EDICIÓN 304 - OCTUBRE 2024

Muertos de risa

Por José Natanson

En su Crítica del juicio, Immanuel Kant asocia el humor al absurdo: la risa sobreviene cuando se desploma una expectativa construida desde la lógica. El psicólogo estadounidense Rod Martin completa esta noción kantiana afirmando que la clave consiste en guiar a alguien por un proceso mental que genera ciertas expectativas que a último momento –el momento del remate– chocan con un cambio brusco de referencias (1). Para Sigmund Freud (2), el humor permite enfrentar la neurosis y, en contextos represivos, cuestionar el orden establecido. Esencialmente rebelde, el humor tiene un componente de resistencia y hasta subversivo, que puede revelar un conflicto, iluminar una contradicción o exhibir las entrañas del establishment. Un chiste –un buen chiste– es una forma muy particular de poder, capaz de, como dice Tomás Várnagy (3), empequeñecer al grande: el poder de desvestir al rey.

Al fin y al cabo un modo de la crítica, el humor es como una “bomba controlada” que muchas veces utilizan los perseguidos o los que no disponen de otros recursos (por eso el humor ha sido históricamente una característica central de la cultura judía, como muestran los casos, por decir algo, de Woody Allen y Jerry Seinfeld). Es probable que el humor no conduzca directamente a la revolución –que es un asunto muy serio-, pero sí puede abrir un espacio para hablar de cosas o personas que de otro modo permanecerían silenciadas. Más que de izquierda o de derecha, el humor es contestatario. George Orwell decía que los chistes son como “mini revoluciones” y Bertolt Brecht llamaba la atención sobre su potencial destituyente: “No se debe combatir a los dictadores, hay que ridiculizarlos”.

La ridiculización tiene, en efecto, un gran potencial destructivo, por eso la profanación chistosa es el gran temor de las religiones, de las coplas satíricas que circulaban en la Edad Media a las caricaturas de Mahoma de la revista francesa Charlie Hebdo. El poder le teme al humor. En España, Francisco Franco, cuya mano no temblaba a la hora de ejercer la censura, llegó a prohibir obras de teatro antiguo, como las comedias de Aristófanes. Y los chistes eran una segunda lengua en los países que vivían bajo los sistemas comunistas durante la Guerra Fría. En su fabulosa investigación sobre el humor detrás de la Cortina de Hierro (4), Várnagy sostiene que las bromas políticas eran una forma de revelar la “dualidad del mundo” y poner en cuestión la hipocresía del sistema oficial. “Presentaban al socialismo como un ‘mundo al revés’, al igual que el carnaval, desdibujando las fronteras entre los grandes ideales utópicos y la triste realidad. Los chistes clandestinos se convirtieron en reservorios culturales en los que los sujetos profundamente desilusionados y cada vez más escépticos podían utilizar para comunicar sus frustraciones y sus críticas”.

Por ejemplo:

Tres presos en un Gulag charlan sobre los delitos que los llevaron hasta allí.
—Me trajeron aquí porque siempre llegaba al trabajo cinco minutos tarde, entonces me acusaron de sabotaje –dice uno.
—A mí me encerraron porque llegaba al trabajo cinco minutos antes: me acusaron de espionaje –responde otro preso.
—Yo llegaba todos los días puntual: me acusaron de tener un reloj occidental.

O este otro:

Un alemán, un italiano y un ruso se encuentran en el Museo del Prado frente al cuadro “Adán y Eva”, de Alberto Durero.
—Miren qué calma, qué equilibrio, qué dulzura –dice el alemán–. Seguro que Adán y Eva eran alemanes.
—Ni hablar –interrumpe el italiano–. La escena derrocha sensualidad y romanticismo, eran italianos.
—No lo creo –tercia el ruso–. Mírenlos bien: están desnudos, sin casa ni abrigo, sólo tienen una manzana para comer y les han dicho que eso es el paraíso. ¡Eran rusos!

¿De qué te reís?

Los nuevos líderes de derecha han hecho del humor uno de sus principales recursos políticos. Lejos de la sobriedad conservadora a lo Churchill, que a lo sumo se permitía alguna boutade (“Jordania es una idea que se me ocurrió un día de primavera, a eso de las 5 de la tarde”) o de las provocaciones de Thatcher (“El socialismo se acaba cuando se acaba el dinero… de los demás”), la extrema derecha cultiva un humor despiadado que juega con los límites de la corrección política, siempre al borde del bullying. No es ironía lo que caracteriza su estilo, sino sarcasmo.
Los investigadores Concepción Fernández Villanueva y Gabriel Bayarri Toscano sostienen que el estilo predominante es la “burla grotesca”, un registro fronterizo entre el humor y la violencia que permite encubrir detrás de la fachada del chiste la discriminación, la denigración y la humillación (5). Un “humor de menosprecio” que, al actuar como caricatura, refuerza prejuicios y eleva el grado de violencia social, en particular contra grupos sociales débiles (los inmigrantes, los que dependen del Estado, los jóvenes de los sectores populares). Dentro de este estilo, una variante muy utilizada es la deshumanización del adversario por vía de su animalización, como demuestra la investigación para los casos de Evo Morales, que suele ser presentado como un ratón, o el famoso buey brasilero que vota a Lula.

Los nuevos líderes de derecha han hecho del humor uno de sus principales recursos políticos.

Por supuesto, quien ha llevado esta costumbre a su punto más alto –o más bajo- es Donald Trump. Performer de la crueldad, el ex presidente utiliza estilizaciones corporales, pantomimas e imitaciones para ridiculizar a sus adversarios. En un acto de campaña en noviembre de 2015, Trump se puso a mover espásticamente los brazos para imitar a Serge Kovaleski, un periodista de The New York Times que sufre artrogriposis, una enfermedad que atrofia los músculos y limita la movilidad de los miembros superiores. Cuando Joe Biden todavía era candidato, Trump tuiteaba videos en los que se veía al Presidente tropezando al bajar de la escalerita del avión, confundiendo los nombres de sus funcionarios o enredándose para ponerse el saco: “¿Usted elegiría de Presidente a alguien que viene perdiendo sistemáticamente la batalla contra su chaqueta?”, se preguntaba Trump. A la senadora demócrata Elizabeth Warren, de ascendencia indoamericana, la llamó Pocahontas… en un acto en honor a los indígenas navajo. Trump suele usar el segundo nombre de Nikki Haley (Nimrata) para subrayar el origen indio de su familia, llama “Ron DeSastrer” a Ron DeSantis y “Evita Perón” a Alexandria Ocasio-Cortez. El recurso al apodo humillante, para el que Trump, hay que reconocerlo, tiene talento, permite descolocar al adversario, reforzar los estereotipos que pesan sobre él y mantener viva la atención del público, que es la batalla crucial en las campañas políticas contemporáneas.

Milei reserva sus imitaciones para los economistas que disienten con su ideología u objetan aspectos, así sean parciales, de su gestión. El Presidente se ha referido a Axel Kicillof como “ese chico que está en la provincia de Buenos Aires, el soviético”, y en una cena de la Fundación Libertad imitó al gobernador afinando la voz como si fuera un enano (en otra ocasión lo llamó “enano comunista”) (6). Para imitar a Carlos Melconian, Milei apeló a un tono bajito, sin modulaciones, como si sufriera algún problema cognitivo, cambiando la R por D, como el hermano de Mafalda: “No podés dodadizar podque no hay fideos con tuco” (7).

Junto a la imitación burlona, el otro recurso es el de los memes. Posibles por las innovaciones tecnológicas recientes (celulares, WhatsApp, redes y, últimamente, la popularización del Paint), los memes no son una imagen graciosa que circula por la web, sino un vector capaz de condensar mucha información en poco espacio. Como un virus, el meme debe soportar la presión selectiva del entorno cultural en el que se mueve para autorreplicarse; cada meme “lucha” contra otros para captar la atención de los agentes y propagarse. Los memes, que suelen ser distorsiones expresivas, exageraciones y simplificaciones, adquieren así un poder de contagio enorme. Como a menudo expresan aquello que “no puede ser dicho” o que sería censurado en los medios masivos, se han convertido en un recurso fundamental de la extrema derecha (8). ¿Por qué la izquierda no es buena haciendo memes? Una hipótesis es que aún no entendió a la nueva derecha, la fisonomía de su propuesta y la sensibilidad de sus votantes (cosa que sí ocurrió a la inversa: los referentes de derecha se dedicaron durante años a investigar a la izquierda).

