La ESMA de Alberto
Si los resultados de las PASO se confirman en octubre, Alberto Fernández asumirá el poder en un contexto de fuertes restricciones económicas. La más importante es la que deriva del peso de la deuda, que supera el 100 por ciento del PBI, del cual el 60 por ciento está nominado en dólares, con un calendario de pagos explosivo. Por eso la primera tarea del nuevo gobierno será encarar una renegociación con el FMI que le permita ahorrar recursos en el corto plazo mientras impulsa una reactivación. Y en este sentido sería ideal un acuerdo entre el macrismo que se va y el peronismo que llega, que fuentes de ambos bandos consideran posible, para llevar cuanto antes una propuesta al Fondo y los acreedores.
La renegociación será a la vez más sencilla y más compleja que el antecedente más cercano, la reestructuración que llevó adelante Néstor Kirchner en 2005: más sencilla porque en este caso se trata de una veintena de bonos de los cuales la mayoría no han caído aún en default (contra 152 bonos en seis monedas bajo ocho legislaciones en aquel momento), y más compleja porque, al no haberse declarado una cesación de pagos total como en 2002, que en los hechos funcionó como un período de gracia, el calendario sigue rigiendo (1). Alberto tendrá que seguir pagando mientras negocia.
Pero además el nuevo gobierno asume en un contexto global en el que el super boom de los commodities, cuya curva ascendente acompañó matemáticamente el fortalecimiento del primer kirchnerismo, ha quedado atrás: hoy la tonelada de soja se sitúa alrededor de los 300 dólares, más o menos la mitad de su cotización máxima, y dada la desaceleración del ritmo de crecimiento chino nada indica que vaya a recuperarse. Como escribió Claudio Scaletta (2), el nestorismo fue resultado de una situación excepcional que permitió conciliar los míticos superávits gemelos (comercial y fiscal) con un tipo de cambio alto y una inflación baja, variables que resultarán muy difíciles de ecualizar en la actualidad. A diferencia de Néstor, Alberto va a tener que elegir.
A este estrecho margen de maniobra económica hay que sumar la demanda social reprimida. Importantes segmentos de la sociedad vienen esperando con paciencia de santa madre un cambio de gobierno que ponga fin a la penuria macrista y comience a dar respuestas: sindicatos industriales golpeados por la crisis, movimientos sociales cuyas bases sufren la pobreza y aún el hambre, clases medias afectadas por la baja del salario y los aumentos de tarifas, nuevos y viejos desocupados… son tantas las necesidades acumuladas durante estos cuatro años que parece difícil que el nuevo gobierno pueda satisfacerlas a todas al mismo tiempo.
Alberto lo sabe, y por eso despliega la que quizás sea la campaña más anti-demagógica de la historia política argentina, programáticamente espartana y casi desprovista de promesas de corto plazo. Y por eso también anunció su voluntad de convocar a un pacto social entre los diferentes sectores –es decir entre las diferentes demandas– que contribuya a moderar las expectativas y ordenar salarios y precios para evitar el caos macroeconómico mientras consolida una perspectiva de salida conjunta de la crisis.
Para avanzar en este camino será necesario construir una amplia coalición con base en el peronismo, objetivo más fácil de enunciar que de concretar. El peronismo realmente existente, en efecto, está compuesto por un conjunto de actores diversos: los intendentes del conurbano, los gremios de las ramas industriales, los sindicatos estatales, las organizaciones sociales, el movimiento político-cultural kirchnerista, el mundo intelectual de las universidades públicas, el Conicet y las empresas culturales (eso que Ernesto Semán llama la “CGT de la clase media”), y por supuesto los gobernadores, que no son masa uniforme sino una multiplicidad de protagonistas empoderados y obligados a lidiar con realidades diversas: a partir de diciembre, por ejemplo, Gustavo Melella gobernará Tierra del Fuego, una provincia con una población de 150 mil habitantes en el Sur del mundo, y Omar Perotti Santa Fe, que en población, territorio y PBI equivale más o menos a Uruguay.
Coincidentes en muchos aspectos, las demandas pueden resultar también divergentes, tal como demuestra el ejemplo urgente de las retenciones. Tras la última devaluación y dada la insólita decisión del gobierno de Macri de no establecer un porcentaje sino una suma fija, las retenciones se fueron diluyendo. Apenas asuma el nuevo gobierno, algunos de los integrantes de la coalición albertista –los sindicatos docentes que exigen una recomposición salarial, los intendentes del conurbano que necesitan un refuerzo de la ayuda social y un veloz despliegue de obra pública como mecanismo de contención– reclamarán un fortalecimiento financiero del Estado nacional. Su supervivencia inmediata depende de un Estado robusto que atienda sus demandas. Y ocurre que en un contexto de recesión, inflación y alta presión impositiva, las retenciones constituyen casi la única fuente de recaudación efectiva, rápida y socialmente inocua. Al mismo tiempo, sin embargo, Alberto ha manifestado su decisión de reconstruir la relación del peronismo con la región centro del país, visitó Córdoba en más oportunidades que cualquier otra provincia y viene trabajando en la construcción de una alianza con los gobernadores sojeros. ¿Cómo compaginar la necesidad de fortalecer la presencia del Estado en los castigados conurbanos con la previsible resistencia de la zona núcleo y sus representantes? ¿Podrá el nuevo gobierno, como escriben Santiago Cafiero y Nahuel Sosa en esta edición de el Dipló, convencer a los pocos sectores que no han sido arrasados por la macroeconomía macrista de que es necesario que todos cedan algo, que acepten retroceder un paso para luego avanzar dos?
Para lograrlo hará falta una enorme capacidad de conciliación, altas dosis de imaginación política y mucha paciencia. Para recurrir a la imagen fundacional del albertismo, va a ser necesario tomarse miles de cafés con miles de interlocutores distintos. Y recuperar a los operadores, esos viejos zorros de la política que la socióloga Mariana Gené retrata en su notable libro La rosca política (3). Desde las sombras, los operadores –dice Gené– cultivan una serie de valores (la discreción, el diálogo entre adversarios, la capacidad de cerrar pactos inconfesables) alejados del ideal del dirigente telegénico, que sin embargo les habilitan un manejo de la política en minúsculas que resulta esencial para que la política en mayúsculas, la de los horizontes, las utopías y las grandes transformaciones, se convierta en realidad.
Pero quizás tampoco alcance. Frente a la probable dificultad para exhibir avances socioeconómicos de corto plazo, incluso un acuerdo multisectorial que garantice la gobernabilidad política y la paz social puede resultar insuficiente y el gobierno deba apelar también a otros recursos, menos concretos pero no menos decisivos. Ocurre que, aunque las últimas elecciones confirmaron medio siglo de evidencia sociológica acerca de la relevancia de la economía en el voto, los políticos disponen de otros mecanismos de construcción de legitimidad, que no compensan el peso de la economía pero pueden complementarlo.
Dos ejemplos ayudan a explicar esta idea.
Lula asumió el poder en enero de 2003 con una economía en recesión, alto desempleo e inflación, y cumplió la promesa ortodoxa que había formulado durante la campaña designando a dos neoliberales puros en el Ministerio de Hacienda y el Banco Central. Es cierto que el PBI, empujado por el aumento del precio de los commodities, comenzó a recuperarse, y también es cierto que Lula no creó pero sí expandió enormemente una serie de programas sociales que más tarde se fusionarían en el Bolsa Familia. Pero también es verdad que todo esto demoró un tiempo y que mientras tanto el líder del PT fue ensanchando sus niveles de popularidad como resultado de la revolución simbólica que supuso la llegada al poder de un obrero metalúrgico nacido en el sertão y de una serie de políticas de baja exigencia presupuestaria pero fuerte carga de reconocimiento hacia los derechos de los negros, los pobres, los indígenas y los favelados, como los programas de becas, el establecimiento de cupos étnicos en universidades y organismos estatales, la creación de la Secretaría de la Mujer y la sanción de una batería de leyes anti-discriminatorias. Esta estrategia le permitió a Lula forjar una relación directa con los sectores más pobres, en particular del Nordeste, que se mantiene hasta hoy, aunque al costo de una desmovilización de las bases del PT que se hizo evidente cuando el Congreso desplazó del poder a Dilma Rousseff sin que volara una mosca.
El segundo ejemplo es el de México. Con una economía atada a Estados Unidos por un tratado de libre comercio que decidió no denunciar, Andrés Manuel López Obrador (AMLO) despliega una gestión ortodoxa que no ha conseguido grandes proezas; de hecho, se prevé que este año cierre con una caída del PBI y un aumento del desempleo. Tampoco ha conseguido avances importantes en materia de narcotráfico y migración, los otros grandes problemas que asolan al país. Los programas sociales focalizados en grupos vulnerables –mujeres, jóvenes, viejos, indígenas– constituyen más bien un refuerzo de políticas preexistentes que un cambio radical de modelo socioeconómico. Y sin embargo, con más del 70 por ciento de imagen positiva, es el presidente más popular de la región: AMLO no usa el avión oficial y viaja en vuelos de línea, se redujo el salario a la mitad, les quitó las pensiones a los ex presidentes, impulsa una ley para eliminar los fueros y transformó Los Pinos, la histórica residencia presidencial, en un centro cultural abierto a la sociedad con nombre de ecos kirchneristas: “Los Pinos para todos”. Las conferencias de prensa que ofrece todos los días puntualmente a las siete, conocidas como “las mañaneras”, le permiten desplegar un carisma asentado en un habla popular, desbordante de giros y expresiones de la calle. El estilo de AMLO brilla en un país oligarquizado cuyos últimos presidentes surgieron todos de una elite cerrada y excluyente.
Por supuesto, no se trata de copiar experiencias sino de encontrar caminos propios de construcción de legitimidad. Típico porteño universitario, hijo de un juez y criado en Villa del Parque, Alberto no puede jugar la carta de la identificación popular, carta que, por otra parte, difícilmente resulte efectiva en una sociedad que se autodefine mayoritariamente de clase media. Pero puede explorar otras opciones: Pepe Mujica, por ejemplo, aprobó la legalización definitiva del aborto y se convirtió en un referente global con la ley de producción estatal de cannabis. En un país como Argentina, al que le sobran problemas, existen miles de oportunidades en materia de diversidad, derechos de las mujeres, federalismo efectivo, reconocimiento de derechos, cultura, higiene institucional… Sin ir más lejos, el propio Néstor Kirchner produjo, en el comienzo de su mandato, una serie de transformaciones tan significativas como la recuperación económica, de las cuales las más recordadas seguramente sean el recambio de la Corte Suprema menemista y la política de derechos humanos simbolizada en la recuperación de la ESMA.
Concluyamos. Alberto Fernández asumirá el desafío más difícil de su larga vida política en un contexto complicadísimo, que le exigirá encarar simultáneamente una serie de objetivos: encender la economía, contener el drama social, reordenar las variables macro, construir una coalición de gobierno y comenzar a pensar –por fin– en algo parecido a un plan de desarrollo. Para ello necesitará revalidar en el cruel día a día de la gestión el fuerte respaldo popular que seguramente derivará del voto en octubre, ir construyendo un “plus simbólico” que le permita consolidarse en el poder y agrandar su figura mientras la economía se reanima y la sociedad comienza a salir del pozo.
1 Christian Gogliormella, Estanislao Malic, “La deuda pública en Argentina: un análisis del canje del año 2005”, Estudios de Economía Política y Sistema Mundial, Documento del CCC.
2 “Las razones del fracaso”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, N° 243, septiembre de 2019.
3 La rosca política. El oficio de los armadores delante y detrás de escena (o el discreto encanto del toma y daca), Siglo XXI Editores, 2019
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