Tres hipótesis para el Big Bang
Ciencia del universo en su totalidad, la cosmología es una disciplina singular que se propone describir el cosmos desde su instante inicial hasta su eventual instante final. La experiencia “creación del universo” obviamente no es reproducible y esto hace inaplicable el proceso habitual de inferencia y verificación mediante la observación reiterada de procesos similares. Además, el observador forma parte del sistema que intenta describir y esto es incompatible con el distanciamiento necesario para una observación neutra y objetiva. Finalmente, las “condiciones iniciales”, es decir, el estado del sistema a partir del cual se calcula el cambio, son misteriosísimas, puesto que por definición no existe anterioridad ni exterioridad al “sistema-universo”. Sin considerar que las energías en juego en los primeros instantes de la historia cosmológica superan enormemente lo que se ha ensayado en la Tierra y que, inversamente al procedimiento habitual, lo que se conoce es el estado “final” del objeto de estudio y lo que se busca es su estado inicial. Sin embargo, pese a esas dificultades (y en parte gracias a ellas), la cosmología se convirtió en una ciencia, más aún, en una ciencia exacta. El modelo estándar del Big Bang, es decir, un universo en expansión desde hace cerca de 14.000 millones de años, es hoy convincente porque lo sustentan elementos sólidos.
Fundamentos concluyentes
En el plano observacional, la idea de un universo en expansión se impuso a mediados del siglo XX por varias razones excelentes. Las galaxias se alejan unas de otras, la abundancia de elementos químicos en el universo concuerda con las predicciones de la física nuclear en un escenario de tipo Big Bang, y el contenido del cosmos cambia manifiestamente con el tiempo, lo cual sería difícilmente explicable si éste fuera estático y eterno. Finalmente, la radiación fósil, verdadera primera luz del universo, se comporta exactamente de acuerdo a lo esperado. Ese fondo difuso de fotones, radiación proveniente de todas las direcciones del cielo, descubierto en 1965 y actualmente observado con inigualada precisión por el satélite europeo Planck (1), atestigua el período de intenso calor que experimentó el universo después del Big Bang, confirmando así el núcleo del modelo. Además, conserva finas huellas de la física del Universo primordial: lentamente, los primerísimos instantes develan sus secretos.
En paralelo a esos fundamentos experimentales, el modelo del Big Bang se desplegó gracias a la edificación de un notable marco teórico: la relatividad general, que explica la naturaleza profunda del espacio y el tiempo. Ella demuestra –y ésta es una revolución enorme– que el espacio-tiempo ya no es el lugar en el que se desarrollan los fenómenos, sino que él mismo es un fenómeno. En otras palabras, el espacio-tiempo pasa a ser dinámico: la expansión del Universo no es un desplazamiento de materia en el espacio, sino una dilatación del espacio mismo. Por otra parte, también es dentro de ese marco que realmente pueden aprehenderse los agujeros negros. Cuando una estrella con mucha masa estalla en supernova se crea en el espacio una zona de tanta densidad que nada puede salir de ella. El agujero negro presenta una estructura tan compleja que en él el espacio se convierte en tiempo y el tiempo en espacio (2). Es como si el espacio se vertiera sobre la singularidad central, señalando… ¡el fin del tiempo! Llevando la relatividad a su paroxismo, los agujeros negros conducen a fenómenos extraños. Por ejemplo, la velocidad de un cuerpo que cae en el horizonte de un agujero negro sería medida como la más grande posible (la de la luz) por el observador vecino, pero como la más pequeña posible (es decir, cero) por un observador lejano.
Otros enfoques
Pero el modelo es imperfecto y tropieza con tres cuestiones importantes.
Primero, la masa del Universo es en su mayor parte de naturaleza desconocida. Peor aún, se puede demostrar que esa “materia negra” no está constituida por partículas identificadas en la física de altas energías. O sea que el enigma es doble: cosmológico, por tratarse del componente dominante del Universo, y corpuscular, porque hay que descubrir nuevas partículas aún no catalogadas. No hay muchas soluciones posibles. La más convincente consiste en suponer una nueva simetría fundamental de la Naturaleza (llamada supersimetría): una relación entre las partículas que constituyen la materia (quarks, electrones…) y las que vehiculizan las interacciones (por ejemplo, electromagnéticas o nucleares). De esta elegante hipótesis debería derivar la existencia de corpúsculos pesados y estables que podrían constituir la materia negra del Universo, alrededor de sesenta veces más abundante que la materia directamente visible. Esta persecución, realizada en especial gracias a los aceleradores de partículas –en particular, el Large Hadron Collider (LHC) del Centro Europeo de Investigación Nuclear (CERN) de Ginebra– es hoy una de las principales preocupaciones de los físicos y cosmólogos. Por el momento, no se halló ningún rastro de supersimetría en el LHC. Muy por el contrario, la versión “mínima” de esta teoría quedó en lo fundamental descartada.
Luego, hace unos diez años, algunas observaciones confiables demostraron que la expansión del universo era cada vez más rápida (3). ¿Cómo puede acelerarse el universo si la única fuerza que opera a gran escala, la gravedad, es una fuerza de atracción? Esta pregunta da lugar a una actividad teórica y observacional más intensa porque la energía asociada a esa aceleración es dos veces mayor que la de la materia negra.
Por último, el Big Bang mismo, en tanto instante original, es fundamentalmente incomprensible. ¿Qué puede significar ese comienzo increado (“¡Creación en el tiempo, y para ello un Creador, y en consecuencia Dios!”: la declaración de Pío XII de 1951 recordaba el tema de fondo) y matemáticamente ambiguo? Esto representa una predicción de la relatividad general, mientras que precisamente a partir de ese momento la teoría deja de ser válida por una simple razón: ignora las lecciones de la mecánica cuántica, física del microcosmos que demuestra que a pequeña escala todo se hace discontinuo, que las partículas elementales están dotadas de ubicuidad y que la visión determinista (una causa produce un efecto seguro) debe reemplazarse por la concepción probabilística (una causa produce un efecto probable). Conciliar relatividad general y física cuántica es una tarea extraordinariamente difícil, a la que se consagraron los más brillantes pensadores desde hace un siglo. El enfoque más logrado, que no requiere ninguna hipótesis revolucionaria, es seguramente la gravedad cuántica de bucles (4). Esos bucles formarían una fina malla que no estaría en el espacio sino que constituiría el espacio mismo, conformado por pequeños “átomos” elementales en los que viviríamos.
Aplicado al Universo, este modelo transforma radicalmente nuestra visión cosmológica: el Big Bang, la singularidad primitiva, desaparece, y es sustituido por “un gran rebote”. En otras palabras, existiría un “antes del Big Bang”, un espacio en contracción que habría rebotado en el momento en que su densidad se hizo gigantesca, dando nacimiento así a la expansión actualmente observada. Esta teoría rigurosa, y matemáticamente bien definida, es además potencialmente comprobable, puesto que ese rebote titanesco podría haber dejado finas huellas detectables en la radiación fósil.
La herida narcisista
Pero existe otro enfoque, la teoría de las cuerdas (5), que invita a formular la vertiginosa pregunta de la existencia de universos múltiples. En efecto, la inflación –aumento considerable del “tamaño” del Universo en sus primeros instantes– habría creado no uno, sino una infinidad de universos-burbuja, estructurados según leyes físicas distintas (dictadas por las cuerdas), eventualmente muy distantes de las que rigen nuestra propia burbuja. Nueva herida narcisista, después de las infligidas por Nicolás Copérnico, Charles Darwin y Sigmund Freud a la idea que el hombre se hacía de su estatuto de “elegido”: nuestro universo mismo es derribado de su pedestal y reinterpretado como un irrisorio y contingente islote en ese vasto “pluriverso”. Más allá, mundos sin luz, mundos sin materia, mundos de diez dimensiones… Cada universo-burbuja tendría su propio Big Bang, tal vez su propia dimensionalidad. Finalmente, todo o casi todo se volvería posible. Dentro de esa estructura de muñecas rusas de universos múltiples, nosotros estaríamos en uno de los que son favorables a la existencia de la complejidad, y por ende de la vida –ínfima parcela donde la física tomó la forma extraña y agraciada que le conocemos–. De la misma manera que nuestro planeta no es del todo representativo del conjunto de nuestro universo, nuestro universo seguramente no es representativo del multiverso en su totalidad. Esto no es una teoría, sino una predicción de ciertas teorías, y por eso este modelo es verificable en el sentido habitual del término, aunque obviamente muy especulativo. Lo real sería más plural de lo que tiende a pensar una tradición vertebrada por los mitos del Uno y el Orden. Lo cual no deja de repercutir en una tradición de pensamiento paralelo que iría desde los atomistas griegos hasta algunos filósofos analíticos, pasando por François Rabelais, Gottfried Leibniz, Ludwig Wittgenstein o Jacques Derrida.
Estas hipótesis no reniegan para nada de las exigencias de rigor de la física habitual. Pero tal vez abren puertas nuevas. Viven en las fronteras para disolverlas; consideran la posibilidad de una deconstrucción. Es evidente que esto nos plantea la pregunta acerca de nuestras expectativas respecto a la ciencia de la Naturaleza. Este abordaje invita a prestar escrupulosa atención a los detalles olvidados por la tradición, a los puntos de fricción, las paradojas y las aporías. Compromete a descifrar la física como una construcción, y a reconocerle el derecho de no ser la única versión correcta de lo real. Tal vez hoy el asunto sea multiplicar las formas posibles de nuestro relacionamiento con la(s) realidad(es). La extraordinaria diversidad del mundo requiere sin duda considerar una nueva pluralidad en nuestros modos de aprehenderla. La falta de imaginación siempre fue más perjudicial para las ciencias que el exceso de ideas audaces.
“Resistir es crear”, escribió el filósofo Gilles Deleuze. Exactamente de este modo se desarrolla (o debería desarrollarse) hoy la creación científica: resistencia contra las ideas recibidas, contra el desinterés político por la investigación fundamental, contra la facilidad del conformismo, contra la multiplicación de las instancias de notación tan dañinas como superficiales, contra la inflación “ubuesca” de la burocracia, contra la importación sistemática de los dogmas liberales, incluso allí donde su fracaso es inevitable, contra la precarización generalizada que favorece la implantación de un sistema intelectualmente inhibidor. Como enfatiza Carlo Rovelli (6), “la rebelión de las generaciones precedentes frente a las visiones del mundo establecidas, sus esfuerzos por pensar lo nuevo, fue lo que hizo nuestro mundo. Nuestra visión del mundo, nuestras realidades, son sus sueños realizados. No hay razón para temer el futuro: podemos seguir rebelándonos, soñando otros mundos posibles, y buscándolos”.
1. Cf. le site www.planck.fr
2. Jean-Pierre Luminet, Le Destin de l’Univers, Gallimard, París, 2010.
3. Este descubrimiento fue recompensado con el premio Nobel de Física de 2011.
4. Martin Bojowald, L’Univers en rebond, Albin Michel, París, 2011.
5. Steve Gubser, The Little Book of String Theory, Princeton University Press, 2010.
6. Carlo Rovelli, Qu’est-ce que le temps ? Qu’est-ce que l’espace?, Bernard Gilson éditeur, París, 2004.
* Astrofísico del Laboratorio de Física Subatómica y Cosmología (CNRS), profesor de la Universidad Joseph Fourier y miembro del Instituto Universitario de Francia.