Un sociólogo ahí
Atrapado en los laberintos superestructurales del Frente de Todos, en el juego finito e infinito de los equilibrios internos y los vetos cruzados, el gobierno perdió de vista las transformaciones que viene atravesando la sociedad argentina desde que el ciclo de crecimiento con inclusión del kirchnerismo comenzó a agotarse, allá por el segundo mandato de Cristina: una “crisis larga” del modelo de desarrollo (diez años de recesión con inflación, pobreza estancada y deterioro del mercado laboral), sobre la que estalló la “crisis corta” de la pandemia, produciendo una serie de temblores sociales que los radares del oficialismo no llegaron a captar: si algo le falta al gobierno es una mirada más precisa de la sociedad que lo eligió para que la conduzca, y en particular de los sectores populares, que son, o deberían ser, su electorado natural. Más que un problema politológico, un desafío de pura sociología.
El gobierno no comprendió la gravedad del drama social. En el editorial de el Dipló de octubre advertimos sobre la devastación que nos deja la pandemia, sus efectos económicos pero también anímicos: el impacto de los duelos, las cuarentenas y las privaciones sobre la autoestima, los vínculos y las familias, y el error de atribuir la derrota en las PASO a una cuestión estrictamente material, que no se soluciona simplemente con más recursos, y la consiguiente necesidad de repensar el modo de gobernar una sociedad estallada, que no protagonizó una pueblada pero que revienta para adentro todos los días, en cámara lenta, y a la que habrá que comenzar a coser de nuevo: menos la promesa de una normalidad imposible que la empatía necesaria para pararse en el lugar del dolor y la pérdida.
Es curioso, pero al gobierno peronista le está costando captar el estado de ánimo de los sectores populares. Por eso lo sorprendió la derrota de agosto, como en su momento lo había sorprendido la cantidad de personas que se inscribieron en el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), cantidad que subestimó en… 6 millones (los 3 millones previstos originalmente se terminaron convirtiendo en 9). Demasiado pendiente del macrismo, se enredó en temas importantes pero alejados de las urgencias populares, como la reforma judicial. Y confundió las cosas. La agenda de reforma cultural de los progresismos urbanos, sobrerrepresentada en el primer gabinete –porteño, descontracturado y joven, demasiado FM Aspen– debía haberse jugado en paralelo con una agenda de reforma económica, nunca en su reemplazo. Es cierto que a los tres meses sobrevino la pandemia y que la emergencia obligó al gobierno a concentrarse en la política sanitaria y la contención social, pero también es verdad que el énfasis en la recuperación socioecómica se hizo esperar demasiado tiempo, en especial si tenemos en cuenta que las prioridades –precios, empleo, vivienda– son más o menos las mismas… desde hace diez años.
Clase media baja
Entre los problemas que enfrenta el gobierno para entender la realidad de los mundos populares quizás uno de los más relevantes sea la desconexión –o el enfrentamiento– entre los sectores más pobres, por un lado, y las clases medias bajas, por el otro, es decir entre los dos núcleos que –junto al progresismo urbano– conforman el electorado natural del Frente de Todos.
Las tensiones entre los pobres y quienes se encuentran en un estrato social inmediatamente superior (entre el obrero de la construcción y el plomero, entre el vendedor ambulante que se las rebusca con su mantita en la peatonal de Lanús y el pequeño comerciante con vidriera a la calle) son resultado de una combinación de semejanzas y diferencias. Como sostiene Gabriel Kessler (1), las clases medias empobrecidas se distinguen de los pobres estructurales en cuestiones del pasado (educación, memoria de trabajos formales, familias poco numerosas), y se asemejan en el presente: ingresos bajos y consumos restringidos, privaciones. Chocan, en gran medida, porque están cerca, porque entre el barrio obrero y la villa apenas media una avenida, una vía o un baldío.
Entre los problemas que enfrenta el gobierno para entender la realidad de los mundos populares quizás uno de los más relevantes sea la desconexión –o el enfrentamiento– entre los sectores más pobres, por un lado, y las clases medias bajas, por el otro…
Las investigaciones coinciden en que la clase media baja es el sector social más permeable al discurso anti-asistencial, aquel que enfatiza los “privilegios indebidos” que reciben los grupos más relegados de la población. Esta tendencia, que el sociólogo británico Jock Young define como “resentimiento hacia abajo” (2), se refleja también en la demanda de soluciones coercitivas al problema de la inseguridad: un estudio de la socióloga Alejandra Otamendi demostró que el pedido de mano dura es tanto una respuesta a experiencias concretas de exposición al delito (“reacción funcional”) como un medio para canalizar el miedo ante la posibilidad de descenso social (“reacción simbólica”).
No es un fenómeno exclusivamente argentino. El rechazo de los trabajadores blancos desempleados del Rust Belt estadounidense a las políticas de acción afirmativa a favor de los afrodescendientes, o la transferencia del voto popular del Este de Francia del comunismo al Frente Nacional de Marine Le Pen, constituyen manifestaciones diversas de esta tendencia, que se profundiza en momentos como el actual, en el que los límites entre los sectores sociales se difuminan y la movilidad descendente altera las posiciones de clase.
Y es un problema, porque si algo demostró la experiencia del 2001 es que las políticas de protección social, que tuvieron su germen en el Plan Jefas y Jefes de Hogar lanzando por Eduardo Duhalde y que a partir de ahí se fueron expandiendo y perfeccionando hasta constituir un entramado que ni siquiera el macrismo se atrevió a desmontar (nuestra última política de Estado), son decisivas para garantizar la paz en momentos de crisis. Los movimientos sociales, esa red organizativa de los más pobres reconocida por el Estado pero no por la sociedad, son el emergente político de esta nueva realidad, la última garantía de calma en las calles: a casi veinte años de diciembre del 2001 resulta notable que todavía haya que explicar que un piquete en el microcentro significa un Carrefour sin saqueos –y sin muertos– en el Conurbano.
Transiciones
Desde hace una década, diversas fuerzas políticas le disputan al kirchnerismo la representación de la clase media baja, a menudo con éxito: Sergio Massa y Mauricio Macri en el pasado, Horacio Rodríguez Larreta y Facundo Manes en la actualidad, todos exploran, con diversas declinaciones del discurso manodurista y meritocrático, vías para interpelar a este sector. Si los pobres estructurales cuentan con su representación (la histórica del peronismo y la más nueva de los movimientos sociales), y las elites están siempre sobrerrepresentadas (en la política, los medios y los imaginarios), la clase media baja es la verdadera huérfana de la política de partidos: con los sindicatos limitados a la defensa de los intereses sectoriales de sus afiliados, no hay fuerza política capaz de expresar sus necesidades y temores. Quizás porque perciben sus penurias como transitorias, quienes integran este sector social en expansión no logran estabilizar una representación permanente, y entonces nadan de un partido a otro, en un estado de crónico desencanto.
Se vio en las PASO, en las que el voto del Frente de Todos se fugó hacia todos los lugares posibles: hacia Juntos, hacia los candidatos de izquierda, hacia las disidencias mínimas del peronismo y hacia la abstención. Como escribió Julio Burdman (3), el escaso 31 por ciento obtenido por el oficialismo puso en cuestión la solidez del voto peronista, una de las pocas certezas de la sociología electoral argentina. Es también la tesis de Pablo Touzon y Federico Zapata (4), que sostienen que las PASO desmintieron la idea, amasada en cierta pereza intelectual, de que todo seguiría más o menos igual, quizás un poco peor, pero igual, después de la pandemia, como si la transformación social no fuera a reflejarse tarde o temprano en la política.
Hace más de diez años, durante la crisis del campo, el kirchnerismo perdió la batalla por el centro geográfico, se divorció para siempre de la Pampa sojera. El Frente de Todos se había propuesto compensar esta derrota ganando el centro político, que no podía ser pensando como un promedio ideológico entre los dos polos de la coalición (kirchnerismo más massismo dividido dos), como un kirchnerismo diluido, sino como la construcción de un proyecto nuevo, fundado sobre otras bases. El peronismo perdió ese centro en las PASO y hoy busca recuperarlo, porque su futuro está en peligro. Sucede que históricamente el peronismo se refundó siempre desde afuera, buscando en los excluidos o los disidentes la fuerza creativa para renacer (Cafiero contra Herminio, Chacho contra Menem, Massa contra Cristina). Esta vez, sin embargo, la coalición es tan amplia que nadie ha quedado afuera: la incorporación de Juan Manzur al gabinete es una forma de ir a buscar en un afuera geográfico (un gobernador extra-AMBA) la energía para renovarse. Con una paradoja: cuantos más sectores incorpora, menos chances de regenerarse tiene. El problema del Frente de Todos es que están… todos.
Volvamos al comienzo.
La suma de la “crisis larga” del modelo de desarrollo y la “crisis corta” de la pandemia está produciendo una serie de cambios sociales cuya profundidad recién estamos empezando a comprender, que configuran la tercera gran transición desde la recuperación de la democracia (la cuarta si contamos la de 1983). La primera fue un derrumbe: la derrota en Malvinas y la asunción de Raúl Alfonsín al frente de un gobierno inevitablemente refundacionista, que se propuso revisarlo todo, hasta el lugar de la Capital Federal, pero que no logró refundar la economía. La segunda fue la transformación radical del orden económico operada por Carlos Menem a partir de la sanción de la Ley de Convertibilidad. La tercera, tras el estallido del 2001, fue la construcción del modelo lavagnista, el mismo que comenzó a agotarse hacia el segundo mandato de Cristina y que aún no ha sido reemplazado por uno nuevo.
Desde el comienzo, el gobierno de Alberto Fernández se autodefinió como un gobierno de transición. El problema es que nunca aclaró del todo transición hacia qué, y en esa indeterminación se cifra buena parte de sus tropiezos. Porque la pandemia no se lo permitió, porque sin Cristina no se puede pero con Cristina tampoco, o porque revisar el modelo económico exige fuerzas de la que carece, el gobierno no logra ofrecer a la sociedad una visión, un proyecto claro, una síntesis. El eslogan elegido para esta fase de la campaña subraya el desconcierto: un Sí a tantas cosas (ir a la cancha, vacunarse, cuidar al planeta, vivir tu identidad como se te cante, la ciencia argentina, las escapadas de fin de semana, dialogar…) que sólo termina revelando la dificultad para mostrar un rumbo
1. “Empobrecimiento y fragmentación de la clase media argentina”, Revista Proposiciones, Vol 34, Santiago de Chile, 2003.
2. La sociedad excluyente, Marcial Pons, 2010.
3. “La crisis de la locomotora peronista”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, octubre de 2021
4. https://panamarevista.com/autor/?nameautor=Pablo+Touzon+y+Federico+Zapata
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur