ATLAS IV: MUNDOS EMERGENTES

Migrantes indeseables pero tan indispensables

Por Alain Morice y Claire Rodier*
El desarrollo del capitalismo en Europa a lo largo de los siglos XIX y XX, especialmente en potencias económicas como Alemania, Francia y el Reino Unido, es indisociable del hecho migratorio. Este fenómeno es proteico. Desde los años 1970, es presentado cada vez más en los discursos públicos como un “problema”, en un contexto de xenofobia creciente.
Fuentes: List of Deaths, United Against Racism, Ámsterdam; Migreurop, cronología de las políticas europeas en materia de migración y de asilo realizada por Alain Morice, www.migreurop.org/article1917.html

Muy pronto, los polos de crecimiento industrial requirieron mano de obra exógena, por lo que se beneficiaron de los movimientos de la población trabajadora, cuando no los generaron. Se establecieron diversas tradiciones migratorias, fruto del éxodo rural, que había puesto a errar a “un proletariado sin hogar ni lugar”, o bien de poblaciones procedentes de regiones europeas más pobres o de confines lejanos. Mostrando poco interés por los derechos de los trabajadores extranjeros y respondiendo a lógicas utilitaristas y oportunistas, los empresarios importaron trabajadores en función de sus necesidades y, cuando éstos se volvían inútiles, el Estado decretaba retornos forzosos, como sucedió en Francia a principios de los años 1930, cuando los trabajadores provenientes de las colonias, de Italia o de Polonia fueron expulsados del país. Pero muchos migrantes tuvieron descendencia en los países de acogida, atrayendo nuevas migraciones y contribuyendo a la consolidación de minorías étnicas más o menos toleradas. Los Estados oscilaron constantemente: por un lado, hubo cierto laisser-faire para cubrir las necesidades de difícil planificación y utilizar extranjeros pobres como medida de presión sobre el nivel salarial medio; por otro, se procedió a la selección dirigista de esta mano de obra según su presunto dinamismo y sumisión en el trabajo, con el poder de contener el flujo en caso de estancamiento económico o de comportamientos juzgados demasiado turbulentos o subversivos: esta población aceptó implícitamente un doble pacto de inestabilidad y de invisibilidad.

Alemania, sujeta al ius sanguinis, consideró durante mucho tiempo que estos trabajadores eran inasimilables y que no podían pertenecer a la nación, ni siquiera los de segunda generación. El Reino Unido, beneficiándose de la inmensa reserva del Commonwealth, hizo del estatuto inferior de los ciudadanos de países vasallos un resorte que le asegurara la flexibilidad de su política migratoria. Francia, Bélgica y los Países Bajos, adoptando convenios de mano de obra con sus antiguas colonias, o bien tolerando una inmigración libre cuando el mercado laboral estaba tenso, practicaron durante mucho tiempo una política pragmática, a la vez que sustituyeron las leyes sobre infracciones leves de los extranjeros por un régimen jurídico vinculante, en el que planeaba constantemente la amenaza de anulación de los permisos de residencia y de trabajo. En general, ninguno de estos países ha llegado a sentirse verdaderamente como un país de inmigración, al considerarla una especie de mal necesario pero temporal, a pesar de la evidente realidad. En grados diversos, de manera muy particular en Francia, donde el espíritu “republicano” sigue siendo hostil a la noción misma de “minorías”, toda Europa, en los albores de su unificación política y económica, se volvió incapaz de afrontar el desafío de la correcta integración de las poblaciones alógenas.

Desde 1972, se destacan varias evoluciones. La recesión que se anunciaba sirvió para endurecer las políticas de acogida de extranjeros en los lugares con inmigración antigua, como Alemania Federal, Francia, Benelux y el Reino Unido, con medidas que incitaban a la partida de los excedentarios. En las décadas siguientes, la Comunidad Económica Europea, instaurada en 1957, que se convertiría en Unión Europea en 1992, vivió ampliaciones sucesivas (al pasar de 6 a 27 miembros). El Acuerdo de Schengen de 1985 inscribió en su programa la libre circulación de personas dentro del espacio común. Pero los recursos y las necesidades de mano de obra fueron cada vez más diversos: algunos Estados miembros, como Italia o España, tradicionalmente proveedores de migrantes a los países situados más al Norte, vieron invertirse los flujos y se convirtieron a su vez en importadores de mano de obra a partir de los años 1980. Lo mismo sucedió con miembros más recientes, como Polonia y Rumania, simultáneamente países de emigración hacia Europa Occidental y de inmigración, en particular proveniente de Asia.

Cuando la “cortina de hierro” se derrumbó, creció el temor entre los dirigentes de la Unión Europea a un supuesto “riesgo migratorio” procedente de Asia. Surgieron tensiones en el seno del espacio europeo, así como entre éste y los “terceros países”, cada vez más solicitados para contribuir, en una fase inicial, a la consecución de los objetivos proteccionistas de la Unión Europea. En este contexto, el nefasto clima político estuvo marcado a la vez por la instauración de una lógica permanente de persecución al extranjero, convertido en chivo expiatorio, y por un envenenamiento de las relaciones internacionales: los candidatos a migrar son usados como moneda de cambio. El leitmotiv de la “invasión”, propagado por la extrema derecha en un número creciente de países miembros y en ocasiones repetido por los gobernantes, aglutina acusaciones en torno a dos ideas: por un lado, el migrante sería culpable de las crisis, acapararía el empleo y se beneficiaría abusivamente de la protección social; por otro, su cultura y sus costumbres lo convertirían en una persona no “integrable” que pondría en peligro la identidad nacional del país de acogida.

Francia ha sido la cuna, en los años 1980, de esta temática que se ha desarrollado en países tan dispares como Austria, Alemania, el Reino Unido, Dinamarca o los Países Bajos, y que ha desembocado a lo largo de la década del 2000 en la de la “inmigración escogida”. El Pacto Europeo sobre Inmigración y Asilo, aprobado por los Estados miembros en 2008, es el reflejo de este doble enfoque. Se puso en marcha un impresionante dispositivo para encerrar a los extranjeros irregulares, vigilar las fronteras de la Unión Europea y fichar a las personas entrantes, mientras el derecho de asilo se restringió cada vez más debido a las sospechas de fraude. Los países miembros reafirmaron paralelamente que cada uno de ellos continúa siendo soberano en materia de inmigración laboral, criticando a su vez tanto el laxismo, como la rigidez del vecino. Así, Francia denunció en varias ocasiones las regularizaciones masivas de “clandestinos” efectuadas repetidamente en Italia o en España como una manera de introducir a extranjeros indeseables en suelo europeo. Se ha llegado incluso a no respetar el principio de libre circulación en el seno de la Unión Europea: Italia y Francia, por ejemplo, llevaron a cabo devoluciones forzosas de rumanos y búlgaros pertenecientes a la minoría étnica rom, a pesar de que eran ciudadanos europeos desde 2007.

Los dirigentes europeos “tercerizan” la aplicación de una parte de la gestión de su política migratoria delegándola, primero, en los países limítrofes (en ocasiones bautizados “países de tránsito”) y, después, en países cada vez más lejanos considerados fuente de emigración. El control de las fronteras exteriores de Europa es subcontratado a los países emisores. Éstos son cada vez más solicitados para contribuir en la lucha contra la inmigración irregular, asimilada, sobre todo desde el 11 de septiembre de 2001, al terrorismo y al tráfico de personas. El Consejo Europeo de Sevilla de junio de 2002 supeditó la ayuda hacia terceros países a que éstos participaran activamente en la lucha contra lo que se ha denominado abusivamente “emigración ilegal”, en contradicción con lo que los textos internacionales consagran como el “derecho a abandonar todo país, incluido el propio”. El presupuesto europeo de tercerización es tan cuantioso como multiforme: señalemos el establecimiento de “agentes de enlace” en aeropuertos lejanos para que descubran documentos falsos; la creación de la agencia Frontex que, desde 2005, “coopera” para impedir las partidas en sus lugares de origen, y la multiplicación en algunos países (como Libia, Marruecos y Turquía) de campos, oficiales o improvisados, donde se encuentran atrapados los candidatos a la migración. Se negocian convenios de readmisión con los países de donde provienen los migrantes arrestados en territorio europeo, a fin de asegurar su repatriación. Una negociación compleja cuando los países solicitados son presa de las presiones que ejerce una población para la cual la emigración es vital (como en Malí) o cuando hacen subir las ofertas (como Libia entre los años 2004 y 2011), es decir: se retienen los candidatos al exilio a cambio de compensaciones financieras.

Más allá del lenguaje engañoso de un “co-desarrollo” supuestamente benéfico en países que, sin embargo, se hunden en la miseria, estas relaciones asimétricas han reactivado mecanismos de regateo y de corrupción entre los Estados, cuyas poblaciones pagan los platos rotos, y permiten dudar de que el control de las migraciones propiamente dicho sea un objetivo en sí mismo.

Este artículo forma parte del Atlas IV. Mundos emergentes de Le Monde diplomatique

 

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* Promoción válida sólo para residentes en Argentina.

* Respectivamente: Investigador en el Centre Nationale de la Récherche Scientifique (CNRS), asociado a la Unidad de Investigaciones Migración y Sociedad (URMIS) / Francesa, es jurista del GISTI (Grupo de Información y Apoyo a los Inmigrantes) y cofundadora y vicepresidente de la red euro-africana Migreurop. Se dedica especialmente a las políticas europeas de inmigración y asilo. Ha participado en numerosas publicaciones sobre estos temas, ha colaborado en el Atlas des migrants en Europe (Armand Colin, reeditado en 2012) y coordinado, con Emmanuel Terray, la obra colectiva Immigration. Fantasmes et réalités (La Découverte, 2008).

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