INTRODUCCIÓN REVISTA EXPLORADOR N° 3: JAPÓN

El pacifismo armado

Por Creusa Muñoz*
Japón es la tercera potencia económica del mundo. Pero su talla política aún no está a la altura de su grandeza productiva. Sus ambigüedades estratégicas, entre Oriente y Occidente, lo dejan hoy inerme en una de las regiones más conflictivas del planeta.
© Yuriko Nak / Reuters / Latinstock

Nunca el ascenso de un Estado a gran potencia mundial se produjo de forma pacífica. Japón no sería la excepción. La modernización arrolladora que impulsó el gobierno nipón desde mediados del siglo XIX, luego de doscientos años de aislacionismo, le permitió alcanzar rápidamente el desarrollo de las potencias occidentales. Las mismas que en su sed de nuevos mercados, lo habían forzado a abandonar su aislamiento internacional y, en definitiva, las que despertarían, sin querer, una ambición latente en la nación oriental: el sueño imperialista.

Japón se incorporaba así, tardíamente, a la carrera por la conquista territorial ya lanzada por las grandes potencias de la época. Pero en su cruzada por convertirse en un imperio colonial, el revisionismo militarista japonés fue ganando terreno hasta arrastrar al país a una sucesión de contiendas bélicas, que tendrían un trágico desenlace en la Segunda Guerra Mundial con el devastador ataque atómico sobre su territorio.

Una nación que, en apenas una generación, pasaba de ser uno de los Estados más fracturados políticamente del mundo a erigirse en una de las grandes potencias, quedaba así nuevamente fracturada no ya por el atraso, sino por la ambición imperialista, que dejó al país arrasado por los horrores de la guerra (1).

Ascenso y estancamiento

Desde que sus ambiciones hegemónicas quedaron reducidas a la nada, Japón se embarcó en una rápida reconstrucción económica, facilitada, en gran parte, por su renuncia definitiva al derecho de beligerancia (estipulada en la Constitución de 1947) y por el Tratado de Seguridad firmado con Estados Unidos en 1951, por el cual la gran potencia norteamericana liberaba al gobierno nipón de los gastos militares al hacerse cargo de la defensa del país frente a una agresión externa. La recuperación económica se lograba así a costa de la sumisión militar y la reverencia política.

En la década de los sesenta Japón vivió un boom sin precedentes que lo llevó a establecerse como la segunda potencia económica del mundo. Pero se convirtió también en el bastión militar estadounidense en el Pacífico, con unas 90 bases militares en el archipiélago. La potencia norteamericana, en retribución, le ofreció generosas facilidades económicas como el amplio acceso a su mercado, a sus bloques comerciales e importantes contratos de transferencia de tecnología de punta.

El sostenido éxito económico japonés se extendió durante décadas. Pero se esfumaría estrepitosamente con el estallido de la burbuja financiera a fines de la década de los noventa. Las recetas de los gobiernos posteriores –en su mayoría del Partido Liberal Democrático (PLD), que domina la vida política del país desde la posguerra– rompieron con las prácticas que hasta entonces habían generado el “milagro japonés”: intervención pública con fuerte estímulo a la industria, mano de obra calificada, cohesión social (2)… A las décadas de éxito, les siguieron entonces años de estancamiento, agravados por la peor recesión que vivió Japón desde la posguerra, con el golpe asestado por la crisis internacional de 2008 sobre su economía. La brutal caída de la demanda mundial, en un modelo fuertemente orientado a las exportaciones, no podía más que derrumbar a la ya debilitada economía japonesa. 

La llegada al poder del primer ministro Shinzo Abe (PLD) en 2012, con sus medidas conocidas como “Abenomics” –en alusión a las “Reaganomics”, que marcaron el primer período del neoliberalismo estadounidense en los años 80– acrecentaron los beneficios de una minoría en detrimento de la mayoría. La incipiente reactivación económica alcanzada a través de la inyección de liquidez con el objetivo de relanzar la inflación y así favorecer, con un yen depreciado, a las exportaciones, provocó ganancias récords en grandes empresas exportadoras –como en la industria automotriz– que se trasladaron en parte al salario de sus trabajadores. Pero este éxito económico es concentrado y oculta el deterioro laboral que sufre el 70% restante de la mano de obra japonesa que trabaja en pequeñas y medianas empresas que suelen absorber los mayores costos de producción de los grandes grupos económicos. 

La precarización laboral, velada detrás de uno de los índices de desempleo más bajos del mundo, expulsa del sistema fundamentalmente a los jóvenes. Pero no es el único problema que enfrenta la sociedad. El descomunal crecimiento de la población pasiva provocará en un futuro próximo una pesada carga para el Estado.

El malestar social por la falta de respuesta a estos problemas estructurales de la economía despierta en la memoria colectiva una inquietante mirada retrospectiva: en plena crisis económica internacional de 1929, frente al aumento de las reivindicaciones democráticas, el militarismo expansionista emergió con una fuerza inusitada solapando así el estallido social bajo la bandera del nacionalismo.

Entre Oriente y Occidente

Acorralado por un delicado equilibrio regional, que hoy instala al Pacífico como una de las zonas más conflictivas del planeta, y frente a la emergencia de nacionalismos militaristas, el creciente armamentismo y el resurgimiento de viejas disputas territoriales irresueltas, no resulta paradójico que Japón, un Estado que se declara pacifista (sus gastos militares legalmente no pueden superar el 1% del PNB), hoy sea el octavo país más militarista del mundo. Tampoco que por primera vez desde la posguerra, haya incrementado sus gastos en ayuda militar y flexibilizado algunas disposiciones anti-bélicas de la Constitución, como aquella que restringe las exportaciones de armas.

Pero sus ambigüedades estratégicas no sólo se concentran en la disyuntiva entre el pacifismo y el militarismo: la orientación de su política exterior también vacila entre Oriente y Occidente. Por un lado, el país del sol naciente intenta, junto a Estados Unidos, contener las reivindicaciones de China en el Mar de China Meridional, que busca por la fuerza resguardar un paso estratégico vital para su creciente economía. E intenta, por el otro, emanciparse de la pesada carga de seguir siendo el bastión militar de Estados Unidos en la región. Pero los vínculos económicos que conserva con ambas potencias, sus principales socios comerciales –Tokio, además, es uno de los principales tenedores de bonos del Tesoro estadounidense– coartan su camino hasta dejarlo cercado en la trampa del Pacífico.

La arrolladora diplomacia económica de Japón, su principal arma política desde la posguerra, que hoy impulsa junto a Estados Unidos el Tratado Transpacífico, no alcanzará para resolver sus vacilaciones ni contener una región de alta conflictividad.  

Su talla política aún no está a la altura de su grandeza económica. Ninguna potencia en la historia pudo mantenerse ajena a sus responsabilidades geopolíticas. No le faltan ni la fuerza ni el coraje: sólo Japón soportó catástrofes tan atroces como bombas atómicas, terremotos, tsunamis y logró sobreponerse hasta convertirse en una de las grandes potencias del mundo. El poder está a su alcance, resta saber cómo lo ejercerá. 

1. Véase Marta Elena Pena de Matsushita, La cultura de Japón, ediciones Kaicron, Buenos Aires, 2011.

2. Martine Bulard, “Entre Occident et Orient”, Le Japon méconnu – Manière de voir, París, julio de 2009.


EXPLORADOR N° 3: Japón

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* Editora de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur. Esta nota fue publicada en el Suplemento de Cultura y libros de La Capital de Rosario bajo el título “Conjurar el horror” el 2 de agosto de 2020.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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