurdjura, de la casi isla de Collo o de Tlemecén, que habían sido su medio natural y del que conocía todos sus recursos y secretos. Nuestros enemigos habían decidido que era necesario frenar el impulso de la Revolución Argelina antes de que se volviera demasiado fuerte y arrastrara todo a su paso.
El presidente egipcio Nasser nos proporcionó rápidamente la cobertura aérea que nos faltaba, y Fidel Castro, el Che Guevara, Raúl Castro y los dirigentes cubanos nos enviaron un batallón de veintidós blindados y varios centenares de soldados que fueron enviados a Bedeau, al sur de Sidi Bel Abbes, donde los visité, y que estaban listos para entrar en combate si esta guerra en las arenas continuaba.
Esos tanques tenían un dispositivo infrarrojo que les permitía intervenir de noche; habían sido enviados a Cuba por los soviéticos con la expresa condición de que en ningún caso estuvieran en manos de terceros países, incluyendo los Estados comunistas. A pesar de estas restricciones, los cubanos no dudaron en enviar sus tanques en auxilio de la Revolución Argelina en peligro.
La mano de Estados Unidos estaba claramente detrás de los acontecimientos de Tinduf; nosotros sabíamos que los helicópteros que transportaban a las tropas marroquíes estaban piloteados por estadounidenses. Fueron esencialmente esas mismas razones de solidaridad internacional las que conducirían más tarde a los dirigentes cubanos a intervenir del otro lado del océano Atlántico, en Angola y otros lugares.
Las circunstancias que determinaron la llegada de ese batallón blindado merecen ser contadas, ya que ilustran más que cualquier otro comentario la naturaleza de nuestras relaciones privilegiadas con Cuba.
En octubre de 1962, durante mi visita a Cuba, Fidel Castro quiso cumplir con la promesa que su país nos había hecho de brindar una ayuda de 2.000 millones de francos antiguos. Teniendo en cuenta la situación económica de Cuba, debía enviárnosla, no en divisas, sino en azúcar. A pesar de mi negativa, ya que consideraba que en ese momento Cuba necesitaba más su azúcar que nosotros, no me hizo ningún caso.
Aproximadamente un año después de esta discusión, un barco con bandera cubana atracó en el puerto de Orán. Con el cargamento de azúcar prometido, recibimos la sorpresa del envío de dos decenas de tanques y cientos de soldados cubanos que venían a socorrernos. En una hoja arrancada de un cuaderno escolar Raúl Castro me enviaba un breve mensaje que anunciaba este gesto de solidaridad.
Por supuesto, no podíamos permitir que ese barco volviera vacío; lo llenamos pues de productos argelinos y, siguiendo el consejo del embajador Jorge Serguera, agregamos algunos caballos árabes. Así comenzó entre nuestros dos países un intercambio de carácter no comercial, bajo el signo de la solidaridad y que, según las circunstancias (y las exigencias), fue un elemento original de nuestras relaciones.
Un compromiso total
El Che Guevara era particularmente consciente de las numerosas restricciones que obstaculizan y debilitan una verdadera acción revolucionaria, así como de los límites que afectan cualquier experiencia, aun la más revolucionaria, desde el momento en que se enfrenta directa o indirectamente con las reglas implacables de la ley del mercado y la racionalidad mercantil. Él las denunció públicamente durante la Conferencia Afroasiática que tuvo lugar en Argel en febrero de 1965. Además, las penosas condiciones de la conclusión del asunto de los misiles instalados en Cuba y el acuerdo celebrado entre la Unión Soviética y Estados Unidos habían dejado un gusto amargo. Tuve además un muy duro intercambio de palabras al respecto con el embajador soviético en Argel. Todo eso, conjugado con la situación que prevalecía en África, permitía esperar inmensas potencialidades revolucionarias, y había llevado al Che a considerar que el eslabón débil del imperialismo estaba en nuestro continente y que debía en adelante dedicarle sus energías.
Traté de señalarle que quizás no era la mejor manera de ayudar a la maduración revolucionaria que se desarrollaba en nuestro continente. Si bien una revolución armada puede y debe encontrar apoyos externos, debe sin embargo crear sus propios resortes internos sobre los cuales apoyarse. No obstante, el Che Guevara quería que su compromiso fuera total y físico. Viajó a Cabinda (Angola) y al Congo Brazzaville en varias oportunidades.
Se negó a usar el avión privado que quería ponerle a su disposición para asegurar una mayor discreción a sus desplazamientos. Solicité entonces a los embajadores de Argelia en toda la región que se pusieran a su disposición. Volví a verlo en cada uno de sus regresos del África negra y compartimos largas horas intercambiando ideas. En cada oportunidad, volvía impresionado por la fabulosa riqueza cultural del continente, pero poco satisfecho con sus relaciones con los partidos marxistas de los países que había visitado y cuyas concepciones lo irritaban. Esta experiencia de Cabinda, conjugada con la que tendría luego con la guerrilla que se desarrollaba en la región de la ex Stanleyville (4), lo había decepcionado mucho. Paralelamente a la acción del Che, llevamos a cabo otra acción para el rescate de la revolución armada del oeste del Zaire. De acuerdo con Nyerere, Nasser, Modibo Keita, N’Krumah, Kenyatta y Sékou Touré, Argelia brindaba su aporte enviando armas a través de Egipto mediante un verdadero puente aéreo, mientras que Uganda y Malí se encargaban de proveer cuadros militares. Fue en El Cairo, donde nos reunimos por mi iniciativa, que concebimos ese plan de rescate y comenzamos a aplicarlo, cuando recibimos un llamado desesperado de los dirigentes de la lucha armada. Lamentablemente, nuestra acción intervino demasiado tarde y esa revolución fue ahogada en sangre por los asesinos de Patrice Lumumba.
Durante una de sus estadías en Argel, el Che Guevara me hizo llegar un pedido de Fidel. Al estar Cuba bajo estrecha vigilancia, nada podía organizarse seriamente respecto de América Latina para enviar armas y cuadros militares que habían sido entrenados en Cuba. ¿Podía Argelia tomar el relevo? La distancia no era el principal obstáculo; todo lo contrario, podía jugar en favor del secreto que condicionaba el éxito mismo de una operación de esta importancia. Mi respuesta fue por supuesto un “sí” espontáneo. E inmediatamente comenzó la implementación de las estructuras de acogida para los movimientos revolucionarios de América Latina, bajo el control directo del Che Guevara. Rápidamente, los representantes de todos esos movimientos revolucionarios se trasladaron a Argel, donde me encontré con ellos en varias oportunidades en compañía del Che. Un Estado Mayor que agrupaba a los movimientos se estableció en las alturas de Argel en una casona rodeada de jardines que habíamos decidido, simbólicamente, asignarles. Esta villa Susini había sido un lugar célebre cuyo nombre pasó a la posteridad. Durante la lucha de liberación nacional había sido un centro de tortura donde muchos hombres y mujeres de la resistencia perdieron la vida. Un día, el Che Guevara me dijo: “Ahmed, acabamos de recibir un duro golpe; hombres entrenados en la villa Susini fueron detenidos en la frontera entre tal y tal país (ya no recuerdo cuáles) y temo que hablen bajo tortura”. Se preocupaba mucho y temía que se revelara el secreto del lugar donde se preparaban las acciones armadas y que nuestros enemigos conocieran la verdadera naturaleza de las empresas de importación y exportación que habíamos instalado en América del Sur.
El Che Guevara había partido de Argel cuando se produjo el golpe de Estado militar del 19 de junio de 1965 respecto del cual, por otra parte, me había advertido. Su partida de Argel, y luego su muerte en Bolivia y mi propia desaparición durante quince años deben estudiarse en el contexto histórico que marcó el retroceso que siguió a la etapa de las luchas de liberación victoriosas. Ese retroceso que anunció el fin, tras el asesinato de Lumumba, de los regímenes progresistas del Tercer Mundo, entre ellos, los de N’Krumah, Modibo Keita, Sukarno, Nasser, etc.
La fecha 9 de octubre de 1967 grabada a fuego en nuestra memoria evoca una jornada inconmensurablemente sombría para el prisionero solitario que era, cuando las radios anunciaron la muerte de mi hermano, y los enemigos que habíamos combatido juntos entonaban su siniestro canto de victoria. Pero cuanto más nos alejamos de esta fecha y se diluyen en la memoria las circunstancias de la guerrilla que culminó ese día en el Ñancahuazú, más el recuerdo del Che está presente en el espíritu de aquellos que luchan y esperan. Más que nunca, se inscribe en la trama de sus vidas cotidianas. Algo del Che permanece aferrado a sus corazones, a sus almas, escondiendo un tesoro en la parte más profunda, más secreta y más rica de sus seres, avivando su coraje, atizando su energía.
Un día de mayo de 1972, el silencio opaco de mi prisión celosamente vigilada por cientos de soldados fue quebrado por una gran algarabía. Me enteré así de que, apenas a unos cientos de metros, Fidel estaba visitando una granja modelo muy cercana e ignoraba sin duda que yo me encontraba en esa casa morisca aislada en la colina cuyos techos podía ver por encima de la copa de los árboles. Fue sin duda por esas mismas razones de discreción que esa misma casa había sido elegida antes por el ejército colonialista como centro de tortura.
En ese momento, un montón de recuerdos me vinieron a la mente, una cohorte de rostros, como una película patinada por el tiempo, desfiló por mi cabeza, y, como nunca desde que nos separamos, el Che Guevara estuvo tan vivo en mi memoria.
En verdad, su recuerdo nunca nos dejó a mi esposa y a mí. Una gran fotografía del Che estuvo siempre colgada en las paredes de nuestra prisión y su mirada fue testigo de nuestra vida cotidiana, nuestras alegrías y nuestras penas. Pero otra fotografía, una pequeña foto recortada de una revista que había pegado en un cartón y protegido con un plástico nos acompañó siempre en nuestras peregrinaciones. Es la más cara a nuestros ojos. Se encuentra hoy en Maghnia, mi ciudad natal, en la casa de mis padres que ya no están y donde dejamos nuestros recuerdos más preciados antes de partir al exilio. Es la foto de Ernesto Che Guevara tendido, con el torso desnudo, cuyo cuerpo irradia tanta luz. Tanta luz y tanta esperanza.
1. Artículo publicado en 1997 con motivo de los treinta años del asesinato del Che Guevara.
2. Los argelinos que lucharon por la independencia contra los franceses.
3. Efectivos que peleaban por Francia en la guerra de Argelia.
Este artículo forma parte de Explorador Cuba
Otros textos de la publicación:
El país real, el país imaginado, por Luciana Garbarino
Tiempos de distensión, por Sarah Ganter
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* Dirigente histórico del Frente de Liberación Nacional (FLN) [1916-2012] argelino y primer presidente de la Argelia independiente.
Traducción: Gustavo Recalde