Seducida, abandonada, seducida
Como todo en la vida salvo el amor y quizás la poesía, la clase media puede medirse en plata: los especialistas la definen como el segmento pobla-
cional ubicado entre los deciles 6 y 9 de ingreso, es decir que gana entre 3.500 y 7.000 pesos mensuales y hoy equivale aproximadamente a un 40% de la población.
El problema es que dentro de este grupo encontramos situaciones tan diferentes entre sí que difícilmente puedan catalogarse como una única “clase social”, desde familias suburbanizadas en countries de bajo presupuesto a obreros calificados con ingresos moderados pero sistemáticos, trabajadores insertos en alguna actividad en expansión (como la industria automotriz), dueños de pequeños negocios y proveedores de servicios urbanos (plomeros, por ejemplo). Y también los “nuevos pobres”, aquellos que, como señala Gabriel Kessler, se parecen a la clase media en aspectos de largo plazo (educación, profesión, familias poco numerosas) pero se asemejan a los pobres en aspectos de corto plazo (vulnerabilidad laboral, acceso al consumo) (1). En este sentido, y sólo en éste, la clase media se parece más al universo de los excluidos –esa sumatoria de trayectorias dispersas en mil dramas individuales–, que a los obreros que se encuentran todos los días en la fábrica a compartir sus experiencias bajo la tutela del sindicato.
Más que una clase social, la clase media es un patrón de consumo cultural, un ideal aspiracional, un estilo de vida. Y también, claro, una forma de relacionarse con el Estado: si en sociedades patrimonialistas como la nuestra los ricos tienden a considerar al Estado su coto de caza personal, y si los pobres lo necesitan para cubrir sus necesidades más básicas (en casos extremos, para garantizarse sus dos comidas diarias), para la clase media el Estado es ese algo lejano y temido, a la vez requerido y odiado: en tiempos de crisis, el último refugio contra la pobreza.
Quizás por eso, por ser más una cosmovisión del mundo que una franja de ingresos, la clase media sufre como ninguna otra lo que tal vez sea el problema más grave de las sociedades capitalistas de la periferia (y de muchas centrales también): la distancia entre, por un lado, los avances del sistema educativo y el acceso cada vez más masivo a la información y la cultura, y, por otro, las persistentes limitaciones del mercado laboral. En suma, la creciente brecha entre posibilidades y oportunidades.
En Argentina, la educación básica es prácticamente universal, la inscripción a la escuela secundaria alcanza a casi el 80% por ciento de los jóvenes (2) y las universidades suman más de un millón de alumnos. Pero al mismo tiempo el mercado laboral condena a muchos profesionales a la inestabilidad permanente, la precariedad y los bajos ingresos: quizás haya que buscar en esta brecha algunas claves para entender los reflejos antipolíticos que a veces parecen dominar a los sectores medios y a buena parte de la juventud. No sólo en Argentina: al fin y al cabo, fue un estudiante de informática obligado a trabajar como vendedor ambulante quien se quemó a lo bonzo e inició la sublevación que hoy tiene en vilo a Medio Oriente.
Relaciones tormentosas
En sus primeros momentos, el kirchnerismo fue casi un movimiento de clase media. Ignoto gobernador de una provincia lejana y fría, Kirchner se impuso en los comicios de 2003 con el apoyo de los pocos ciudadanos que lo conocían y el concurso del aparato duhaldista, que lo respaldó sin entusiasmo como última carta para frenar a Carlos Menem. La tesis de la transversalidad, el apoyo a Aníbal Ibarra en la Capital Federal y buena parte de las primeras, sorprendentes políticas oficiales –de los derechos humanos al juicio político a la Corte Suprema– estaban orientadas a ganarse el favor de los sectores medios.
Pero con el tiempo las cosas cambiaron. La derrota de Cristina Kirchner en las grandes ciudades en las elecciones presidenciales del 2007, y el triunfo de Mauricio Macri en la Capital, convencieron al kirchnerismo de que la única estrategia posible era aferrarse a las dos estructuras políticas más importantes del país –el PJ, en especial el bonaerense, y el sindicalismo, en particular el moyanista– y olvidarse de la clase media, a la que, en una relectura invertida de Borges, se juzgó incorregible.
