El trabajador aislado
El trabajo en vivienda propia, se trate de trabajo a destajo, servicios o las modalidades más avanzadas de teletrabajo, tiene una serie de ventajas muy concretas: reduce los costos de infraestructura, habilita relaciones laborales más ágiles y adaptables a las exigencias de la demanda y es compatible con los nuevos paradigmas de la “economía colaborativa”, el trabajo en red y las plataformas, todo lo cual redunda en una mejora en la competitividad.
Desde un punto de vista ecológico, disminuye los traslados y por lo tanto las emisiones de CO2, lo que contribuye a combatir el cambio climático y la urbanización descontrolada. Y, al permitirles a los trabajadores evitar el tránsito infernal de las megalópolis, redunda en una mejora de la calidad de vida, uno de los aspectos menos estudiados y más decisivos en el bienestar de las personas –Jeremy Rifkin sostiene que el hecho de que los europeos inviertan 19 minutos menos que los norteamericanos en trasladarse todos los días a la oficina o la fábrica es una muestra clara de la superioridad del modelo de Europa frente al de Estados Unidos (1)–.
En una perspectiva individual, el trabajo en casa ayuda a conciliar más armónicamente la vida familiar con las obligaciones laborales y, en el caso de las mujeres, facilita la reinserción progresiva en la etapa del posparto, a la vez que posibilita las nuevas tendencias de la maternidad del siglo XXI, como la lactancia for ever y esa estilización pseudopsicológica de la madre asfixiante que ahora llaman crianza con apego. Por último, contribuye a la inserción laboral de las personas discapacitadas o con movilidad reducida.
Sin embargo, una mirada más atenta invita a considerar las cosas de otra manera. La posibilidad de compatibilizar en un mismo lugar trabajo y familia puede derivar en una pérdida de productividad como consecuencia de la distracción y la sobrecarga, como ocurre con la mamá de Peppa Pig, que tipea en la computadora con George a upa. Miradas feministas más recientes señalan que, más que ayudar a compaginar la vida profesional con la maternidad, el trabajo en el domicilio tiende a reforzar el rol tradicional de la mujer como responsable del hogar y los hijos (2). Naturalmente, estos problemas se agudizan cuando la vivienda no está preparada, lo que a menudo obliga al empleado a invertir en una mejora de sus condiciones de trabajo, por ejemplo agregando una habitación o yéndose al bar de la esquina, de modo que el gasto de infraestructura se desplaza de la empresa al trabajador. Lo mismo ocurre con las consecuencias de eventuales accidentes laborales.
Pero más allá de este rápido balance de pros y contras, el trabajo en casa abre interrogantes complejos que no admiten respuestas concluyentes. La gestión por objetivos que está en la base de esta modalidad laboral sustituye la supervisión externa por el autocontrol de un trabajador que se adapta a los requerimientos siempre cambiantes de la demanda, lo que produce una serie de cambios en la subjetividad que recién estamos empezando a decodificar. El viejo panóptico foucaultiano se perfecciona: bajo este nuevo régimen laboral, que por supuesto es también un régimen de dominación, el capital ya no tiende a modelar un conjunto de cuerpos con el fin de ponerlos frente a una línea de producción a realizar siempre la misma tarea alienante, sino que apunta a persuadir al individuo, autoconcebido como autónomo e independiente, a procurar mejorar sus resultados.
En otras palabras, el capital ya no opera a través del poder de policía –el ojo atento del capataz– sino de una regulación más sofisticada y sutil que lleva al trabajador a internalizar las condiciones mismas de explotación: como es –o cree que es– su propio jefe, el empleado tiende al auto-control, la auto-disciplina y la auto-vigilancia. En el paso de la fábrica fordista a la pantalla globalizada, la subjetividad deja de ser una dimensión a controlar o quebrar para convertirse en un insumo, casi diríamos un factor de producción (3). Ése es el arquetipo del trabajador aislado.
La sindicalización se hace más difícil. Como es obvio, el trabajador aislado no puede encontrarse todos los días a la misma hora en la misma fábrica a sufrir las mismas penurias, que es lo que en el pasado le permitía identificar a sus iguales y articular respuestas colectivas. Sumergido en el paradigma on demand, este nuevo modelo de trabajador encuentra mayores dificultades para comunicarse con compañeros a los que en general no conoce, que incluso pueden vivir en otros países. No hay que caer en fatalismos: investigaciones recientes descubrieron que incluso bajo estas condiciones los empleados son capaces de idear microprácticas de resistencia, que les permiten huir de la camisa de fuerza de la revolución del “todo o nada” para centrarse en los “mil pinchazos de aguja” de la contestación individual (4). Asimismo, la experiencia argentina demuestra que sectores laborales naturalmente condenados a la precarización como los motoqueros son capaces de sindicalizarse. Pero dejando de lado estos casos lo cierto es que en términos generales la acción sindical, que más allá del estilo de vida de algunos líderes gremiales sigue siendo la vía más efectiva de defensa de los derechos laborales, se complica.
La consecuencia es una profundización del desbalance entre capital y trabajo, tendencia que se viene acentuando desde mediados de los 70 y que, contra las miradas tecnoutópicas que preveían un impulso igualitarista como resultado del espíritu democratizador de Internet, se ha consolidado. El trabajo en casa profundiza la asimetría entre los dos polos de la relación capitalista. En primer lugar, por este impacto individualizante en la subjetividad del trabajador, que aunque cumple los requisitos básicos para ser considerado como tal (vende su fuerza de trabajo en el mercado) a menudo se ve de otra manera. Pero también porque el trabajo en el domicilio implica una jornada laboral flexible, que si por un lado le permite al empleado “manejar sus tiempos”, por otro hace más difícil establecer criterios objetivos de remuneración, que ya no se mide en cierto horario-tarea sino en metas a cumplir: la idea de “hora extra”, por ejemplo, pierde sentido (como dirían los abogados, se torna abstracta).
El análisis del trabajo en casa puede parecer una cuestión menor en el contexto de un mercado laboral como el argentino, caracterizado por la heterogeneidad, las asimetrías y los déficits, pero es central: se trata de hecho de la modalidad en la que se desempeña el 5% de la población económicamente activa, unas 900 mil personas, lo que equivale más o menos al doble de los afiliados a la UOCRA, tres veces los metalúrgicos y cinco veces los bancarios (5). Conforma un universo amplio que incluye actividades como la fabricación y venta de alimentos, la costura de ropa, los servicios jurídicos y contables, la programación de software, las clases particulares, la gimnasia, la arquitectura y el diseño y la peluquería y manicuría, entre otras cosas.
Pero además, poner el foco en este tema resulta fundamental para entender la tendencia más general hacia la desregulación laboral, que incluye fenómenos como la tercerización, la flexibilización y la precarización, un impulso global cuyo resultado es una creciente división del mundo del trabajo entre un núcleo de profesionales ultracalificados, que se desempeñan en los sectores dinámicos y globalizados de la economía, y un vasto contingente sumergido, obligado a trabajar en puestos de bajísima calificación, inestables y mal pagos.
El resultado de esta dualización es la desconexión, cada vez más evidente, entre trabajo y pobreza. Si desde la creación del Estado de Bienestar en la segunda pos-guerra el mercado laboral fue la forma de garantizar niveles mínimos de bienestar a toda la población, hoy asistimos a un debilitamiento de las posibilidades sociales del trabajo: la desocupación en Argentina llega actualmente al 9,2, mientras que la pobreza supera el 30 (lo mismo pasa en Estados Unidos, donde el desempleo es de 4,1 y la pobreza de 15,2). Esta nueva realidad de mercados laborales socialmente excluyentes nos obliga a revisar el clásico paradigma bismarckiano de integración social vía trabajo e invita a explorar alternativas de ingresos complementarios, como la renta básica universal que se discute en Europa.
Rebobinemos antes de concluir. El mundo del trabajo en casa es un mundo heterogéneo, que incluye actividades que se vienen desarrollando de esta forma desde el principio de los tiempos, como la peluquería, y otras nuevas, como la programación o el yoga kundalini, y que puede ir desde la señora que cocina empanadas para vender en la estación hasta el diseñador cool de Palermo. Todas, sin embargo, comparten una serie de características comunes que, dado su peso cuantitativo y su importancia creciente, vale la pena analizar. Y también considerar con cuidado: aunque las miradas del gobierno se fascinan ingenuamente con las posibilidades del “trabajador aislado”, las estadísticas son concluyentes (6): la destrucción de empleo industrial registrada desde la llegada de Mauricio Macri al poder (64.000 puestos de trabajo menos) no se compensa con emprendedores que se mueven en la frontera de la creatividad y el conocimiento sino con trabajos más precarios y peor pagos. Los países ricos son básicamente sociedades asalariadas, con un Estado fuerte que regula y controla. Por eso, para despegar de verdad, la economía argentina requiere algoritmos pero también fábricas, emprendedores pero sobre todo empresas: el capitalismo desarrollado sigue siendo una roca dura de grandes compañías, salarios y derechos.
1.Jeremy Rifkin, El sueño europeo. Cómo la visión europea del futuro está eclipsando el sueño americano, Paidós, 2004.
2.Ana Gálvez, “Teletrabajo y producción de subjetividad: una encrucijada de resistencias”, Revista Polis e Psique, Vol. 4, N° 3, 2014.
3. Byung-Chul Han, Psicopolítica, Herder, 2013.
4. Paula Lenguita, Santiago Duhalde y María Marta Villanueva, “Las formas de control laboral en tiempos de la teledisponibilidad. Análisis sobre la organización del teletrabajo a domicilio en Argentina”, trabajo presentado en el VII Congreso Nacional de Estudios del Trabajo, 2005.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur