UN CONTINENTE EN CRISIS

¿Última oportunidad para el euro?

Por Bernard Cassen*
Los países miembros de la Unión Europea persisten en su intento por salvar al euro. Pero el proyecto propuesto en la última cumbre de diciembre genera desconfianza, puesto que arrastra consigo parte de los problemas que han desencadenado la crisis actual.

En la película de Stanley Kubrick 2001: Odisea del espacio (estrenada en 1968), el robot HAL 9000, maravilla de la inteligencia artificial, embarcado en la nave Discovery en camino a Júpiter, se libera del control de los astronautas. Consigue eliminarlos, con la excepción de uno solo, que logra desconectarlo. Al volver a la Tierra –y más precisamente a Europa– en 2012, podemos comparar retrospectivamente al euro, electrón libre sin autoridad política que lo pilotee, con ese robot espacial. Cuando, en enero de 1999, se creó esta moneda única en los países que cumplían con los criterios de convergencia del tratado de Maastricht (1992), en una atmósfera de alegría general, sus diseñadores estaban lejos de anticipar que su criatura podría hacer lo que quisiera, aun a riesgo de romper la arquitectura de la Unión Europea, cuyo estandarte sin embargo representaba (1).
Para los historiadores, los “padres del euro”, Helmut Kohl, François Mitterrand e incluso Jacques Delors, tienen pocas circunstancias atenuantes, sobre todo porque fueron avisados sobre la absurdidad que consistía en imponer una política monetaria única en países ubicados en situaciones muy diferentes e incluso divergentes, tanto en términos de ciclos económicos como de estructuras productivas, demografía o niveles de productividad, entre otros (2).
No es el único error de concepción original. Igualmente funesta se reveló la decisión, alentada por Alemania, de confiarle la gestión del euro a un Banco Central Europeo (BCE) totalmente independiente de los gobiernos o cualquier otra autoridad que procediera del sufragio universal. Otra aberración: la interdicción que tenía el BCE de otorgar préstamos a los Estados que, para refinanciarse, deberían volverse hacia los mercados y los bancos privados, justamente cuando estos últimos tenían las puertas abiertas en Francfurt para gozar de préstamos a tasas privilegiadas.
Como puede verse, el euro, contrariamente a HAL, jamás había sido conectado a nadie ni nada. Así pues, pudo empezar su carrera de moneda con una dinámica limpia, teniendo por únicos interlocutores a los mercados financieros y a un BCE permanentemente atento a sus pedidos, incluso a su devoción (3). La crisis de la deuda soberana –cuya causa profunda es la transformación de la deuda privada, en particular la de los bancos, en deuda pública a cargo de los contribuyentes– le ofreció posibilidades ilimitadas de especulación y ganancias a la oligarquía de las finanzas. Y la existencia de la zona euro, cuya política monetaria debe practicar una distancia imposiblemente grande entre los intereses de los Estados del Norte (principalmente Alemania, Países Bajos, Austria, Finlandia) y los del Sur (Grecia, España, Portugal, Italia), le facilitó la tarea de manera considerable.

Salvataje a cualquier costo

Aunque las finanzas y el BCE no tienen que rendirle cuentas a nadie, no ocurre lo mismo con los dirigentes de los Estados de la zona euro: aun cuando adhieren a los dogmas neoliberales incluidos en los tratados europeos que hicieron votar, también tienen elecciones que ganar y un estricto mínimo de cohesión social que preservar para evitar rebeliones populares en las urnas o en la calle. La enésima cumbre europea de la “última oportunidad” celebrada en Bruselas el 8 y 9 de diciembre pasado sacó a la luz los callejones sin salida a los cuales condujeron las disposiciones del tratado de Maastricht, retomadas en la cumbre de Lisboa. Callejones que persisten en el proyecto de nuevo tratado surgido de este encuentro (4).
Su cristalina línea directiva rebasa el marco estricto de este acuerdo y refleja la dinámica general de la Unión Europea desde el principio de la crisis: el saneamiento de las cuentas públicas de los miembros de la zona euro es una prioridad absoluta, a la vez por razones de principio –casi de moral, en el caso alemán– y para salvar la moneda única. Hay que poner a esta última al amparo de una especulación que juega con los riesgos de default de varios países sobre su deuda soberana. Cualquier otra consideración es secundaria, ya se trate de los estragos sociales provocados por una cura de austeridad prevista para durar varios años o de la inminente entrada en recesión de la zona en su conjunto. En otros términos: desconectar a los astronautas para salvar a HAL.
Berlín actuó de manera particularmente desproporcionada: cada Estado se compromete a inscribir en su Constitución la “regla de oro” del equilibrio presupuestario, con una tolerancia que podría situarse entre el 0,3 y el 0,5% de su producto interno bruto (PIB). El Tribunal de Justicia de la UE vela por esta inscripción y por la identificación de la jurisdicción nacional encargada de verificar que la regla se aplique correctamente. La Comisión vigila las políticas presupuestarias y lanza sanciones casi automáticas (una multa cuyo importe equivale al 0,2% del PIB) si el déficit presupuestario sobrepasa el 3%. Los legisladores no participan del juego.

La camisa de fuerza franco-alemana

La canciller Angela Merkel era la única que verdaderamente quería un nuevo tratado. Necesitaba un instrumento jurídico exigente para preservar una zona monetaria estable que permitiera proteger las exportaciones alemanas, aun a riesgo de dejar en el camino a Estados poco confiables, como amablemente le había sugerido a Grecia. En cambio, quiso abonar el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MES) –que en julio de 2012 deberá suceder al Fondo Europeo de Estabilidad Financiera (FESF) en la tarea de “salvar” a los países en dificultades–, pero parsimoniosamente. Hay que reconocer que también debía tener en cuenta una fuerte limitación política interna: la vigilancia del Tribunal Constitucional Federal de Karlsruhe, que en un fallo histórico de 2009 denunciaba el “déficit estructural de democracia” de la UE y recordaba la “centralidad del Parlamento nacional”. De allí la necesidad, para la canciller, de verificar en cada etapa que no sería desautorizada por su mayoría parlamentaria ni por el Tribunal (5). En este sentido, un tratado le permite “blindarse” más eficazmente que un simple acuerdo entre gobiernos que a fin de cuentas son efímeros.
Apenas adoptado, el acuerdo del 9 de diciembre fue objeto de numerosas suputaciones, puesto que la firma del texto definitivo estaba prevista para marzo y su ratificación para antes de fin de año. Este escenario parece ser muy optimista. Algunos movimientos y partidos europeos podrían aducir que, ya que un tratado válido para la zona euro –actual y potencial– está siendo elaborado, habría muchas cosas para introducir allí además (o en lugar) de la camisa de fuerza que proponen Merkel y, en su estela, el presidente francés Nicolas Sarkozy. Por ejemplo, el famoso impuesto a las transacciones financieras, que muy útilmente podría alimentar los presupuestos europeos de “salvataje”, y al cual ambos líderes se convirtieron oficialmente. Como el bloqueo británico ya no existe –desde que el Reino Unido decidió no suscribir el acuerdo concluido entre veintiséis–, los europeos tienen una oportunidad única para poder ponerse de acuerdo en sus actos y sus discursos…
Por otro lado, la ratificación de tal acuerdo está lejos de ser un hecho, a pesar de todas las astucias que podrán encontrarse para evitar el recurso al referéndum en los países donde este procedimiento existe, particularmente en Irlanda, donde es obligatorio. Además, algunos parlamentos (los de Eslovaquia, Países Bajos, Finlandia, Hungría, República Checa) pueden rechinar. Y en Francia, varios candidatos a la presidencia de la República, entre ellos el del Partido Socialista, François Hollande, anunció que pedirían la renegociación del tratado. Así que habrá que ser muy temerario para apostar a su entrada en vigor en 2013…
Sin embargo, si tal debiera ser el caso, se implementaría una arquitectura paralela a la de la Unión Europea, y potencialmente competidora con ella: la de la zona euro y nada más, que comprendería a sus miembros actuales (en total diecisiete) y los otros Estados de la UE que aspiran a unirse, o sea nueve de cada diez, con el Reino Unido en rancho aparte. Sarkozy dio su interpretación de esta división: “Hoy hay claramente dos Europas. Una que quiere más solidaridad entre sus miembros, y regulación. Y otra que se aferra a la lógica del mercado único” (6). Eso es forzar mucho los hechos… Por cierto, David Cameron se reconocerá en la segunda categoría: efectivamente, proclamó que sus únicos objetivos eran la preservación del mercado único y la protección de los intereses de un sector financiero británico parasitario (el 10% del PIB, 1,6 millones de empleos) contra las veleidades de la regulación europea. En cambio, es muy difícil pensar en Merkel cuando se pronuncia la palabra solidaridad…
La diferencia fundamental entre el Reino Unido y otros, como Francia y Alemania, es la pertenencia a la zona euro. La supervivencia de esta última, y nada más, dicta las medidas institucionales proyectadas durante el último Consejo Europeo. La libra esterlina flota al ritmo de la coyuntura económica británica, de las intervenciones del Banco de Inglaterra… y el Reino Unido conserva su nota AAA sin dificultades. La moneda única europea, por su parte, no flota con relación a otras divisas en función de la performance de sus usuarios más ortodoxos en materia presupuestaria, sino en función de la diferencia (spread) de tipo de interés entre las obligaciones alemanas y las de países más endeudados. Los operadores de los mercados financieros, en efecto, no razonan en términos de “promedio” entre unos y otros, sino en términos de puesta en peligro del conjunto de la zona euro por un efecto dominó de sus componentes más frágiles. Así pues, es lógico que toda la zona sea pasible de una degradación de su nota.
De alguna manera, Alemania se autoimpuso un arresto domiciliario en la zona euro. Para ella, la moneda única representa una ventaja comercial estratégica, pero no piensa pagar el precio por ella (por ejemplo, contribuyendo a reducir los spreads mediante transferencias presupuestarias directas o indirectas a los países del Sur europeo). De allí su intransigencia en Bruselas para encerrarlos en el campamento de la virtud presupuestaria por medio de instituciones aún más rigurosas que las de la UE. En cuanto al papel de Sarkozy en este asunto germano-alemán, hace pensar en esta réplica de Los novios de la torre Eiffel, la obra de Jean Cocteau: “Ya que estos misterios nos sobrepasan, finjamos haberlos organizado”.
El estallido de la zona euro –hasta ahora impensable– forma parte de escenarios en los cuales trabajan no sólo las grandes empresas, sino también las más altas autoridades financieras: “Algunos bancos centrales europeos –anuncia el Wall Street Journal– comenzaron a establecer planes de emergencia para preparar la eventualidad de una salida de la zona euro de uno o de varios países, así como un posible hundimiento de la unión monetaria en su conjunto” (7). Uno nunca es mejor traicionado que por los suyos…

1. Véase Antoine Schwartz, “Ayer fiesta, hoy funeral”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, enero de 2012.
2. Laurent Jacque, “Anniversaire en demi-teinte pour l’euro”, Le Monde diplomatique, París, febrero de 2009.
3. Antoine Dumini y François Ruffin, “Tambalea el Banco Central europeo ”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2011.
4. El texto sólo compromete a sus signatarios, en principio los diecisiete Estados miembro actuales de la zona euro, a quienes se sumarán los otros diez miembros de la UE que así lo deseen. De allí que, para marcar la diferencia, se emplee en Francia la expresión “tratado intergubernamental”, aunque algunas instituciones comunitarias (Tribunal de Justicia, Comisión) y el BCE se utilizan para la implementación de sus disposiciones.
5. “El Consenso de Berlín se impone en Europa”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2010.
6. Entrevista publicada en Le Monde, 13-12-11.
7. The Wall Street Journal, Nueva York, 8-12-11.

* Profesor emérito del Instituto de Estudios Europeos de la Universidad de París VIII, secretario general de la asociación Mémoire des luttes.

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