Lo que está en juego
Aunque durante un tiempo pareció irrebatible, la hipótesis de Jeremy Rifkin (1) acerca del fin del trabajo se reveló exagerada, porque lo que está desapareciendo no es tanto el trabajo en sí como el modo en que lo concebíamos en la economía industrial, como puestos permanentes y rígidos, protegidos por el sistema de bienestar y los sindicatos y, al menos desde la posguerra, en el marco de una sociedad de pleno empleo (masculino).
El trabajo ya no es lo que era. Bajo las exigentes condiciones de una matriz económica en donde la generación de valor depende cada vez menos de la fuerza laboral y cada vez más del conocimiento, el mundo del trabajo se caracteriza actualmente por la expansión del sector servicios, la feminización, el auge del cuentapropismo y la profundización de la precariedad, junto a la aparición de un núcleo de desempleo estructural muy difícil de combatir incluso en los países desarrollados (en esto la historia demostró que Rifkin tenía razón, y que la exclusión reemplazó a la explotación como principal mecanismo de disciplinamiento social).
En este nuevo contexto, las trayectorias laborales fueron perdiendo la linealidad que las había caracterizado (ya nadie se retira después de 35 años de servicio en la misma empresa, con reloj de oro) para asumir la forma de un camino sinuoso y accidentado, marcado por sucesivas entradas y salidas, una alta rotación entre los puestos y las exigencias de la capacitación permanente (no sólo para los jóvenes). Como sucede con las mujeres más bellas, el mercado laboral, volátil y veleidoso, no sabe lo que quiere (pero lo quiere ya).
Demodé
Los sindicatos argentinos nacieron en aquel mundo que ya no existe. Aunque su impronta combativa puede rastrearse en las organizaciones anarquistas y socialistas creadas por los inmigrantes europeos de fines del siglo XIX y principios del XX, su forma definitiva fue determinada por Perón, es decir por el Estado, en los 40: como la televisión y la descolonización de África, el sindicalismo argentino es un típico producto de la posguerra, que se convirtió en el blanco principal de todas las dictaduras militares y que sin embargo se mantuvo asombrosamente parecido a sí mismo a lo largo de décadas.
Incluso en los 90 los cambios fueron relativos. Aunque las reformas neoliberales produjeron un reequilibrio interno que dividió el mapa sindical entre aquellos gremios que expresaban a los sectores ganadores (el ejemplo más claro es el crecimiento de Camioneros por el desmantelamiento de la red ferroviaria y el incremento del comercio regional en el Mercosur) y los perdedores (sobre todo estatales y docentes, pero también gremios industriales como la UOM), los dos pilares del modelo permanecieron intactos: el monopolio de la representación por actividad, administrado por el Ministerio de Trabajo a través de la personería gremial, se mantuvo como reaseguro del poder de las conducciones, en tanto el control de las obras sociales les siguió garantizando a los gremios importantes flujos de recursos.
La ausencia de renovación marca una diferencia crucial con otros países, como Uruguay y, sobre todo, Brasil, donde la CUT revolucionó el viejo gremialismo varguista y se convirtió en el primer soporte para el nacimiento del PT y el liderazgo de Lula, cuyo ascenso se explica menos por el talento de un dirigente excepcional que como resultado de estos movimientos más generales (quizás la CTA podría haber cumplido este papel en Argentina, pero en el medio se le puso el peronismo). En todo caso, y más allá de estas comparaciones odiosas, lo central es que el sindicalismo argentino fue incapaz de adecuarse a la nueva realidad económica, por ejemplo frente a la emergencia de un nuevo sujeto social, los desocupados, cuya representación se terminó construyendo por afuera de las estructuras tradicionales de los gremios. En este sentido, el hecho de que el ex titular de la Unión Ferroviaria se encuentre preso acusado de armar una patota para asesinar a un trabajador tercerizado constituye un hecho tan policial como simbólico, que da cuenta de la incapacidad de las conducciones sindicales de responder a los cambios producidos en el mercado laboral durante el menemismo.
Actores
Hugo Moyano es una expresión típica y a la vez singular de este viejo modelo. De un inusual espesor político, fue uno de los pocos líderes sindicales del sector privado que se opuso con tenacidad a las reformas neoliberales. A diferencia por ejemplo de Armando Cavalieri, cuyo gremio, el de Comercio, se expandió debido a la decisión de muchas empresas de ubicar a sus empleados bajo un convenio inusualmente flexible, que admite jornadas de doce horas y francos rotativos, Moyano aprovechó la ambigüedad de su actividad, el transporte, para que sean los propios trabajadores, por ejemplo los de logística, quienes deliberadamente busquen encuadrarse en su sindicato. En otras palabras, el mismo resultado pero por el camino opuesto, y sin embargo Moyano no dejó de practicar, como Cavalieri y tantos otros, un sindicalismo opaco (por el manejo de los fondos de la obra social), personalista (lleva ya siete reelecciones), empresarial (él o su familia tienen intereses en varias empresas, muchas de ellas vinculadas al gremio) y dinástico (su hijo Pablo, de exaltada participación en el paro, es el número dos del sindicato, y su mujer controla la obra social).
Convertido por Kirchner en uno de los pilares del sistema de alianzas del oficialismo, Moyano fue clave para garantizar la estabilidad económica, limitando los reclamos salariales a un techo alto pero macroeconómicamente sostenible, y la gobernabilidad política, en particular durante el conflicto del campo (junto a la otra bestia negra del gobierno, Daniel Scioli, cuyo aporte, simbolizado en su exposición personal en la fallida experiencia de las candidaturas testimoniales, no fue menos crucial).
Como sucedió con los Esquenazi, que durante años funcionaron como aliados clave del kirchnerismo, la ruptura con Moyano parece consecuencia más de una serie de problemas acumulados que de un solo episodio identificable, lo cual impide situar el punto exacto en donde la relación se quebró. Seguramente contribuyeron al deterioro la desconfianza del camionero ante la actitud oficial por aquel famoso exhorto de Suiza, la intención del gobierno de ponerles un techo a las paritarias, la escasa representación gremial en las listas legislativas. Puede también que la muerte de Kirchner lo haya privado de un interlocutor áspero pero con el que se entendía… Aunque todo esto probablemente sea cierto, quisiera proponer aquí una hipótesis más general, que explicaría la situación de una forma menos anecdótica: mi impresión es que la disputa con Moyano es resultado de la decisión estratégica de Cristina de ganar autonomía respecto de los actores corporativos, sean éstos mediáticos, empresariales o sindicales, y del 54 por ciento de los votos obtenidos en las elecciones de octubre, que convencieron a la Presidenta de que contaba con el respaldo popular suficiente para encarar una pelea que, como demostró el primer paro de camioneros y la marcha de la semana siguiente, no sería fácil. La respuesta firme del gobierno frente al bloqueo de la distribución de combustible, que incluyó un operativo incruento de la Gendarmería, confirmaría esta decisión de ir a fondo.
Pero conviene analizar las cosas con cuidado. Incluso si el debilitamiento de un actor corporativo dotado de un formidable poder de extorsión como Moyano contribuye a fortalecer al poder político, sería un error interpretar la fragmentación del sindicalismo, que ya tuvo su primer capítulo con la división de la CTA, como un avance democrático. En primer lugar, porque no responde a un impulso genuinamente renovador, que busque sacudir las viejas estructuras y oxigenarlas, tal como demuestra el hecho de que los clásicos caciques se alinean indistintamente tanto en el bando moyanista como en el más cercano al gobierno. Sin ninguna de las ventajas de un recambio, la fractura entraña los riesgos de una dispersión de interlocutores que, en un panorama laboral siempre tenso, puede complicar los acuerdos y alimentar la ya de por sí tentadora propensión a la acción directa. Y, finalmente, fortalece la posibilidad de que se genere un desequilibrio en la relación capital-trabajo justo en un momento de desaceleración relativa del ciclo económico, lo cual difícilmente favorezca a los sectores populares. De hecho, varios de los reclamos de Moyano, en particular el relacionado con el impuesto a las ganancias, que adolece de tantos errores de diseño que hace que hoy un trabajador pueda ganar más pero cobrar lo mismo, son absolutamente legítimos.
Desde un punto de vista más político, parece difícil que Moyano, cuya imagen repta por el suelo de la consideración popular, se convierta en algo más que un líder sindical, aunque no puede decirse lo mismo de alguno de sus ambiguos aliados (sobre todo de Scioli, el segundo dirigente con mejor imagen después de Cristina y al que quizás el gobierno debería tratar con más cautela). Al final, los límites a las ambiciones del líder camionero derivan tanto de la posición del gobierno como de la opinión de la sociedad, que no puede dejar de verlo como una expresión del viejo sindicalismo. Sin una verdadera renovación, sin la construcción de un modelo sindical que defienda los intereses de los trabajadores en el contexto de un mercado laboral renovado, es improbable que Moyano consiga transformar su formidable poder sectorial en fuerza política. Y aunque es verdad que, en una situación que tiempo atrás hubiera resultado impensable, hoy hay en Argentina dos líderes sindicales procesados, uno acusado de armar una patota asesina y el otro de distribuir medicamentos oncológicos truchos, no menos cierto es que la renovación sindical no puede darse por vía del encarcelamiento por delitos comunes de sus principales dirigentes: exige un esfuerzo desde adentro, que ni Moyano ni sus circunstanciales adversarios parecen interesados en encarar.
1. Jeremy Rifkin, El fin del trabajo, Paidós, 2002.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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