EDICIÓN 223 - ENERO 2018
EDITORIAL

Marcas

Por José Natanson

Como un acreedor paciente que escucha, entiende y espera, la sociedad a menudo difiere su malestar hasta que en un momento se decide a expresarlo de golpe, y es ahí cuando busca cobrar la deuda toda junta, con intereses y punitorios, sea a través de la furia en las calles o por vía del castigo electoral (o mediante una combinación de ambas cosas). Por eso, aunque el gobierno consiguió la aprobación de la reforma previsional en el Congreso y, tras una semana de incidentes, se encamina a un fin de año en paz, el carácter conflictivo con el que se tramitó la iniciativa, la violencia que acompañó el proceso, los cacerolazos posteriores y la angustiante sensación de déjà vu, como si todos los diciembres remitieran a ese diciembre, pueden haber dejado un sedimento más duro de lo que sugeriría una primera mirada.

Las encuestas que circularon en los días previos coincidían en la impopularidad del nuevo esquema jubilatorio. Sin embargo, todos los gobiernos se ven obligados a adoptar en algún momento decisiones de este tipo y a veces la sociedad –o al menos una parte de ella–los entiende: en su momento, Cristina Kirchner vetó una ley, por otra parte inaplicable, que ordenaba el 82 por ciento móvil para todos los jubilados, y se obstinó en sostener el impuesto a las ganancias para la cuarta categoría pese al amplio rechazo que generaba. En el caso de la reforma macrista, la nueva fórmula de actualización redunda efectivamente en una pérdida de poder adquisitivo de los jubilados, pero no es un actuarial. Y parte además de una realidad incontestable: como resultado de la mayor esperanza de vida y la persistencia de altos niveles de informalidad, la tasa de dependencia previsional, es decir la diferencia entre los trabajadores activos y los jubilados, es de apenas 1,3 a 1 (para que el sistema se sostenga sin otros recursos debería ser de 3 a 1) (1).

Pese a ello, el gobierno quiso imponer la medida más importante de su etapa “reformismo permanente”, y la que en buena medida hace posible todas las demás, salteándose la batalla por el sentido común, como había sucedido antes con los aumentos de tarifas. Pero si algo ha demostrado la sociedad argentina es que, a diferencia de lo que ocurre en otros países de la región, las decisiones que afectan el bienestar material de la población no pueden contrabandearse en el baúl de un auto: no es que sean imposibles sino que exigen un esfuerzo de persuasión.

Es curioso, pero el gobierno de la opinión pública, el que monitorea con obsesividad de alumno abanderado el estado de ánimo de la sociedad y el que tiene una estrategia comunicacional para cada tema y momento, esta vez se abandonó a la rosca desnuda. En lugar de construir un relato capaz de justificar su decisión y salir a disputarlo con los mil recursos disponibles, apostó al apoyo superestructural de los gobernadores, las burbujas de su reciente triunfo electoral y el calor apaciguador del verano, redondeando una torpeza que llegó al punto de fallar incluso en la elección de las palabras. Como escribió Ignacio Ramírez (2), el nombre elegido para la iniciativa revela un déficit en la cuidadosa curaduría semiótica a la que el macrismo suele someter sus decisiones: la “reforma previsional” sustituye a la “movilidad jubilatoria”, pero reforma remite a los 90 mientras que movilidad tiene evocaciones más amables (y enraizadas en el centro de gravedad de nuestra matriz cultural).

Por eso insisto: aunque es difícil afirmarlo ahora, es probable que el macrismo haya salido perdiendo. Sucede que, al menos desde el menemismo, la cuestión jubilatoria está signada por una cierta idea de injusticia, de insuficiencia de haberes, de abandono. Aunque el origen del problema es, como dijimos, estructural, el blanco de la crítica es móvil: si hasta mediados de diciembre la responsabilidad recaía fundamentalmente sobre el kirchnerismo, es probable que a partir de ahora se vaya desplazando al macrismo, cuyo ascenso, por otra parte, se explica en buena medida por el apoyo de ese colectivo inorgánico pero numerosísimo que son los adultos mayores.

La segunda factura diferida es la represión de la protesta social. Son casos diferentes, que merece cada uno un tratamiento por separado, pero las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, ambas ocurridas en el contexto de operativos de las fuerzas federales en el Sur, sumadas a la brutalidad del accionar policial en distintas marchas y movilizaciones, del “Ni una menos” de marzo a la reforma previsional de diciembre, alertan sobre el modo en que el gobierno, en particular su ministra Patricia Bullrich, están manejando el tema.

Como con las jubilaciones, no se trata de un problema exclusivo del macrismo. La dificultad para controlar a las fuerzas de seguridad es uno de los grandes dramas de nuestra democracia. Formalmente civiles pero formadas al estilo militar, con estructuras ultrajerarquizadas en las que la disciplina ciega es un valor fundamental, las fuerzas de seguridad han ido afianzando un “nosotros fuerte” opuesto a un otro definido según el clima social y las necesidades coyunturales de la conducción política. Como ese otro, que puede ser la subversión o los pibes chorros o los violentos, es un sujeto acotado, plausible de ser identificado y en lo posible estigmatizado, las fuerzas de seguridad gozan de una cualidad de opacidad, en palabras de la especialista Sofía Tiscornia (3), que les permite desplegar esta represión selectiva con altos niveles de legitimidad, lo que en Argentina implica más o menos con el apoyo de los sectores medios.

Justamente por este motivo, porque son funcionales, resultan difíciles de contener, problema con el que antes o después se enfrentaron todos los gobiernos desde la recuperación de la democracia. La diferencia es que, advertidos de las consecuencias eventualmente mortales de las policías bravas, tanto el alfonsinismo como el menemismo y el kirchnerismo intentaron ponerle algún marco a su naturaleza violenta. El macrismo, en cambio, no. Como por reflejo condicionado, reaccionó defendiendo a los gendarmes y prefectos que protagonizaron los operativos en la Patagonia, ninguno de los cuales fue separado de su puesto, y avaló la represión dura desplegada en distintas manifestaciones (sólo pareció cambiar de táctica en la segunda sesión de la reforma previsional, cuando reemplazó a las fuerzas de Bullrich por la Policía de la Ciudad, que aguantó durante una hora y media la lluvia de piedras arrojadas por cientos de manifestantes violentísimos hasta que decidió dispersar la marcha y retomar la costumbre de los golpes y las detenciones arbitrarias).

Recuperando la idea inicial de esta nota, apuntemos que la percepción social no es un click que congela una foto sino un proceso fluido y en disputa permanente, que se reescribe a la luz del presente. La mirada actual sobre el alfonsinismo, por ejemplo, es muy distinta, mucho más positiva, a la que prevalecía hace unos años (por motivos que habría que explorar, pareciera estar ocurriendo lo contrario con el kirchnerismo). Es en este sentido que, más allá del resultado en el Congreso y del posterior regreso a la normalidad, la reforma previsional y la violencia represiva parecen haber dejado una marca que quizás no resulte visible ahora pero que se irá haciendo notar con el tiempo. Por primera vez desde su llegada al poder, el macrismo vio cómo se quebraba el bloque comunicacional que hasta el momento lo había acompañado de manera monolítica y estuvo a punto de padecer una mini-125 (clima destituyente incluido). Ganó la votación legislativa pero perdió la batalla cultural.

El motivo es simple: el contundente triunfo oficialista en las elecciones de octubre abrió una nueva etapa política, marcó el verdadero comienzo del gobierno de Cambiemos. Disipada la amenaza de una restauración kirchnerista, con menos posibilidades de seguir apelando al fantasma del populismo como gran argumento justificador y auspiciado por un entorno regional que lo acompaña, Macri es, por fin, libre. En este contexto nuevo, la brecha entre la dificultad para conseguir mejoras de bienestar y el apoyo que concita –la distancia entre la realidad material y las expectativas– se va achicando. Lenta pero persistentemente, la mirada social va girando de la política a la economía. Sus votantes, por supuesto, todavía están dispuestos a respaldarlo, incluso a tolerar errores no forzados, excesos y torpezas. La hegemonía cultural no está en crisis. Pero los acontecimientos de diciembre sugieren que una parte importante de la sociedad ya empezó a hacer las cuentas.

1.  Clarín, 21-5-2017.
2. revistaanfibia.com
3. “Entre el imperio del ‘Estado de policía’ y los límites del derecho. Seguridad ciudadana y policía en Argentina”, en Revista Nueva Sociedad N° 191, mayo-junio de 2004.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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