Brasil sufre
En el enésimo momento agónico de su alterada historia reciente, Brasil atraviesa una tormenta perfecta de crisis sanitaria, conflicto político y recesión económica. Su Presidente, último integrante del fallido club de los negacionistas, minimizó el impacto del coronavirus, se negó a implementar medidas de contención (y trató de frenarlas cuando intentaban aplicarlas los gobernadores), promovió remedios falsos y finalmente saboteó la llegada de la vacuna. Trece millones de contagios, 300 mil muertos y cuatro ministros de Salud después, Brasil es el epicentro de la pandemia mundial y un laboratorio de nuevas cepas.
Sin embargo, Jair Bolsonaro conserva niveles importantes de adhesión y su futuro político está lejos de haber quedado definido. ¿Cómo se explica esto?
En primer lugar, por el apoyo de un sector minoritario pero sólido de la población, de alrededor del 30% (1). El corazón de este grupo está constituido por un núcleo claramente identificable –hombres de mediana edad, blancos y de clase media del Sur-Sureste del país (2)– que comparten las ideas racistas, xenófobas y misóginas del Presidente, con quien han construido una identificación emocional inmune a los resultados. Esta minoría intensa se completa con la adhesión del bolsonarismo blando, cuya composición social ha ido cambiando: según las investigaciones de un grupo de politólogos de la Universidad de San Pablo (3), el respaldo que obtenía entre los brasileros de clase alta (ingresos equivalentes a más de diez salarios mínimos) y media (más de cinco) fue disminuyendo, consecuencia de la pésima gestión sanitaria, el creciente autoritarismo y la ruidosa ruptura con Sergio Moro, pero fue compensado con una novedosa adhesión de los sectores populares (menos de dos salarios mínimos), sobre todo en el Nordeste, en buena medida como resultado del programa de transferencia de 600 reales a las familias más pobres.
Resulta curioso comprobar que la mutación del bolsonarismo es similar a la operada en su momento por Lula, que poco tiempo después de asumir la Presidencia en 2003 comenzó a perder el respaldo de las clases medias progresistas del Sur, indignadas por el escándalo del Mensalão, y conquistó en su reemplazo a los pobres nordestinos, que hasta el momento se habían inclinado por fuerzas conservadoras pero que, beneficiados por el Bolsa Familia y los aumentos de salario mínimo, giraban hacia la izquierda, un movimiento célebremente definido por André Singer como el paso del “petismo” al “lulismo” (4). Siguiendo a Singer, podríamos decir que Bolsonaro extravió el voto lavajatista y lo sustituyó por el lulista: el hecho de que haya recurrido al clásico sombrero del Norte en sus últimas giras por Pernambuco y Sergipe resulta ilustrativo al respecto.
El segundo apoyo de Bolsonaro son las iglesias evangélicas, con su red de templos ubicados hasta en el morro más distante de la última favela del país, que le proveen un “plus moral” y una capilaridad militante de la que carecieron sus antecesores (aun aquellos que, como Fernando Collor de Mello en 1990 y Lula en 2006, contaron con el impulso electoral de las principales congregaciones, eran vistos como aliados ocasionales, en tanto que Bolsonaro es percibido como uno de los suyos). Y, junto al poder evangélico, el económico: el segundo eje gravitatorio del gabinete bolsonarista, además del desplazado Sergio Moro, es el superministro de Economía Paulo Guedes, que actuó como una garantía de fe ortodoxa ante el mundo financiero y que, aunque ha perdido buena parte de su influencia, permanece en el cargo.
El tercer apoyo es el de los militares, con los que Bolsonaro ha firmado más que una simple alianza de conveniencia. En un proceso de cooptación similar al desplegado por el chavismo en Venezuela, las Fuerzas Armadas ocupan hoy casi la mitad de los cargos del Gabinete, incluyendo al jefe de la Casa Civil, equivalente al jefe de Gabinete, y la vicepresidencia, hasta totalizar 6.157 funcionarios si se cuentan las segundas y terceras líneas (5). No se trata de una novedad absoluta. La influencia militar está presente desde siempre en la política brasilera. Sucede que, igual que Chile y a diferencia de Argentina, Brasil tramitó el fin de la dictadura mediante una transición ultrapactada que hizo posible que las Fuerzas Armadas se aseguraran la impunidad mediante una Ley de Amnistía y frenaran, veinte años más tarde, la Comisión de la Verdad impulsada por Dilma Rousseff, además de conservar una autonomía operativa amplia que les permitió participar en tareas de seguridad interna. El gobierno del PT, de hecho, convocó al Ejército para “pacificar” las favelas y garantizar la seguridad en el Mundial de Fútbol de 2014. En este contexto, los militares ejercen una especie de función supraconstitucional de protectores de la nación, herencia del “poder moderador” que detentaba el emperador hasta la proclamación de la República.
Por último, Bolsonaro cuenta con el apoyo del centrão, la selva de partidos conservadores con los que acordó un esquema de convivencia cediéndoles las presidencias de las Cámaras y cargos en el Gabinete, un respaldo decisivo pero que es un resultado de los factores anteriores más que un pilar que se sostenga por sí mismo: militantes del más puro oportunismo y portadores de todos los males imaginables de la vieja política, la colección de Franks Underwoods que integran el centrão no dudarían en tirar del mantel si lo consideraran conveniente. Fue, de hecho, lo que ocurrió con Dilma, que perdió sus votos después de haber cogobernado con ellos durante años, y que terminó cayendo menos por las manifestaciones en su contra que por el quiebre de esta alianza opaca. Pero Dilma contaba con niveles de aprobación del 8% cuando avanzó el impeachment y Bolsonaro se mantiene en 30.
En este estado de cosas se abren tres caminos posibles.
El primero es un juicio político. Con dos Presidentes desplazados por este mecanismo desde la vuelta de la democracia (Collor en 1992 y Dilma en 2016), no sería una novedad. Sin embargo, para que avance debería contar con los votos del centrão y el apoyo explícito del presidente de la Cámara de Diputados, que es quien tiene la llave del proceso. El último cambio de gabinete demuestra que Bolsonaro es muy consciente de la necesidad de reforzar la alianza con estos partidos.
El segundo es el autogolpe. Bolsonaro, un ex militar abiertamente autoritario que se declara admirador de la dictadura y abjura de la Constitución, ha coqueteado más de una vez con alguna maniobra que le permita neutralizar al Congreso y sobre todo al Supremo Tribunal Federal, que investiga delitos cometidos por dos de sus hijos. El Presidente participó de manifestaciones que reclamaban una intervención militar e incluso llegó a mencionar, en una reunión de gabinete del año pasado, el ambiguo artículo 142 de la Constitución, que define entre las funciones de las Fuerzas Armadas la de actuar como garante de los poderes constitucionales en caso de peligro o desorden. Aunque el autogolpe, quizás en un contexto de conmoción interior inducido desde el gobierno, forma parte del menú de alternativas de Bolsonaro, y aunque antecedentes como el de Bolivia demuestran que no es imposible, tampoco será tan fácil: en Brasil existen contrapoderes institucionales importantes que se opondrían, en particular los gobernadores, y no está tan claro que los militares estén dispuestos a acompañarlo, ni siquiera si el resultado es que uno de ellos, el general Hamilton Mourão, asuma en su reemplazo. Luego de que se anunciara su salida del gabinete, el general que ocupaba el Ministerio de Defensa, Fernando Azevedo e Silva, destacó entre sus logros el de haber “preservado a las Fuerzas Armadas como institución del Estado”, en sugestiva alusión a la posibilidad de que sean puestas al servicio de otros fines. La renuncia simultánea de los jefes de las tres armas en rechazo al cambio de ministro confirman el malestar militar. El generalato brasilero mira con creciente preocupación la influencia de Bolsonaro en la baja oficialidad y la tropa, y con abierto horror el crecimiento de las milicias de ultraderecha.
El tercero son las elecciones. De Donald Trump a Jeanine Áñez y Mauricio Macri, la experiencia reciente demuestra que es posible gobernar con el apoyo de un núcleo resistente de ciudadanos, pero que no alcanza para ganar elecciones. El tercio bolsonarista le permitiría al Presidente pasar a una segunda vuelta pero no le asegura el ballottage. Consciente de esta situación, Bolsonaro emprendió en los últimos días un cambio de estrategia: creó un comité de crisis para enfrentar la pandemia, pasó de rechazar a aprobar la vacuna y, lo más sorprendente de todo, apareció en público con barbijo, un cambio de tono que anticipa un nuevo discurso de cara a las elecciones del año que viene, donde probablemente se mida con Lula, el renacido.
Rebobinemos antes de concluir.
Hundido en una tragedia sin fin, Brasil procesa la crisis a través de sucesivos movimientos de las elites y los poderes institucionales: son el gobierno, el Congreso, los militares, los empresarios, los jueces y los partidos (incluyendo a los de izquierda) los que marcan el ritmo de la política, sin movilizaciones masivas ni un gran protagonismo social y en línea con la historia de un país en el que los principales cambios tendieron a tramitarse siempre a través de acuerdos cupulares graduales y lentos.
En contraste con las guerras sangrientas que marcaron la independencia de la América española, Brasil se emancipó de Portugal por una decisión política de Pedro I, el príncipe heredero, aceptada sin resistencia por su padre, y más tarde, en 1889, se convirtió en República mediante una disposición no menos administrativa (esto ha hecho que la historia brasileña sea una historia sin héroes: no hay allí ni un Bolívar ni un San Martín a los que venerar). Del mismo modo, la versión brasileña del populismo, el varguismo, fue un movimiento redistributivo e incluyente, pero en el que el componente movilizatorio estaba notablemente atenuado: un peronismo sin 17 de octubre. Más tarde, la ebullición de los 60 creó un movimiento guerrillero entusiasta pero disperso y sin fuerza, al menos en comparación con Argentina, Uruguay o Chile, y luego la dictadura, aunque desde luego torturó y mató, no creó un sistema de campos de concentración al estilo argentino ni desplegó, por ejemplo, un plan sistemático de robo de niños. La recuperación de la democracia se realizó también de manera serena, “segura” según la famosa definición de Geisel, el general que la inició, a punto tal que, pese a los reclamos de la población, el primer Presidente democrático no fue elegido por voto directo sino mediante el viejo sistema de Colegio Electoral creado por los militares. Por último, el neoliberalismo de Fernando Henrique Cardoso cayó en unas prolijas elecciones presidenciales, sin Caracazos ni Guerras del Gas ni Diciembres, y Dilma fue desplazada del poder mediante un golpe institucional sin que volara una mosca.
La historia brasileña es en esencia una historia de pactos entre elites, que son las que realmente gobiernan el país como no sucede en ningún otro Estado de la región salvo los de Centroamérica. Y esto se explica básicamente por las características de una estructura social en la que la distancia entre las clases es oceánica: Brasil fue, de hecho, el último país latinoamericano en abolir la esclavitud (en 1888 y, una vez más, mediante una decisión pactada, que evitó por ejemplo los 360 mil muertos de la guerra civil que quince años antes acabó con el flagelo en Estados Unidos).
En suma, el futuro de Brasil está en manos de los actores políticos y económicos más que de la sociedad movilizada, que incide pero nunca define. El regreso de Lula, sin dudas el mayor estadista latinoamericano del siglo XXI, abre una oportunidad de oro para el país. En su reaparición pública en San Pablo, el ex presidente demostró su proverbial capacidad para leer el estado de ánimo de su pueblo: aunque no se privó de recordar la persecución judicial y el impeachment, dedicó el grueso de su discurso a proyectar una visión pos-bolsonarista con eje en el trabajo, la salud y la economía, habló de Petrobras, del Mercosur y de las vacunas, y prometió abrir el diálogo con todos los sectores políticos con un argumento de cuño cristinista: no se trata solo de ganar las elecciones sino de gobernar.
1. https://datafolha.folha.uol.com.br/opiniaopublica/2021/03/1989225-reprovacao-a-bolsonaro-vai-a-44-e-56-o-veem-como-lideranca-incapaz.shtml
2. Esther Solano Gallego, “¿Por qué repunta Bolsonaro?”, en Nueva Sociedad, https://nuso.org/articulo/por-que-repunta-bolsonaro/
3. https://oglobo.globo.com/brasil/em-entrevista-andre-singer-diz-que-bolsonaro-faz-segunda-mudanca-no-governo-com-auxilio-emergencial-24905008
4. André Singer, Os sentidos do lulismo, Companhia das Letras, 2012
5. http://www.ipsnoticias.net/2020/08/la-economia-es-la-nueva-depuracion-del-gobierno-militar-en-brasil/
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur