EDICIÓN 172 - OCTUBRE 2013
EDITORIAL

Los límites de la realpolitik

Por José Natanson

El aumento del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias fue la primera reacción de política pública adoptada por el gobierno luego de las primarias de agosto. Como se sabe, se trataba de un viejo reclamo de los sindicatos que nuclean a los trabajadores mejor pagos (camioneros, petroleros, etc.) que con el paso de los meses se había ido convirtiendo en una demanda generalizada, a punto tal que se instaló como uno de los ejes de la campaña y, según el consenso analítico, fue uno de los motivos centrales de los decepcionantes resultados obtenidos por el oficialismo.

El tema admite una doble lectura. La centralidad que han adquirido las cuestiones impositivas puede ser signo tanto de una insatisfacción con el gobierno como una señal de estabilidad económica. En tiempos de crisis, en efecto, la atención suele desplazarse hacia los problemas mucho más urgentes de la inflación (como en el final del alfonsinismo) y el desempleo (como en la crisis del 2001), relegando la discusión tributaria a un segundo plano. En los países desarrollados, en cambio, los impuestos ocupan muchas veces el centro de la escena, con espectaculares victorias conservadoras, como la de Ronald Reagan en 1980 o la de Angela Merkel en 2006, que se explican básicamente por la promesa de cambios en la materia. El vaso medio lleno indica entonces que el debate en torno al impuesto a las ganancias, como en su momento ocurrió con las retenciones, es expresión de la capacidad del gobierno de garantizar la estabilidad y el crecimiento, sin lo cual nunca hubiera sido posible elevar la presión fiscal a un fabuloso 36,6 por ciento del PIB y situar a Argentina, junto con Brasil, al tope del ranking latinoamericano de recaudación.

Se trata de un avance importante y que se explica no sólo por la tenacidad recaudadora oficial sino también por algunos progresos realizados durante los 90, cuando el sistema impositivo fue simplificado y la gestión tributaria modernizada mediante la creación de la AFIP, lo que por otra parte ayuda a iluminar las conexiones virtuosas entre ambas décadas, conexiones que el kirchnerismo prefiere no mencionar pero que se comprueban también en otros aspectos clave del modelo: sin la decisión de Menem-Solá de aprobar los cultivos transgénicos en los 90, por ejemplo, el campo no hubiera registrado el salto tecnológico que luego propició el boom de la soja y, con él, las retenciones. 

Pero no nos desviemos. Mi tesis es que el debate impositivo es signo de una gobernabilidad económica que se ha naturalizado pero que costó mucho conseguir, lo que desde luego no implica que la respuesta al reclamo haya sido la mejor. Por obvios motivos electorales y luego de años de aceptar solo ajustes correctivos, el gobierno anunció una drástica elevación del mínimo no imponible de ganancias a 15 mil pesos, tanto para los empleados casados con hijos como para los solteros, de modo que hoy tributan sólo el 10,2 por ciento de los trabajadores (aquellos que perciben un salario equivalente al 172 por ciento del salario promedio, que se sitúa en torno a los 8.500 pesos). 

La pregunta es si, en un país que todavía arrastra severos problemas de desarrollo, es justo que el Estado resigne 4.500 millones de pesos sólo hasta fin de año para beneficiar a lo que algunos funcionarios calificaron en su momento de “oligarquía obrera”. En una nota publicada en El Cronista, Marcelo Zlotogwiazda (1), uno de los pocos que se animó a objetar la decisión, explica que, mientras que en Argentina una familia con dos hijos que gana el salario promedio está muy lejos de ser gravada, en Estados Unidos una familia que se encuentra en el mismo nivel de ingresos paga en concepto de impuesto a las ganancias (income tax) el 4,5 por ciento de su sueldo, en Francia el 8,5, en Australia el 22 y en Dinamarca el 32 por ciento. 

Por supuesto, la situación de la clase media argentina difiere de la de cualquiera de estos países, donde, entre otras cosas, existe la contrapartida de servicios públicos mucho más eficientes. Sin entrar en un debate sobre si el huevo o la gallina (también se podría argumentar, como sugiere Zlotogwiazda, que aquí los servicios son malos porque históricamente se pagaron menos impuestos), digamos que tal vez podría haberse pensado en un esquema más sofisticado que implique una mayor gradualidad, la eliminación de exenciones y desgravaciones, una revisión de las alícuotas y algún tipo de ajuste periódico (y nótese que ni siquiera me atrevo a hablar de la reforma tributaria integral, esa módica utopía progresista que alcanza con mencionar con cierto énfasis para destacarse en cenas y reuniones). 

El impuesto a las ganancias no es el único tema en donde la demanda social choca con la posibilidad de asignar más progresivamente los fondos públicos. En 2011 el gobierno inició un plan de recorte selectivo a los subsidios de gas y electricidad, un enorme esfuerzo fiscal con un impacto regresivo, que comenzaba por barrios como Recoleta y Puerto Madero y que, según se prometió, se extendería a otras zonas, pero fue cancelado sin mayores explicaciones: pueden haber pesado motivos electorales o puede haber primado la intención de no ahogar el consumo en pleno estallido de la segunda fase de la crisis financiera global. Como sea, el gasto sigue creciendo. Al igual que en transporte, donde se dio un primer paso con un aumento del boleto y la creación de una tarifa especial para los sectores más vulnerables, la alternativa es una segmentación más sofisticada por niveles de ingreso, algo no muy diferente a lo que podría haberse ensayado con el impuesto a las ganancias.

Menores


Además de las modificaciones impositivas, el gobierno abrió un segundo eje de debate con diferentes y contradictorias declaraciones de candidatos y funcionarios en torno a la baja de la edad de imputabilidad y la mejora de la seguridad en la provincia de Buenos Aires. Se trata de un tema complejo, que el progresismo realmente existente siempre ha tendido a esquivar, por motivos que van desde el rechazo instintivo que genera en la izquierda cualquier discusión relacionada con la represión hasta la creencia –más bien simplona– de que el delito es una consecuencia automática de la desigualdad, y que por lo tanto no tiene sentido ocuparse de lo primero hasta tanto no se resuelva lo segundo (el problema, claro, es que en el mientras tanto vivimos todos). 

Hablamos, insisto, de un tema complicado, multicausal, sub-estudiado y socialmente muy sensible, cuyas soluciones serán inevitablemente de largo plazo. Y eso si esas soluciones existen, porque ciertos problemas sociales simplemente no tienen una solución: la desigualdad, por poner un ejemplo clásico, viene aumentando de manera progresiva a nivel global desde el inicio de la reconfiguración del capitalismo disparada por las crisis petroleras de los 70, las revoluciones conservadoras de los 80 y la extensión del mercado a zonas hasta entonces excluidas, primero en Europa Oriental y luego en Asia. Salvo algunas excepciones muy puntuales durante ciertos períodos, como sucede con algunos países latinoamericanos en los últimos años, la inequidad se profundiza en forma persistente, en naciones pobres y ricas, sajonas y latinas, cristianas y budistas, capitalistas y comunistas. 

Del mismo modo, la inseguridad constituye un problema en ascenso en las economías pos industriales y es, junto a la individuación de la vida social, la penetración de la globalización y la precarización del mundo del trabajo, uno de los rasgos centrales de lo que Ulrich Beck llama “sociedad del riesgo” (2). Se podrá desplegar políticas tendientes a contener el problema y producir tranquilidad en la población, pero seguramente no existe una solución, en el sentido de un conjunto de medidas que lo cancelen, del mismo modo que no existe una solución a la desigualdad o el consumo de sustancias psicotrópicas.  

Y sin embargo, la cuestión de la edad de la imputabilidad es relativamente simple: como están hoy las cosas, quienes cometen delitos y tienen entre 14 y 16 años quedan librados a la arbitrariedad de los sobrecargados jueces de menores, que a menudo deciden recluirlos en instituciones sin que medie acusación, defensa o condena. Corregir este desatino, tal como reclaman los organismos interamericanos de derechos humanos, implicaría crear un régimen penal juvenil con derechos y garantías que contemple penas atenuadas acordes a la edad y un sistema de protección integral y sensible. Es más: existe en el Senado un proyecto elaborado en base a un amplio consenso multipartidario que podría funcionar como punto de partida para un debate informado.

Parece difícil, sin embargo, que esto se logre en plena campaña electoral, y ciertamente ayudan poco las declaraciones apuradas reclamando simple y llanamente una baja en la edad de imputabilidad. Como están las cosas, la respuesta corre el riesgo de deslizarse hacia el manodurismo hegemónico, ese todo por dos pesos de populismo penal que tiene en la provincia de Buenos Aires su mejor escenario. Como ha sido dicho hasta el cansancio, no existe una relación automática entre la edad a partir de la cual las personas pueden ir presas (o entre la dureza de las penas) y los índices de inseguridad, tal como demuestra el cuadrito incluido en esta nota.  


El banquito
 

La pregunta es antiquisíma: ¿qué tiene que hacer un líder político, lo que realmente piensa o lo que le demanda la sociedad? No hace falta ser José Pablo Feinmann para saber que entre el imperativo categórico kantiano y el cinismo de Maquiavelo se abre un abanico multicolor de opciones que deben ajustarse a las coordenadas de tiempo y espacio: sólo así se podrá llegar a una respuesta que será siempre provisoria, circunstancial. 

Concluyamos entonces con una aclaración empática. El analista opina desde la comodidad de su escritorio: mira, lee y escribe, y lo peor que le puede pasar es que se le enfríe el café. Se expone, por supuesto, pero la vida no se le juega en cada línea ni en cada comentario. El político, en cambio, está sometido a demandas cruzadas, tiene que enfrentar presiones enormes y vive con el temor permanente de la guillotina acechando a la vuelta de cada esquina electoral. Hay una dimensión dura y cruel de la política que la convierte en un oficio tan apasionante como riesgoso. 

Así, mientras las cosas vayan bien la política puede ser emocionante y hasta placentera, y las tácticas aparentemente fáciles y simples (lo sabe bien Sergio Massa, que hoy se guía por la vieja consigna del PRI mexicano: el que se mueve no sale en la foto). En el otro extremo, no debe ser fácil presentir que uno se acerca a una derrota dura sin desesperarse ni caer en la tentación de los remedios mágicos: entre esa temeridad al borde del suicidio imprescindible para cambiar las cosas y el sentido común que recupere un cierto principio de realidad y decoro se juega la destreza del líder verdadero. “Escuchás todas las opiniones, te dan consejos, pero cuando suena el gong te dejan solo en el ring frente a un negro de dos metros y hasta el banquito te sacan”, solía decir el filósofo Eduardo Duhalde cuando citaba a Bonavena y se le daba por ponerse sartreano.

1. El Cronista, 30-8-13.

2. Ulrich Beck, La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad, Paidós, 2006.

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© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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