EDICIÓN 178 - ABRIL 2014
SIMPLISMO BIPOLAR DE LOS ANÁLISIS DE LA CRISIS DE CRIMEA

La obsesión anti-rusa

Por Olivier Zajec*
Historia, cultura, economía, estrategia, geografía: para comprender una crisis, hay que incorporar estos fenómenos complementarios a las percepciones en juego de los actores implicados. Sin exclusiones. Pero las cancillerías occidentales prefieren el simplismo de las proclamas morales a asumir estas consideraciones.
Soldado ruso mirando la bandera de Ucrania, 9-3-14 (Alexander Demianchuk/Reuters)

El tratamiento mediático de los acontecimientos recientes en Ucrania lo confirma: para buena parte de la diplomacia occidental, las crisis ya no manifiestan la asimetría entre los intereses y la percepción de actores responsables, sino que constituyen un Armagedón donde se juega el sentido de la historia. Rusia se presta de maravillas a esta dramatización  que tiene el mérito de la simplicidad. Para muchos analistas, este Estado bárbaro, gobernado por los cosacos, se parece a un lugar semimongol mantenido por los epígonos de la KGB, que traman sombríos complots al servicio de zares neuróticos que chapotean en las aguas heladas del cinismo egoísta (1).

Recluidos, fuera de época, estos autócratas mueven lentamente los peones sobre grandes tableros de ajedrez de marfil en lugar de leer The Economist. De vez en cuando, hunden un submarino nuclear por el placer de contaminar el mar Blanco, esperando provocar en el “exterior cercano” un referéndum ilegal para reconstituir la URSS.

Si resolviéramos hacer una síntesis de los lugares comunes publicados sobre este tema en la prensa occidental –no sólo desde el principio de la crisis ucraniana, sino desde hace quince años–, lo único que el lector común podría retener de la política de la actual Federación de Rusia sería, prácticamente, una estampa folclórica. Esta percepción globalmente negativa que ya se torna caricaturesca indica que se trata de una tradición bien asentada.

Se apoya o bien en algunos análisis que subrayan la compulsión totalitaria y “mentirosa” de la cultura rusa (2), o bien en la supuesta continuidad entre Joseph Stalin y Vladimir Putin –un tema tomado de editorialistas franceses y de los think tanks neoconservadores estadounidenses– (3). Encuentra su origen en los relatos de los viajeros europeos del Renacimiento, que ya entonces efectuaban un acercamiento entre los rusos “bárbaros” y los crueles escitas de la Antigüedad (4).

Delicado equilibrio

Los acontecimientos de la plaza Maidan en Kiev ofrecen un ejemplo de los inconvenientes analíticos a que induce esta demonización persistente. Dividida lingüística y culturalmente entre Este y Oeste, Ucrania sólo puede garantizar sus fronteras actuales manteniendo un equilibrio eterno entre Lviv y Donesk, símbolos respectivos de su polo europeo y de su polo ruso. Casarse con uno o con otro significaría para ella negar lo que la funda, y por lo tanto justificar el mecanismo sin retorno de una división al estilo de Checoslovaquia (5). Kiev es una novia geopolítica eterna.

No puede “elegir”. Se contenta pues con hacerse ofrecer anillos costosos: 15 mil millones de dólares prometidos por Rusia en diciembre de 2013 y, en el mismo momento, 3 mil millones por la Unión Europea para acompañar el acuerdo de asociación abortado. A cada pretendiente, le otorga garantías revocables: los acuerdos de Kharlkov que, en 2010, prolongaban hasta 2042 la locación a Rusia de la base naval de Sebastopol, o incluso, la locación de tierras arables a los magnates de la agricultura europea. Al reducir este ménage à trois geocultural a un matrimonio forzoso con Moscú, los especialistas que sucumben a lo que bien se puede llamar la obsesión anti-rusa revelan una profunda insuficiencia analítica. Ellos, que reprochan a Putin limitarse al campo estrecho de la política de poder, dan prueba de una hemiplejia no menos condenable al limitar su horizonte narrativo a la absorción liberadora de Ucrania en la comunidad euroatlántica.

Contrariamente a lo que se ha escrito, la ruptura del equilibrio interno de esta nación frágil no tiene lugar el 27 de febrero de 2014, fecha de la toma de control del Parlamento y del gobierno de Crimea por hombres armados –un golpe efectista, réplica de Putin a la huida del presidente ucraniano Viktor Yanukovich el 22 de febrero–. En realidad, la oscilación se operó entre estos dos acontecimientos, precisamente el 23 de febrero, con la absurda decisión de los nuevos dirigentes de Ucrania de abolir el estatuto del ruso como segunda lengua oficial en las regiones orientales del país –un texto que el presidente interino hasta ahora se ha negado a firmar–. ¿Se ha visto alguna vez al condenado al descuartizamiento fustigar él mismo a los caballos?

Putin no podía soñar con nada mejor que esta ineptitud para poner en marcha su maniobra crimeana. La revolución que condujo a la caída de Yanukovich (elegido en 2010), y luego a la salida de la Crimea rusófona de la órbita de Kiev, sólo es la última manifestación fechada de la tragedia cultural consustancial a esta Bélgica oriental que es Ucrania. En Donesk como en Simferopol, los ucranianos rusófonos son en general menos sensibles que lo que dice la propaganda del gran hermano ruso: descifrarla con ironía fatalista se ha vuelto una segunda naturaleza. Su aspiración a un verdadero Estado de Derecho y a poner fin a la corrupción es la misma que la de sus conciudadanos de Galitzia. Putin lo sabe. Pero sabe también que estas poblaciones, que aman su lengua, no cambiarán a Pushkin y el recuerdo de la “Gran Guerra Patriótica” –nombre soviético de la Segunda Guerra Mundial– por un abono a La Règle du Jeu, la revista de Bernard-Henry Lévy. En 2011, el 38% de los ucranianos hablaba ruso en su casa. Ahora bien, la decisión aventurada y revanchista del 23 de febrero tornó de pronto verídico el discurso de Moscú: para el Este ucraniano, el problema no es que el nuevo gobierno del país haya accedido al poder derrocando al presidente elegido, sino que su primera decisión haya sido hacer agachar la cabeza a la mitad de sus ciudadanos.

Ese día Maidan perdió Crimea, y nadie olvida que ella había sido “ofrecida” por Nikita Kruschev a Ucrania en 1954. De allí la observación de Mijail Gorbachov el 17 de marzo, después del plebiscito por la anexión a Rusia de la población crimea: “Aunque en esa época Crimea fue unida a Ucrania según leyes soviéticas […], sin preguntar la opinión al pueblo, hoy, este pueblo decidió corregir este error. Hay que alegrarse por esto, y no anunciar sanciones” (6). Estas palabras fueron una ducha fría para Bruselas, donde se preparaba, en coordinación con Washington, una serie de medidas de represalias contra Moscú (restricciones del derecho de viajar y congelamiento de las cuentas bancarias de veintiún dirigentes ucranianos y rusos).

Realismo alemán

Si lo que quiere Rusia no es justificable, sería interesante comprender los motivos, y luego, en todo caso, condenarla. Sobre todo porque Ucrania podría perder más que Crimea, si por casualidad la frecuentación prolongada de la tan amable Victoria Nuland (7) la impulsara a adherirse a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Algunos de los hombres fuertes del nuevo gobierno, en el que ocupan lugares cuatro ministros del partido nacionalista Svoboda (8), son amigos de esta idea.

Quizás llegó la hora de eliminar el término “Guerra Fría” de los artículos dedicados a Rusia. Históricamente inoperante, esta simplificación sirve para justificar la expresión pavloviana de fantasmas bipolares iterativos. John McCain, ex candidato republicano a la Casa Blanca y especialista internacional reconocido de Arizona, dio un buen ejemplo fustigando en las columnas de The New York Times a Putin, “imperialista ruso y apparatchik de la KGB” entusiasmado por la “debilidad” de Barack Obama. Quien, sin duda, demasiado ocupado por el seguro médico de sus conciudadanos, no se da cuenta de que “la agresión en Crimea […] insufla audacia a otros agresores, desde los nacionalistas chinos a los terroristas de Al Qaeda y a los teócratas iraníes” (9). ¿Qué hacer? “Tenemos que rearmarnos moral e intelectualmente”, responde el ex compañero de fórmula de Sarah Palin, “para impedir que las tinieblas del mundo de Putin se abatan aun más sobre la humanidad”.

Discurso que, para denunciar a teócratas, abusa del mismo registro teológico. En Washington y en Bruselas, en un estilo semejante, parece que se pusieron de acuerdo para echar leña al fuego de la crisis ucraniana en lugar de sofocarlo. Aparte de estos excesos, la impávida Angela Merkel llama (en ruso) a Putin. Estos dos personajes no sólo se escuchan: se comprenden. ¿Sus posiciones son radicalmente opuestas? Ellos ven la ocasión, no de insultarse, sino de dialogar y de negociar, poco a poco.

En Londres, París o Washington se leen las novelas de espionaje de Tom Clancy. En Berlín y en Moscú, capitales “frías” ligadas por la economía, por la energía (el 40% del gas alemán es ruso) y por el recuerdo de la ordalía militar del frente del Este, los gobiernos consultan los mapas de una Mitteleuropa de la cual ellos solos, en la actualidad, controlan realmente las líneas de fuerza. Las duras palabras de la canciller respecto de Moscú no le impiden percibir, por una parte, las razones objetivas de la conducta de Putin, y por la otra, la realidad de su capacidad de maniobra.

Merkel difiere en esto de Yanukovich, que no comprendió gran cosa de la psicología de su “protector”: “Rusia debe actuar”, vociferaba el exiliado el 28 de febrero. “Y, conociendo el carácter de Vladimir Putin, me pregunto por qué está tan reservado y guarda tanto silencio.” El fondo del problema está allí: el presidente ucraniano derrocado actúa y habla sin recabar información, sin tener en cuenta el largo plazo ni preguntarse lo que piensan los ciudadanos de su país. No logra entender a Putin, cuya marca de fábrica, bajo apariencias brutales, es saber hasta dónde llegar sin ir demasiado lejos –contrariamente a Yanukovich, pero también a los partidarios de la extensión infinita de la OTAN y de la Unión Europea–.

Doble vara

El presidente ruso sólo jugó la carta militar indirectamente, a través de la infiltración disuasiva –sin uniforme– de tropas rusas en Crimea, combinada con maniobras fronterizas, por miedo de impulsar en seguida una contraofensiva sobre el terreno de la controversia jurídica. Con el referéndum del 16 de marzo de 2014, la cuestión del separatismo de la península es ahora un punto de derecho internacional sobre el cual pesa la sombra de la jurisprudencia de Kosovo, pecado original que pone a los occidentales frente a sus propias contradicciones (10).

La urgencia es tomar la medida de los equilibrios geopolíticos de largo aliento para controlar los “efectos del cambio”. Dicho de otra manera, se trata de aceptar la noción de interacción (Wechselwirkung) que el estratega Carl von Clausewitz consideraba la marca distintiva de todos los duelos lógicos que se regulan por la fuerza, o por la amenaza de recurrir a ella. Hay en la logomaquia occidental un rechazo pánico de las “variables inestables” (11) que desnuda una práctica diplomática reducida, en la actualidad, al estado de espasmo-reflejo. Rusia considera que hay dos pesos, dos medidas en las relaciones internacionales. China hace un análisis semejante y, el 16 de marzo, en el momento de la votación en el Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU) de una resolución que condenaría la política rusa en Crimea, se abstuvo.

Afganistán en 2001, Irak en 2003, Libia en 2011 serían la obra altruista de potencias visionarias a las cuales no se les podría reprochar más que una torpe fogosidad liberadora. Los otros actores, en cambio, sólo defenderían sus intereses al precio de agresiones condenables.

Para François Hollande, el referéndum del 16 de marzo es una “pseudoconsulta, pues no está conforme al derecho interno ucraniano y al derecho internacional” (declaración del 17 de marzo). El 17 de febrero de 2008, nueve años después de una operación militar decidida sin el aval de la ONU, el Parlamento kosovar albanés, con el apoyo de Francia y de Estados Unidos, votó la independencia de la provincia autónoma serbia, contra la voluntad de Belgrado. Rusia y España también se negaron –y se siguen negando– a reconocer esta distorsión del derecho internacional. Igual que… Ucrania.

Tres tareas prioritarias esperan a los ucranianos: el equilibrio geopolítico entre Rusia y Europa, la igualdad cultural y lingüística entre ciudadanos del Este y del Oeste, y el fin de la corrupción de las elites. Éstas, tanto “demócratas” como “pro-rusas”, se dirigieron a los mismos consejeros en comunicación (12) y vaciaron las mismas arcas. A este precio, únicamente, se volverá “intangible” una integridad territorial que, a pesar de las afirmaciones de diplomáticos de memoria corta, no lo es más hoy que la de Serbia en 1999, la de Checoslovaquia en 1992 o la de Sudán en 2011.

El desafío ucraniano no es externo sino interno. Como observaba el sociólogo Georg
Simmel, “la frontera no es un hecho espacial que implica consecuencias sociológicas, sino un hecho sociológico que se expresa bajo forma espacial”. La cuestión no es saber si Putin es la reencarnación de Iván el Terrible, sino si las elites ucranianas estarán a la altura de su tarea y sabrán transformarse en ingenieros sociales para restablecer la unidad de un país plural. Ese día, que ansiamos, Ucrania merecerá por fin sus fronteras.

1. Bernard-Henry Lévy, “L’honneur des Ukrainiens”, Le Point, París, 27-2-14.
2. Alain Besançon, Sainte Russie, De Fallois, París, 2014.
3. Steven P. Bucci, Nile Gardiner y Luke Coffey, “Russia, the West, and Ukraine: Time for a strategy – not hope”, Issue Brief, Nº 4.159, Heritage Foundation, Washington DC, 4-3-14. Los firmantes solicitan el retiro de Washington del nuevo tratado START, “demasiado favorable a los rusos”, y acusado de frenar el despliegue del escudo antimisiles estadounidense.
4. Véanse Stéphane Mund, Orbis Russiarum. Genèse et développement de la représentation du monde “russe” en Occident à la Renaissance, Droz, Ginebra, 2003, y Marshall T. Poe, A People Born To Slavery: Russia in Early Modern European Ethnography, 1476-1748, Cornell University Press, Ithaca (Estados Unidos), 2000.
5. La “revolución de terciopelo” de 1989 conduce en 1992 a la escisión del Estado en dos entidades, sobre una base etno-lingüística.
6. Declaración a la agencia Interfaz, 17-3-14.
7. En el transcurso de una conversación telefónica con el embajador estadounidense en Ucrania, hecha pública en febrero, la subsecretaría en el Departamento de Estado encargada de Europa exclamó: “¡Que la Unión Europea se vaya a la m…!”.
8. Véase Emmanuel Dreyfus, “La extrema derecha ucraniana, entre el nacionalismo y el desconcierto. Las múltiples rebeldías”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, marzo de 2014.
9. John McCain, “Obama has made America look weak”, The New York Times, 14-3-14.
10. Véase Jean-Arnault Dérens, “Kosovo: una bomba de tiempo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, marzo de 2007.
11. Véanse los trabajos de Robert O. Kehoane, pero también de K. Boulding y de A. Wendt sobre la importancia de las percepciones en la teoría de las relaciones internacionales.
12. El estadounidense Paul Manafort aconsejó a Yanukovich de 2004 a 2013. Antes había oficiado al servicio de
Ronald Reagan, de George W. Bush… y de John Mc Cain. Cf. Alexander Burns y Maggie Haberman, “Mystery man:
Ukraine’s US political fixer”, Politico, 5-3-14, www.politico.com

* Profesor titular de Ciencias Políticas, Universidad Jean-Moulin - Lyon-III.

Traducción: Florencia Giménez Zapiola

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