El humor, decíamos, no es de izquierda ni de derecha, pero contiene una veta subversiva. Al hacer del chiste una de sus armas políticas, los nuevos líderes de derecha siguen la línea que identificó Pablo Stefanoni con su célebre pregunta: ¿la rebeldía se volvió de derecha? Esta inversión, que rompe la asociación clásica derecha-conservadurismo, es una de las marcas de nuestra época, que llega a lugares tan insólitos como el pelo. En efecto, el pelo ha constituido históricamente un vehículo para mostrar inconformismo, de los peinados de Andy Warhol a las melenas de los hippies de los 60 (y también, en cierto modo, a los barbudos desgreñados de Sierra Maestra); un símbolo de ruptura con los cánones de su tiempo que ha sido reapropiado por figuras como Trump, Boris Johnson, Geert Wilders y el mismo Milei, que ha dicho que a él lo peina “la mano invisible del mercado”. Peinados estrafalarios –aunque cuidadosamente pensados– para exhibir una posición rupturista en una época en que lo “auténtico” y lo “inclasificable” aparecen como valores sociales superiores.

Contate un chiste

Once años atrás escribí un editorial, que en aquel momento circuló mucho (9), sobre kirchnerismo y humor. Argumentaba allí que la ausencia de humor en el kirchnerismo no era una simple elección comunicativa o un rasgo de estilo sino una marca fuerte que revelaba características profundas de su personalidad política. La seriedad e incluso la solemnidad que emanaban del oficialismo creaban la sensación de que un movimiento bastante reformista se jugaba su destino en cualquier decisión, y le imprimía un tono epopéyico –y hasta sacrificial– a cuestiones que muchas veces no lo merecían. Sin llegar a los extremos de Luis Juez (el político-capocómico) o de Nito Artaza (el capocómico-político), argumentaba que la distancia que habilita el humor le hubiera permitido al kirchnerismo enfocar mejor algunas medidas, comunicar más adecuadamente ciertas políticas y permitirse la autocrítica propia de la ironía.
Ahora es la extrema derecha la que se ríe, de manera permanente y descarada. ¿Cómo responderle? Uno de los humoristas del programa estadounidense “The Daily Show” explicaba, en una nota en The Atlantic, su dificultad para escribir chistes sobre Trump. “Por un lado, tenemos que darle una señal a nuestra audiencia de que entendemos lo que está atravesando, decirle ‘Sabemos cómo te sentís’, para que no parezca que nos tomamos a la ligera una cosa seria. Pero, ¿cómo podemos hacer comedia sin tomarnos algo a la ligera?”. El humor convertido en arma política tiene la capacidad de descolocar, como si moviera el piso. ¿Cómo enfrentar a Milei? ¿Con seriedad y argumentos? ¿Con información y datos, con un Chequeado.com cada dos minutos? ¿O con una dosis de su propia medicina, la burla opuesta, el chiste fácil en el streaming? Culturalmente a la defensiva, el progresismo no logra dar en la tecla de una respuesta.

1. Rod Martin, La psicología del humor: un enfoque integrador, Ediciones Orión, 2008.
2. El chiste y su relación con lo inconsciente.
3. El humor político clandestino, Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires
4. Proletarios de todos los países… ¡Perdonadnos!, Eudeba, 2016
5. “Comunicación grotesca y legitimación de violencia en la extrema derecha internacional”, Ponencia en el VIII. Congreso Internacional Comunicación y Pensamiento
6. https://www.youtube.com/watch?v=T75arjGOEWk
7. https://www.youtube.com/shorts/s3BsZvLSJSA
8. Juan Ruocco, “Cómo la extrema derecha se apoderó de 4chan”, Revista Nueva Sociedad, N°286, marzo -abril de 2020.
9. Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, N°167, mayo de 2013.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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