EDICIÓN 201 - MARZO 2016
VIAJE AL CENTRO DE COREA DEL NORTE

Lo que se muestra, lo que no se ve

Por Daniel Wizenberg*
Estatuas de los líderes Kim Il-sung y Kim Jong-il, 14-2-16, plaza Mansu Hill (Gentileza del autor)

“Si me dices Argentina, lo primero que pienso es fútbol” dice Jong, el guía, cuando se entera de la nacionalidad de uno de sus guiados dentro del contingente de veinte visitantes de doce países distintos, de los cinco continentes. Están visitando la República Popular y Democrática de Corea (RPDC) durante el “Festival de la Primavera” (como se le dice al Año Nuevo chino), una semana antes de la celebración militar por el cumpleaños del difunto “Gran Líder” Kim Jong-il. Sobrevuela la sospecha de que el argentino es periodista, profesión prohibida para visitar la RPDC. Pero el misterio es una de las matrices de Corea del Norte, de afuera hacia adentro, de adentro hacia afuera y también de adentro hacia adentro. Se trata del país más hermético del mundo, por haber encontrado una manera particular de sobrevivir atravesado por una tensión irresoluble entre lo que aparenta y lo que es.

El hotel Sosan, por ejemplo, huele a nuevo, las pantallas son planas y el mármol costoso, el ascensor es digno de un edificio tradicional de la Quinta Avenida de Nueva York, la categoría de cinco estrellas no parece errada para definir a uno de los cuatro edificios que recibe turistas en Pyongyang, la capital de la RPDC. Podrían ser cinco, pero el Ryugyong Hotel, uno de ciento cinco pisos, con forma piramidal, sin nombre, enviado a construir por Kim Jong-il en 1987, quedó inconcluso cuatro años después y sus cinco restaurantes giratorios no llegaron a dar ni una sola vuelta, sus 3.700 habitaciones fueron sólo una fantasía en los planos de obra y lejos de recibir huéspedes, su estructura terminada apenas si recibe en un interior hueco los rayos de sol que atraviesan la fachada de vidrios espejados.

Andando por una de las avenidas anexas, no se ve nada; al igual que las de casi toda la ciudad no tiene alumbrado público: según dice Jong “el coreano sabe manejarse en la oscuridad”. Recién segundos antes de que el bus se aproxime, el edificio del Sosan irrumpe en la noche y las luces de los pisos 20, 21, 22 y 23 se encienden y las dicroicas del lobby comienzan a calentar. El hotel se abrió especialmente para este pequeño contingente. El lujo que ofrecía a simple vista parece desvanecerse a medida que, por ejemplo, la calefacción no llega: la manera que hay para combatir el frío bajo cero del invierno norcoreano son unas mantas eléctricas incorporadas en las camas. El hotel, como toda la capital, sufre un corte de luz cada hora y hay sólo dos horas por día de agua caliente. ¿Cómo vive la gente común, más de veinte millones de personas, si normalmente las condiciones de los hoteles cinco estrellas suelen superar las comodidades de las casas promedio? Dentro de ese promedio predominan los urbanizados de Pyongyang, que habitan en su mayoría en edificios monoblocks de unos veinte pisos de alto con alrededor de treinta departamentos por planta. En general, cerca de la mitad de las ventanas aún conservan sus vidrios y la otra mitad se reparte entre las que dejan pasar el aire y las que tienen plásticos que se inflan cuando el viento sopla fuerte. Nada de eso, claro, sucede en la flamante Avenida de los Científicos.

“Todos tienen asegurada la vivienda en nuestro país, pero los científicos y los profesores tienen asegurada una buena vivienda” apunta el guía. Nueve largas cuadras son sede de edificios con menos de cinco años de edad, con las luces de la calle funcionando a toda hora y, a diferencia de los otros barrios en donde en hora pico sólo circula un vehículo cada diez minutos, allí se ven en marcha varios coches de alta gama. En Corea del Norte no hay clases sociales, hay tipos de personas: los leales, los vacilantes y los hostiles. Sólo los leales habitan en Pyongyang, que además de los científicos, son los profesionales, los militares de alto rango y los veteranos (y descendientes) de la lucha contra Japón mientras éste dominó el territorio (1910-1945) y de la guerra de Corea (1950-1953). “¿Los dirigentes viven en la Avenida de los Científicos?”, pregunta el guiado argentino señalando los nuevos edificios. El guía sonríe, mira frenéticamente hacia sus lados, comienza a transpirar y luego de reír a carcajadas como si en vez de una pregunta se tratara de una broma, finalmente responde: “¡Maradona podría vivir aquí! ¡Qué gran jugador!”.

Lo esencial es invisible a los ojos

De los que viven fuera de la ciudad, sólo se conoce su realidad desde lejos . Sobre los que no se ven giran las dudas y las especulaciones en los medios internacionales: “Allí no llevan extranjeros porque está la bomba de hidrógeno”, dice Hyeonseo Lee, una exiliada en su charla TED; “están las plantaciones y las fábricas de los productos que contrabandean”, dice un documentalista inglés por Youtube. El argentino le transmite las acusaciones al guía. “Youtube es una herramienta de Occidente para manipular la información”, responde. Para evitar que la mala predisposición a responder se haga tendencia es el momento del regalo: una camiseta de la Selección Argentina de fútbol con la diez de Messi en el dorso.

De los ciudadanos que se ven, sus viviendas están en condiciones precarias y descuidadas pero se las observa construidas con materiales relativamente fuertes, como cemento, ladrillos y hormigón. Los campesinos trabajan sobre todo en cultivar y cosechar arroz (la gente de la ciudad es llevada masivamente para ayudar cuando llega ese momento), en sobrevivir criando patos que pasean con correas como perros de ciudad y, a falta de caballos, son las vacas y los toros los que empujan las carretas. No es frecuente observar trabajo en serie; los campesinos suelen desarrollar su labor aisladamente. “Corea del Norte no es tan grande pero no veo que tengan forma de trasladarse…¿Los campesinos van a la ciudad? ¿La conocen?”. El guía parece agradecido por el regalo, porque su respuesta es sin rodeos: “No pueden, se quedan en sus casas”.

La única manera que tiene un visitante de ver cómo viven los campesinos es observando los pueblos que están al borde de las vías y los caminos, los que se ven desde el tren que une la capital con Dandong (la ciudad china de frontera) al norte o desde las camionetas que transportan visitantes hasta la militarizada “zona desmilitarizada” –la tensa frontera con Corea del Sur en la que dos oficiales de cada Corea se miran a los ojos todo el tiempo– o hasta el borde de la pintoresca montaña de Myohyang donde se asienta el Palacio de las Amistades, un edificio de cincuenta mil metros cuadrados con ciento cincuenta salas, donde se albergan los veintidós mil regalos que recibió Kim Il-sung (el presidente eterno, abuelo de Kim Jong-un) de 174 países del mundo entre los que se destaca un vagón blindado enviado por Stalin.

—Estoy seguro de que Argentina envió algo, ¿no hay nada de Menem por ejemplo?
—¿Menem? No, pero podemos poner aquí la camiseta que usted me dio de Messi.
—Quedatela vos, aquí ya hay bastantes cosas.

En Corea del Norte no hay clases sociales, hay tipos de personas: los leales, los vacilantes y los hostiles.

Cada cual según sus asuntos

La conducta pública de los norcoreanos es muy particular. No es frecuente verlos hablar entre sí, no deambulan por la calle y nadie se detiene en una esquina a conversar ni en ningún espacio común, incluso en el metro lo único que se oye es una especie de emisora de radio mal sintonizada, una música nacional plagada de violines y cantos de lealtad invadidos por interferencias. El metro es también un refugio anti bombas atómicas al que para acceder hay que bajar por una única larga escalera mecánica de noventa metros. Son diecisiete estaciones pero no hay registros de extranjeros que hayan visitado más de dos. Está complementado por un sistema de trolebús implementado hace poco tiempo y por un sistema de tranvías que, a diferencia del metro, se ve en modo hora pico en todo momento.

En los pocos restaurantes de la ciudad tampoco se percibe mucha conversación entre los comensales, que son, sobre todo, militares (de hecho la mayoría de la población lo es). La luz, generalmente de tubos, es siempre tenue y frecuentemente una parte de la cena transcurre en la más absoluta oscuridad, sin siquiera la luz de las velas. El tipo de gente que va a los restaurantes es el mismo del que va a los supermercados. Sobre estos se construyó en muchos medios occidentales el mito de si realmente existen o son sólo una escenografía para el exterior con el objetivo de disimular un país hambriento. Los cuatro niveles del único supermercado de Pyong-yang en los que se consiguen mariscos, ropa, articulos de librería, televisores, lavarropas y hasta se puede almorzar en su extenso y colmado patio de comidas parecen revelar que, al menos una parte de la población, tiene acceso a estos bienes entre los que es fácil gastarse el salario único, equivalente a veinte dólares americanos. “¡No se puede sacar fotos dentro del supermercado, argentino!”, grita Jong. “Las necesito para derribar el mito”, responde el camuflado periodista sin detenerse. “Apague esa cámara, ¿se creen tan importantes como para que miles de personas actúen sólo por su presencia?”, pierde los cabales el guía. “No te enojes, che”, responde el argentino y apaga su cámara mientras se pregunta si el verdadero gran mito norcoreano no es en realidad el de la sociedad sin clases.

Kimnópolis

“Si esto estuviera en Argentina le pondríamos Tecnópolis”. El comentario, llegando al Museo de Ciencias, busca recomponer la relación. En el museo hay dos mil computadoras para que accedan maestros y estudiantes a una Intranet (una red de contenidos perimetrada por los límites del país) pero se les dice que eso es Internet. El museo está apostado al borde del Río Taedong, al que el crudo invierno congeló pero sobre el que cientos de personas van a pescar, rompiendo el hielo y permaneciendo por horas en cuclillas observando de reojo el edificio de los científicos que, con una fachada futurista, se expone como un símbolo primermundista. Dentro, versiones norcoreanas de inventos occidentales como la Wii, el Sega o las tabletas iPad están contextualizadas por láminas que informan cómo Kim Jong-un está encabezando investigaciones de todo tipo, desde la clonación de animales hasta la bomba de hidrógeno. En el centro del museo, visible desde todos los niveles, aparece una réplica en tamaño real del cohete Estrella Brillante IV y, en simultáneo, en las pantallas se puede ver el lanzamiento realizado esa misma tarde. Jong parece emocionado y recibe una palmada en la espalda del argentino: “Te entiendo, hermano, nosotros hace poco lanzamos el Ar-Sat, que es para telecomunicaciones. ¿Este también lo es o en realidad la NASA tiene razón y sólo es para probar que pueden disparar lejos?”. “Es para hacer un seguimiento de nuestra agricultura”, reproduce Jong lo dicho por la presentadora oficial. “Y para investigar al mundo”, complementa. El cohete consiguió lo que el 99% de los habitantes de Corea del Norte nunca pudieron: salir de Corea del Norte. Estrella Brillante IV es el quinto lanzamiento espacial desde 1980, pero nada se dice en el museo de los otros cuatro (de hecho, el nombre del actual elimina por default uno de ellos). Los primeros tres nunca alcanzaron el espacio y el cuarto lo consiguió pero quedó fuera de control a las pocas semanas. Tomando el modelo espacial argentino como criterio de comparación, los cohetes de Kim se parecen más a los que se “remontarían a la estratosfera” anunciados por Carlos Menem en los años 90 que al Ar-Sat 1 y 2, impulsados recientemente.

La despedida

En el tren que sale de Pyongyang en dirección a Dandong, militares suben y lo revisan todo: maletas, fotos de las cámaras y teléfonos, archivos de computadoras y pen drives. Lo mismo había sucedido al ingresar. No sólo es para controlar sino también para conocer. Uno de los oficiales se queda varios minutos mirando en el celular del argentino sus fotos en el Nuevo Gasómetro, el estadio de San Lorenzo de Almagro. Otro de los oficiales pregunta atónito a un francés si eso que está viendo en el visor de su cámara efectivamente es la Torre Eiffel.

Antes de que parta el tren, el contingente se despide del guía. “¿Qué tal te ha parecido la visita?”, pregunta Jong. El argentino quiere compartir con Jong que confirmó algo que señala el documental Propaganda Game, de Álvaro Longoria, recientemente estrenado por Netflix, en donde se sostiene que todo lo que rodea a la RPDC es un gran juego de propaganda, que a ninguno de los Estados que piden la cabeza de Jong-un en realidad les favorece un cambio de régimen y que existe un fuerte desbalance entre lo que se muestra en materia de gastos y las precarias cuentas formales y declaradas del país, uno de los que más ayuda humanitaria de alimentos recibe por parte de la ONU. Pero omite aquello y prefiere cerrar el vínculo de otra manera: “Para llegar aquí tuve que ir a China primero, y ¿sabes qué, Jong? Las norcoreanas son más lindas que las chinas”. Claro que Jong nunca fue a China y sobre lo que otro desconoce se puede decir cualquier cosa.

* Periodista y politólogo (UBA).

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

Edición MARZO 2016
Destacadas del archivo