Primer balance
Es habitual que el periodista, más allá de esa licuadora afiebrada en la que se convierten las redes sociales en momentos de cambio, reciba comentarios críticos de lectores y amigos. Y por más que disponga de los niveles de autoconfianza imprescindibles para editorializar todos los meses acerca de la vidriosa realidad argentina, cuando varios de esos comentarios apuntan en el mismo sentido se impone la duda: ¿demasiado suave con el macrismo?, tal la crítica repetida a partir de la lectura de los últimos editoriales y tapas de el Dipló, crítica que objeta la idea de “nueva derecha” (1), acusa a Macri de recurrir al discurso de la igualdad de oportunidades como una máscara (2) detrás de la cual esconde sus verdaderos intereses de clase y de ser, en definitiva, más rústico y malintencionado de lo que venimos planteando.
Tomando nota de estas críticas, propongo a continuación un primer balance, necesariamente tentativo, de la nueva gestión, con dos aclaraciones. La primera, siguiendo al maestro Mario Wainfeld, es que un gobierno democrático nunca puede ser juzgado en blanco o negro; incluso en los peores es posible encontrar zonas de luz: el menemismo, por ejemplo, eliminó el servicio militar obligatorio, suprimió de la Constitución la cláusula que estipulaba que el presidente debía ser católico y creó las primeras universidades del conurbano. La segunda aclaración es que un gobierno no debe ser visto como la aplicación sistemática de un plan infalible sino como un conjunto desordenado de políticas, decisiones tomadas un poco a ciegas y reacciones instintivas ante circunstancias inesperadas: un gobierno es un rumbo general, un tono, una intención.
¿Qué se puede decir entonces, a casi dos meses de su asunción, del gobierno de Macri? Comenzando por la dimensión económico-financiera, lo primero que se nota es una claridad de objetivos ausente en otras áreas: devaluación, eliminación de las restricciones a la compra de divisas, supresión de las trabas burocráticas para importar y exportar, baja de impuestos y retenciones, recorte de subsidios y reinserción en los mercados financieros internacionales previo acuerdo con los fondos buitre y el FMI; todo ello conforma un programa market-friendly claramente explicado y desplegado sin titubeos desde el minuto uno.
Aunque todas las decisiones están conectadas, su éxito se juega sobre todo en la estabilidad del tipo de cambio. ¿Qué significa esto? Desde un punto de vista macroeconómico, una devaluación es exitosa si suceden dos cosas: a) el precio del dólar no se desboca, y b) la tasa de devaluación supera a la tasa de inflación (de otro modo el efecto es neutro y hay que devaluar de nuevo). Hasta ahora el gobierno fue exitoso en lograr a); el éxito de b) se comprobará recién a fin de año. Desde el punto de vista social, en cambio, una devaluación implica siempre un efecto regresivo para quienes perciben ingresos fijos en pesos, es decir trabajadores y jubilados. No se trata de un daño colateral: el objetivo de una devaluación, de cualquier devaluación, es bajar los costos internos en dólares –entre ellos los salarios– para devolverles competitividad a la economía y oxígeno a los exportadores.
En un rápido ejercicio de devaluaciones comparadas, podríamos decir que la devaluación kirchnerista de enero del 2014 fracasó macroecómicamente (fue superada por la inflación) pero no socialmente (la batería de medidas sociales adoptadas posteriormente lograron evitar sus efectos más perniciosos). Queda para otro debate si lo primero no fue consecuencia de lo segundo, al menos en parte.
Decíamos que el conjunto de decisiones económicas adoptado por el nuevo gobierno conforma un típico programa liberal tendiente a desmontar el entramado de controles, regulaciones e intervenciones construido durante la década anterior, con la promesa de liberar las fuerzas del mercado como motor idealizado de un crecimiento que ahora se promete recién para el 2017. Uno podrá cuestionar sus consecuencias sociales, la transferencia de ingresos hacia los sectores más concentrados de la economía, sus seguros efectos sobre el empleo, pero lo cierto es que exhibe una coherencia muy superior a la de otras áreas de la gestión, donde reina el desconcierto. Insisto: se podrá estar en contra, pero el plan es consistente. Y para nada sorpresivo: en este punto, Macri está haciendo exactamente lo que dijo que iba a hacer.
No sucede lo mismo en la dimensión, digamos, político-institucional, donde Macri no sólo no está haciendo lo que dijo que iba a hacer sino que está haciendo justamente lo que dijo que no iba a hacer. La designación de dos jueces de la Corte por decreto, la anulación, también por decreto, de parte de la ley de medios y los despidos en el sector público disiparon rápidamente la fina acuarela pastel de diálogo institucional y consenso político construida con declaraciones y gestos. Porque, ¿qué sentido tiene citar a los gobernadores, cruciales para cualquier negociación en el Senado, a un amable almuerzo en Olivos, y dos días después despacharse, solito y sin avisar, con el anuncio de la Corte? Por si hacía falta, la extravagante secuencia de la fuga de los condenados por el triple crimen demostró que el diálogo inter-jurisdiccional es más complejo de lo que habitualmente se piensa.
Y sin embargo, propongo una moratoria respecto de la utilización del adjetivo “autoritario”, tan socorrido durante el kirchnerismo, y una política de austeridad en las comparaciones históricas, como aquella que describe al macrismo como “una revolución libertadora sin tanques”, porque una revolución libertadora sin tanques no es una revolución libertadora y porque la definición se acerca peligrosamente a la célebre boutade de Elisa Carrió: “El kirchnerismo es como el nazismo sin campos de concentración”.
Hasta cierto punto, la estrategia oficial es comprensible. Todo gobierno, si llega al poder desde la oposición y con promesas de cambio, se afirma contra el gobierno anterior, tal como hizo, con buen tino y durante muchos años, el kirchnerismo con el menemismo. La construcción de la diferencia es un recurso básico para afianzarse en el poder. Esto no avala el despido de empleados públicos por razones ideológicas ni la criminalización de la protesta social.
Es en este contexto que conviene poner en cuestión la definición de Beatriz Sarlo, líder del partido “yo no lo voté”, en el sentido del macrismo como un “cristinismo invertido”, que hace exactamente lo contrario a lo que hubiera hecho la gestión anterior (3). ¿Es tan así? Gestualmente, sí: con sus bucólicas reuniones de gabinete, largas conferencias de prensa e invitaciones abiertas a los opositores, el presidente busca contrastar su estilo zen con la aspereza anterior. Se nota también, con el ingreso del hornero y el yaguareté a los nuevos billetes, un intento por diferenciarse de la sobrecarga ideológica de la década pasada, que a veces se pasaba de rosca: uno de sus momentos más pintorescos fue la deriva escatológica de los conflictos identitarios reflejada en uno de los capítulos de la serie “Cuentos de identidad”, financiada por el Ministerio de Infraestructura y transmitido por la TV Pública, acerca de un joven que insiste en que su hijo lleve su apellido pese a la opinión de su mujer, que le ruega acepte un cambio de nombre. “Sólo al enfermo de tu papá se le puede ocurrir que Culo es un apellido que se puede llevar con dignidad”, le dice.
Pero hay, como siempre hay, algo que une pasado y presente. Y no está muy lejos si uno lo busca: el cordón umbilical que conecta al macrismo con las gestiones anteriores es el viejo y muy analizado hiperpresidencialismo argentino, que comenzó a construirse a fines del alfonsinismo y del que ningún presidente ha logrado apartarse. Ni Aramburu ni Rojas, ni Gandhi ni Mandela, Macri recurre a las prácticas decisionistas típicas de nuestro “rey con nombre de presidente”, según la célebre definición de Alberdi: decretos de necesidad y urgencia, ejercicio unilateral más que coalicional del poder, decisiones sorpresivas y, en el futuro y con toda probabilidad, vetos. Las pruebas están a la vista: como escribió Guillermo O’ Donnell (4), la justificación de esta práctica concentradora, que obliga más que habilita al presidente a actuar eludiendo contrapesos y controles, es la emergencia, o al menos la sensación de emergencia, que Macri ha declarado en áreas tan diversas como la economía y la seguridad, las estadísticas y el campo.
Rebobinemos antes de concluir. El primer gobierno de derecha democráticamente elegido de la historia argentina llegó al poder con un programa económico articulado y, tan importante como aquello, funcionarios capaces de implementarlo. Los principales beneficiarios de sus decisiones coinciden limpiamente con su base electoral: los productores agropecuarios de la zona núcleo, los trabajadores formales mejor pagos, las clases medias cansadas del estilo kirchnerista. Macri está construyendo su minoría intensa, más allá de las sugerencias de Jaime Durán Barba, a quien hace tiempo hemos decidido dejar de subestimar y que, según cuentan en el gabinete del PRO, reclama una gestión más abierta e inclusiva.
Porque el sesgo es evidente. Frente a la debilidad organizativa e ideológica cada vez más marcada de las fuerzas políticas, el sociólogo francés Frédéric Sawicki sugiere estudiar lo que define como “entorno partidario”, es decir el medio social en que está implantado un partido, los “mundos sociales de pertenencia” de sus funcionarios y dirigentes, que comparten experiencias, valores y visiones, según la definición de Gabriel Vommaro (5). No hace falta esperar los estudios politológicos que ya llegarán para afirmar que el gobierno del PRO muestra una homogeneidad social, profesional y fonética inédita desde la recuperación de la democracia, lo que tal vez explique que el macrismo, tan hiperkinético a la hora de liberar la economía, reformar la ley de medios o premiar al campo, no haya anunciado, salvo la suma de 400 pesos por única vez a los jubilados y beneficiarios de la Asignación Universal, una sola medida importante en materia de política social, laboral, sanitaria o educativa. Para un país que ya se familiarizó con las advertencias Alfonso Prat-Gay, la mano dura Patricia Bullrich o las promesas de Aguad, las ideas de los responsables de las áreas que supuestamente deben hacer cumplir el objetivo de pobreza cero siguen siendo un enigma, comenzando por el Ministerio de Desarrollo Social, en cuyo sitio web, al cierre de esta edición, seguía apareciendo como titular… Alicia Kirchner.
1. Ver editoriales en el Dipló 197 (noviembre de 2015) y 198 (diciembre).
2. Ver editorial en el Dipló 199 (enero de 2016).
3. Entrevista con la revista Viva, 17 de enero de 2016.
4. Guillermo O’ Donnell, “Delegative Democracy”, en Journal of Democracy, Vol. 5, Nº 1.
5. Gabriel Vommaro, “Meterse en política: la construcción de PRO y la renovación de la centroderecha argentina”, en revista Nueva Sociedad, Nº 254, noviembre-diciembre de 2014.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur