EDICIÓN 177 - MARZO 2014
EDITORIAL

Kung-fu Venezuela

Por José Natanson

Desde la consolidación política del chavismo hace ya una década, Venezuela es un país sin centro. Un sólido 45/50 por ciento oficialista disputa el poder con un no menos rígido 40/45 por ciento opositor, y el destino se juega en ese porcentaje mínimo de indecisos y, sobre todo, en los niveles de participación, que no casualmente son altísimos (en las elecciones del 2013 llegaron al 80 por ciento) pero que cuando disminuyen, así sea levemente, otorgan una ventaja al antichavismo. De hecho, la única derrota sufrida por el oficialismo en las quince elecciones generales que disputó –el primer plebiscito por la re-reelección en 2007– se explica más por la abstención de una parte de sus bases que por un aumento del caudal opositor.

Por eso, aunque los generalizadores seriales que se han visto proliferar en estos días tiendan a obviarlo, la situación de Venezuela es completamente diferente de la de otros procesos de cambio de América Latina: en Argentina, por ejemplo, los núcleos duros, tanto del oficialismo como de la oposición, son más minoritarios, y el porcentaje de indecisos, mucho más amplio, lo que da como resultado una situación más fluctuante. Los gobiernos de Bolivia y Ecuador, en cambio, lograron construir mayorías superiores al 60 por ciento, frente a una oposición que se mantiene minoritaria y débil (aunque, como se trata de procesos más nuevos, su hegemonía podría explicarse por el hecho de que se encuentran en una situación de, digamos, chavismo pre-Capriles).

Ron del Caribe

Esta relación de fuerzas entre oficialismo y oposición es un primer dato ineludible para entender mejor los episodios de los últimos días en Venezuela, donde una serie de protestas estudiantiles en demanda de seguridad derivó en una seguidilla de hechos de violencia que ya causaron once muertos. Un segundo dato es la división opositora entre los sectores que, sin ser exactamente moderados, porque salvo el clima ya no queda nada moderado en Venezuela, al menos salieron a tomar distancia de la violencia, entre los que no por casualidad se encuentran líderes con arraigo territorial y responsabilidades de gestión, como los gobernadores Henrique Capriles y Henry Falcon, y aquellos grupos dispuestos a apurar un final anticipado del gobierno por cualquier medio (Leopoldo López, Corina Machado). La tensión siempre estuvo: tras una primera fase antisistémica, que incluyó el golpe de 2002, el paro petrolero de 2002/3 y la extravagante decisión de no presentarse a las legislativas de 2005, los opositores más duros, integrados por los restos momificados de los viejos partidos, fueron retrocediendo, dejando el lugar a actores nuevos, más democráticos, que lograrían unificarse en torno a la figura de Capriles. El resultado de las presidenciales del 2013, en las que el gobernador de Miranda perdió por menos del dos por ciento, le dio esperanzas a una oposición que, por primera vez desde el plebiscito de 2007, se veía cerca del poder. Poco después, sin embargo, las legislativas volvieron a darle un triunfo amplio al chavismo y reinstalaron la idea de un gobierno invencible. Fue en este contexto donde recuperaron protagonismo los sectores más radicales (1).

Como, a diferencia de lo que sucedía en el 2004, las Fuerzas Armadas se mantienen leales a la Constitución, y como además el gobierno cuenta con una capacidad de movilización de la que carecía en el pasado, pues el chavismo cometió muchos errores pero indudablemente supo construir poder popular, los sectores opositores más extremistas recurren a operaciones de desestabilización que el sociólogo ecuatoriano Franklin Ramírez llama “nuevas tecnologías del derrocamiento” (2). La pregunta que formulábamos en la edición de el Dipló de agosto del 2012 sigue vigente: ¿dónde termina la oposición y comienza el golpe de Estado?

Del mismo modo, resulta difícil determinar la frontera exacta que separa la obligación del gobierno de mantener el orden y evitar el caos de la represión innecesaria a la protesta legítima: el hecho de que agentes de inteligencia militar dispararan a manifestantes opositores con balas de plomo confirma la complejidad de una situación en la que hay muertos de ambos bandos. Evidentemente, los grupos violentos actúan con autonomía no sólo en la oposición.

Desde un punto de vista más general, la situación venezolana es crítica. La economía atraviesa una crisis de la que ni las nacionalizaciones, ni los controles de cambio, ni la feroz devaluación de febrero lograron sacarla: el año pasado cerró con una inflación de 57 por ciento y una tasa de crecimiento de 1,2 por ciento, según datos de la Cepal. Como el buen ron del Caribe, formado a partir de la combinación de diferentes rones con distintos años de añejamiento, todo se mezcla en Venezuela: los ostensibles problemas de desabastecimiento generados por un gobierno que no ha logrado resolver la dependencia alimentaria (el país sigue importando el 75 por ciento de los alimentos que consume) se confunden con los no menos obvios intentos de crear un clima de caos (la promocionada crisis del papel higiénico). Y hay más ejemplos: en un caso que debe volver locos a los sociólogos, la venezolana es desde hace años una sociedad más equitativa pero también mucho más violenta, con una tasa de homicidios que en ciudades como Caracas supera los 80 por cada 100 mil habitantes, lo que la sitúa entre las más peligrosas de la región. En el único país sudamericano que no contempla límites al ejercicio del poder por la misma persona, la sobrecarga ideológica del oficialismo convive con el mal gusto del consumo más suntuoso y los frecuentes escándalos de corrupción, que excluyen tanto a Chávez como a Maduro pero no a todas las figuras del gobierno. Y todo en el marco de una nada novedosa pero muy evidente ineficiencia administrativa, la militarización de segmentos importantes del aparato estatal y el zapateo exasperante de la propaganda mediática oficialista.

En el espejo

Retrocedamos un momento antes de concluir. Cuando Hugo Chávez llegó al gobierno, en 1999, se encontró con una fractura social que lo antecedía y en cierto modo lo explicaba: bajo la superestructura de un bipartidismo aparentemente perfecto se agitaban las aguas oscuras de la desigualdad social, la anomia y la violencia. Desde ese piso bajo, y no desde la Suecia perfecta que nunca existió, el chavismo construyó el primer populismo del siglo XXI. Populismo, porque transformó la fractura social en polarización política bajo un liderazgo enérgico que estableció una relación directa con las masas desheredadas; y del siglo XXI, porque el conflicto no está marcado por la lucha de clases sino por la dialéctica de la exclusión. Como señala Robert Castel (3), en las sociedades postindustriales y globalizadas del “Extremo Occidente” de la periferia capitalista, la exclusión ha reemplazado a la explotación como el principal problema social, lo que en otras palabras significa que el conflicto no pasa por la ubicación en una cierta estructura social sino por la posibilidad de pertenecer o no a ella. Por eso, si en los populismos clásicos la inclusión se producía vía trabajo, hoy se gestiona a través de los programas sociales, sean éstos las misiones, la Asignación Universal o el Bolsa Familia. En el camino, el Estado reemplazó a los sindicatos como el lugar de construcción política de los sectores populares.

Tal vez la situación venezolana se entienda mejor en relación con la chilena, que en muchos sentidos funciona como su opuesto. En el juego de rol latinoamericano, Chile ocupa el lugar de la moderación y el sosiego. Chile es new age: vive pendiente de su centro. Chile es zen, Venezuela es kung-fu. Pero Chile arde por dentro, porque la sociedad viene formulando desde hace tiempo una serie de demandas de transformación que no encuentran respuesta. Sea por la herencia cultural del pinochetismo, por los evidentes éxitos económicos del neoliberalismo o por la autosuficiencia de una clase política que no logra renovarse (prueba de ello es que los últimos candidatos del centroizquierda fueron ex presidentes), lo cierto es que nadie encuentra la combinación de la caja fuerte, como si Chile no tuviera fuerzas para tramitar el cambio.

El triunfo de Michelle Bachelet, evidente señal de la necesidad de cambio, se produjo en el contexto de una abstención del ¡58 por ciento!, lo que abre interrogantes acerca de la verdadera fortaleza de esta democracia de minorías y habilita pertinentes comparaciones con una Venezuela convulsionada pero participativa y democrática. En todo caso, Bachelet asume con todo a favor: el porcentaje de votos más importante de los últimos setenta años, una excelente imagen pública, el apoyo de un arco de partidos que por primera vez incluye al comunismo y una representación legislativa de 4/7 en ambas cámaras, suficiente para sancionar y modificar leyes (incluyendo las leyes orgánicas constitucionales) aunque no para reformar la Constitución ni convocar a una asamblea constituyente. Si escucha la demanda social, y frente a la previsible oposición de la derecha, la presidenta no parece tener muchas más opciones que apelar directamente a la gente a través de la movilización popular o algún tipo de mecanismo plebiscitario.

Quizás el interrogante de América Latina hoy no pase por una improbable moderación de Venezuela sino por una saludable radicalización de Chile. En otras palabras, ¿se chavizará  Bachelet?

1. Véase la nota de Mariano Fraschini en www.artepolitica.com
2. Franklin Ramírez G., La insurrección de abril no fue sólo una fiesta, Taller El Colectivo, Quito, 2005.
3. Robert Castel, La inseguridad social. ¿Qué es estar protegido?, Manantial, Buenos Aires, 2004.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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