¿Pobreza cero?
Amparada bajo el seductor pero nebuloso eslogan “pobreza cero”, la política social del nuevo gobierno parece estar guiada por el paradigma de “pisos de protección social” elaborado por Naciones Unidas. En la línea del Pacto Global de 1999, las Metas del Milenio de 2000 o el Pacto Mundial de Empleo de 2009, diferentes organismos dependientes de la ONU, liderados por la Organización Mundial del Trabajo y la Organización Mundial de la Salud, lanzaron hace cinco años la Iniciativa Pisos de Protección Social, con el objetivo de promover cobertura básica universal de alimentación, salud, educación y vivienda. Como todo importa pero casi nada se decide hasta que llega al primer mundo, el disparador fue la crisis financiera del 2008, que alertó sobre el riesgo de gobernabilidad y las derivas electorales hacia la izquierda radical o la ultraderecha filo-fascista en Europa.
A diferencia de lo que ocurre con los encargados de manejar las finanzas, las relaciones exteriores y las fuerzas represivas, que no se han privado de ofrecer anuncios públicos, entrevistas y conferencias de prensa, el rumbo de la política social del macrismo no ha sido formulado de manera explícita por sus responsables, de los que hasta ahora no conocemos más que sonrientes imágenes fugaces en los momentos de la jura. Hay entonces que bucear en las profundidades de las webs de los Ministerios o llamar a los voceros para confirmar que la, digamos, filosofía general de la gestión macrista en esta materia coincide con la perspectiva de Naciones Unidas.
Nada que objetar, en una primera mirada. Como principio ordenador, el criterio puede ser útil para países con bajos niveles de desarrollo o para las zonas más rezagadas dentro de panoramas nacionales no tan dramáticos. Sin ir más lejos, es lo que explica los dos avances sociales más importantes del largo ciclo de gobiernos de izquierda en América Latina, registrados en el altiplano boliviano, donde la pobreza extrema pasó del 45,2 al 18 por ciento desde la llegada al poder de Evo Morales, y el nordeste brasilero, donde se redujo del 22,9 al 7 por ciento durante los gobiernos del PT (1).
La pregunta es si se trata de la orientación más adecuada para un país como Argentina. Como se sabe, desde hace 25 años Naciones Unidas elabora el Índice de Desarrollo Humano (IDH), reacción política a la hegemonía economicista del PBI como indicador de bienestar, diseñado por Mahhub ul Haq y Amartya Sen, dos economistas multipremiados y no casualmente nacidos en países pobrísimos (Pakistán e India, respectivamente). El IDH se compone de tres dimensiones centradas no ya en la economía de un país sino en las personas que lo habitan, y que refieren a una vida larga y saludable, la posibilidad de adquirir conocimientos y un nivel de ingresos digno, dando como resultado un indicador sintético que permite analizar y comparar.
Pues bien: según los datos de 2015, es decir después de doce años de desmesura macroeconómica, populismo político y clientelismo social, Argentina es el país con el IDH más alto de América Latina, 40° en el ranking mundial, por encima de Chile y Uruguay (vedettes de los mercados como Perú o Colombia aparecen varias decenas de puestos por debajo). Si se corrige por desigualdad, es decir si a los indicadores originales se agrega la distribución del ingreso, Argentina cae ocho lugares, como por otra parte sucede con todos los países de la región (Chile cae 13), y ascienden países que se encontraban cerca, básicamente los de Europa del Este. Si se corrige por género, Argentina recupera un lugar (2).
Mi argumento es que la perspectiva de pisos de protección es insuficiente para enfrentar los problemas sociales de un país de desarrollo medio como el nuestro. Sin entrar en debates acerca de los niveles reales de pobreza, imposible de medir tras la destrucción del Indec que comenzó durante el kirchnerismo y amenaza con convertirse en una política de Estado, es evidente que el paisaje social argentino es muy diferente a la miseria subsahariana del nordeste de Brasil o las áreas rurales de Bolivia, a la propia situación local inmediatamente después de la crisis del 2001 o incluso al panorama actual en bolsones del NOA y el NEA. Exagerando apenas, podríamos decir que producir avances rápidos partiendo de situaciones hipercríticas es relativamente fácil, siempre y cuando, claro, la economía acompañe: gracias en buena medida al trabajo de Naciones Unidas, los gobiernos disponen de un amplio catálogo de políticas, programas y claves de gestión para enfrentar estos escenarios de tragedia.
El problema es lo que la sensibilidad poética de los economistas ha dado en llamar “trampa del desarrollo medio”. Sin las ventajas comparativas de las naciones pobrísimas, que pueden apelar a los salarios bajos y la expansión rápida del mercado interno como motor económico, y a las transferencias de ingresos como elevador social, y por supuesto sin los niveles de competitividad y bienestar propios del primer mundo, los países intermedios como el nuestro corren el riesgo de quedar flotando en un incómodo limbo del desarrollo. No hay recetas tecnocráticas para este tipo de situaciones, y los escasísimos casos de naciones que han logrado superarla (Irlanda, Corea del Sur, Singapur) lo hicieron recorriendo caminos muy diferentes, con Estado grande o chico, apostando a las exportaciones o al mercado interno, integrándose en bloques regionales o protegiendo sus industrias. Ninguna, por lo demás, es latinoamericana.
Como en el célebre sketch de Los Tres Chiflados, que ante una pérdida de agua desconectaban un caño y lo usaban para taparla, lo cual disparaba un nuevo chorro, y entonces desconectaban otro caño para cubrirlo, y así, es habitual que en los países de desarrollo medio la solución de un problema derive en otro, no menos importante que el anterior. En la campaña electoral, por ejemplo, Macri prometió un millón de créditos inmobiliarios a tasas bajas, en la línea del exitoso Procrear. Aunque valiosa, la propuesta choca con el principal obstáculo para resolver los déficits habitacionales de los grandes conglomerados urbanos, que no pasa tanto por la construcción como por el acceso al suelo, en particular en el Gran Buenos Aires. Algo similar ocurre con el mercado de trabajo: dados los bajos índices de desempleo (6,9 por ciento en la última medición), el problema fundamental es la persistencia de una alta informalidad (33,5 por ciento), la heterogeneidad del mercado laboral y los bajos salarios (la mitad de los trabajadores ganan menos de 6 mil pesos). Del mismo modo, la acelerada y muy positiva incorporación de mujeres al mercado de trabajo se ve afectada por la discriminación por ingreso (ganan en promedio 30 por ciento menos que los hombres).
¿Es posible enfrentar la crisis habitacional sin enfrentar los intereses de los desarrolladores inmobiliarios, que cercaron de countries y barrios privados el cuarto cordón del conurbano, y sin castigar de algún modo las viviendas ociosas, de las cuales hay 300 mil sólo en Capital? ¿Es posible mejorar la calidad del empleo apostando apenas al agronegocio, la minería, la energía y los servicios, que son los sectores más dinámicos de la economía y los que producen los dólares necesarios para que funcione, pero que no se caracterizan por su capacidad para generar puestos de trabajo estables, protegidos y bien pagos? ¿Se puede mejorar la situación laboral de las mujeres sin extender las licencias por embarazo? ¿Es posible hacerlo sin enfrentar la resistencia de los empresarios?
No hace falta ser Atilio Boron para llegar a la conclusión de que este tipo de avances exige estremecer estructuras de poder que difícilmente el gobierno macrista esté dispuesto a afectar, seguir, como sostiene Roxana Mazzola (3), empujando la línea de derechos hasta límites que ni el kirchnerismo se atrevió a mover. Lejos de ello, el macrismo parece operar bajo el criterio de lo que hace ya más de un año Alejandro Grimson definió como un “neoliberalismo posibilista” (4), en el sentido de un programa ortodoxo que sin embargo asume la necesidad de mantener al menos parte del entramado de políticas sociales construido en la década anterior. Escarmentado de la experiencia menemista y sin la crisis hiperinflacionaria como recurso disciplinador, el gobierno hace concesiones: nunca escucharemos a Marcos Peña decir ramal que para ramal que cierra. ¿Hasta dónde llegarán? Hasta donde sea necesario para garantizar la legitimidad política y la paz social, lo que a su vez dependerá de la solidez de los consensos sociales construidos en torno a las medidas de inclusión, la capacidad de movilización de los sectores populares y la resistencia sindical.
Este escenario, que explica los desconcertantes zigzagueos del macrismo, sintoniza con la perspectiva de pisos de protección social descripta más arriba, ejecutada en general por dirigentes provenientes de la sociedad civil. En la particular división del trabajo macrista, los CEOs ajustan y los ONGistas compensan. El problema, insisto, es que es insuficiente, por las características propias de nuestra estructura social y por el igualitarismo que está en la base de nuestra cultura política. Pero también porque el planteo es equívoco, porque la pobreza no es un absoluto: se puede, como hizo Lula en Brasil, apuntar al “hambre cero”, porque el hambre tiene un límite medido en tantas calorías por día/persona, pero no es posible, al menos no razonablemente, hablar de “pobreza cero”, porque la pobreza no es un todo sino el saldo de una relación: se es pobre en relación a un rico, y cuando se cubre una necesidad aparece otra, como en el frustrante círculo de plomería infinita de Los Tres Chiflados. Por eso en Argentina el problema no es solo la pobreza, que tiene su merecido lugar en el discurso del oficialismo, sino la desigualdad, de la que ya no se habla.
Concluyamos entonces con una idea, que como somos prudentes escribimos como pregunta: ¿es posible eliminar la pobreza sin reducir la desigualdad?
1. Datos de la Cepal.
2. PNUD, Informe de Desarrollo Humano 2015, www.undp.org
3. Remito a sus notas en Página/12 y su libro, Nuevo paradigma. La Asignación Universal por Hijo en Argentina (Prometeo), que acaba de reeditarse por tercera vez, y agradezco los intercambios de ideas que están en el origen de esta nota.
4. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2014.
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