Era un enfoque pregramsciano, en el sentido de considerar a la clase media como un todo preconstituido, monolítico e inconmovible, inmune a cualquier esfuerzo de persuasión, y no como lo que realmente es: un colectivo socialmente construido e históricamente situado. En este trance, el kirchnerismo se convirtió en una “minoría intensa”, dotada de un programa y un líder pero incapaz de traspasar las fronteras que él mismo se había autoimpuesto.
Volver a empezar
Con el andar del tiempo y en paralelo con la creciente atonía opositora, el gobierno comenzó a recuperarse. Desde una posición defensiva, y tras un cambio de estrategia no por implícito menos real, consiguió resituarse en el centro de la escena. Y fue así, por la fuerza de los hechos, que descubrió algo crucial: puede que, como sostiene Ezequiel Adamovsky (ver páginas 4 y 5), la clase media haya nacido antiperonista, pero ello no la convierte automáticamente en un gorila del zoológico. De hecho, la historia argentina registra varios momentos de comunión entre los sectores medios y las clases populares: el “tercer peronismo” –el que, según la periodización de Alejandro Horowicz, comenzó en 1973 y se extendió hasta el golpe de Estado, con un fuerte componente de clase media juvenil (3)– fue el más notable.
En todo caso, buena parte de las medidas adoptadas por el kirchnerismo en el segundo tramo de su segundo mandato (es decir, en los meses que van de la derrota en las elecciones de junio de 2009 a la actualidad) pueden leerse como señales más o menos explícitas a los sectores medios: la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que llevó al oficialismo a polarizar con buena parte del espectro mediático pero que también le permitió galvanizar las adhesiones con las que ya contaba y acercarse a nuevos sectores; la Ley de Matrimonio Igualitario, una iniciativa largamente reclamada por las minorías sexuales que el kirchnerismo adoptó como propia (y que tramitó como suele tramitar estas cosas: apropiándose de ella y poniendo detrás todo el peso de su voluntad y del aparato del Estado); y los festejos del Bicentenario, eficaz operación publicitaria con la que el kirchnerismo mostró una cara, la de la fiesta patriótica, que hasta entonces no se había atrevido a exhibir. Tiempo después, la reacción popular tras la sorpresiva muerte de Kirchner confirmó el acompañamiento de importantes sectores sociales ante las dudas que generaba la continuidad del kirchnerismo a partir de la desaparición de su soporte biológico (hoy parcialmente despejadas con la casi segura candidatura de Cristina Fernández a la reelección).
Entre un momento y otro, el gobierno entendió a la clase media. O al menos, entendió que la clase media no es un todo congelado, un conglomerado homogéneamente reaccionario y –adjetivo jauretchiano que el kirchnerismo ha hecho suyo– tilingo, sino un universo contradictorio e ideológicamente cambiante (y, por lo tanto, susceptible de ser modificado mediante la acción política). El gobierno repolitizó su vínculo con los sectores medios y consiguió acercarse a una parte de ellos, estrategia que fue posible por las iniciativas mencionadas más arriba y por otras de carácter más táctico: la construcción de una “relación especial” con un sector de la juventud, el armado de un dispositivo electoral que trascienda al PJ (en particular en la provincia de Buenos Aires) y el establecimiento de algunos límites al poder de los sindicatos son ejemplos de la voluntad del oficialismo de dotar a las innovaciones programáticas de una base político-electoral sólida.
Rumbo a octubre
Como toda actividad humana, la política tiene un componente emocional. El análisis, sin embargo, no puede empezar por ahí: la psicología puede alimentar la evaluación política pero jamás agotarla. Hay que considerar, antes que nada, el cálculo racional de costo-beneficio. Y en este sentido, y más allá de lo que cada uno opine sobre las políticas gubernamentales, la estrategia oficial tiene su lógica: un gobierno puede sobrevivir con el respaldo de un sector minoritario de la población y puede incluso estirar su vida útil hasta las siguientes elecciones (Menem lo hizo). Pero no puede realizar una voluntad auténticamente transformadora sin el respaldo de una amplia mayoría social. El conflicto del campo le demostró al kirchnerismo los riesgos de enfrentarse a la clase media. Como los chicos, los gobiernos también aprenden a los golpes. n
1 Gabriel Kessler, “Empobrecimiento y fragmentación de la clase media argentina”, en Revista Proposiciones, vol. 34, Santiago de Chile, 1996.
2 UNICEF.
3 Alejandro Horowicz, Los cuatro peronismos, Edhasa, Buenos Aires, 2005.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur