¿Triunfará la Patria Grande?
“¿Usted sabe cómo se dice Comunidad Sudamericana de Naciones en inglés?” El interpelado, un dirigente alemán de una fundación partidaria, aceptó el juego y respondió que no. El académico chileno se respondió entonces a sí mismo: bullshit. Corría el año 2005 y ninguno podía imaginar que, al poco tiempo, el interrogador sería designado ministro de Relaciones Exteriores de su país y el objeto de la conversación cambiaría de nombre a Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur). El discurso público suele ignorar la opinión que albergan los chilenos sobre la integración latinoamericana, pero quien los conoce sabe lo que piensan: que tienen una linda casa en un mal barrio. Y quien estudia los bloques regionales sospecha que sus motivos gozan de algún fundamento.
“Integración” es la palabra más abusada en las relaciones internacionales de América Latina. Cuando dos países se reconcilian después de un desaguisado cualquiera, nunca falta el jefe de Estado que afirme con convicción: “Se acabó el conflicto, ahora es tiempo de integración”. Pero no: en una relación, lo opuesto al conflicto es la cooperación. De esta última, la integración es nada más (y nada menos) que un pequeño subconjunto, definido por la decisión voluntaria de tres o más Estados de ceder parte de su soberanía –sea delegándola en una autoridad supranacional o compartiéndola con los socios en la toma de decisiones conjuntas–. En otras palabras, la integración implica la renuncia al derecho de decidir solo. Alemania o Francia, para citar dos ejemplos significativos, no pueden negociar tratados de libre comercio ni emitir dinero; esas funciones fueron delegadas a la Comisión Europea y el Banco Central Europeo respectivamente. En América Latina, lo más próximo a esta “soberanía transferida” es la fijación de un arancel externo común, que destituye a los países firmantes de la competencia para regular unilateralmente su comercio exterior. Esto ocurre, en los papeles, en el Mercosur y la Comunidad Andina. Pero en la práctica esas atribuciones siguen siendo administradas con mayor o menor arbitrariedad por dependencias del Ejecutivo, como las secretarías de Comercio Interior.
Un “club de presidentes”
“Unasur, a pesar de su importancia política, no puede ser la piedra fundamental en la construcción del bloque económico de América del Sur, [que] deberá ser formado a partir de la expansión gradual del Mercosur.” Quien así opina no es un economista neoliberal sino Samuel Pinheiro Guimarães, el más ferviente defensor brasileño del desarrollismo anti-yanqui y de la integración regional. Sus argumentos, que fueron presentados en la carta de renuncia como Alto Representante del Mercosur en junio de 2012, refieren que Chile, Colombia y Perú adoptaron estrategias de inserción internacional incompatibles con la construcción de políticas regionales y la promoción del desarrollo. Aunque las razones que motivaron su dimisión son ideológicas, su fundamentación demuestra que entiende de qué se trata la integración. Una visita guiada a Itamaraty, la cancillería brasileña, deja claro que esta lucidez no es infrecuente. La diferencia entre los diplomáticos en ejercicio y Pinheiro Guimarães es que, sabiendo como él que la integración implica cesión de soberanía, no la desean –lo cual están dispensados de admitir en público–.
No es que a Brasil la región le resulte indiferente, sino que no aspira a fundirse en ella. Sus políticas externa, de desarrollo y de defensa están formuladas en términos de Estado-Nación, y no de provincia de un Estado-Región. El contraste con el espíritu que lideró la integración europea es mayúsculo, aunque con los gobiernos lindantes no existen diferencias: en América de Sur, todos conciben la formación de bloques como un mecanismo de refuerzo de la soberanía nacional, y no de su dilución. A propósito, la noción misma de América del Sur –por contraposición a América Latina– es un invento brasileño reciente para redefinir y controlar su área de influencia al margen de Estados Unidos y sin México. Los documentos oficiales de Brasil siempre se refieren a su región como Sudamérica, y cuando mencionan al gigante azteca lo hacen como una potencia extra-regional al mismo nivel que Turquía o Indonesia. Por contraste, ningún país de “la América antes española” (según la designaba Simón Bolívar) ha asumido que su región de pertenencia termine en Panamá, sino que la extienden hasta el Río Grande.
En las décadas del 60 y 70, la integración latinoamericana fue promovida sobre todo por tecnócratas como Raúl Prebisch y organismos multilaterales especializados como la Cepal. En contraste, desde los 80 el mecanismo más utilizado ha sido el inter-presidencialismo, un tipo extremo de inter-gubernamentalismo. Imagen de marca del Mercosur, el interpresidencialismo combina una organización institucional nacional (la democracia presidencialista), con una estrategia de política externa (la diplomacia presidencial). Opera mediante la negociación directa entre los presidentes, que, ante el raquitismo de los órganos regionales, hacen uso de sus competencias políticas e institucionales para tomar decisiones y resolver conflictos.
Si bajos niveles iniciales de interdependencia asociados con una activa diplomacia presidencial permitieron al Mercosur triplicar sus flujos comerciales internos en seis años y proyectarse internacionalmente como un actor promisorio, la posterior retracción de la interdependencia y la ausencia de instituciones operativas frenaron la profundización del proceso y lo desgastaron por fatiga. El hecho de que el Mercosur siga siendo un asunto de presidentes y cancilleres demuestra que su funcionamiento no ha sido internalizado sino que se mantiene como una cuestión de política exterior. La suspensión de Paraguay en junio de 2012, luego de la destitución de Fernando Lugo, dejó al descubierto a este “club de presidentes”: ninguna norma fue aprobada por los órganos legales del bloque, sino que bastó una declaración presidencial (que incluyó a jefes de Estado de países no pertenecientes al Mercosur) para privar de sus derechos a un miembro fundador.
Aunque el inter-presidencialismo originario fue efectivo, el tardío moldeó un bloque institucionalmente invertebrado. Si se piensa al Mercosur como una comunidad política, rápidamente se descubrirá que ninguno de sus poderes funciona. Ciertos roles ejecutivo-ceremoniales fueron delegados en dos cargos creados ad hoc, primero la Presidencia de la Comisión de Representantes Permanentes y después el Alto Representante General. Eduardo Duhalde y Chacho Álvarez ejercieron mandatos frustrantes en el primero y se alejaron lanzando fuertes críticas; tal como hizo Pinheiro Guimarães, en el segundo.
Por su parte, la principal característica del Parlamento del Mercosur consiste en haber violado sistemáticamente todas las cláusulas relevantes del tratado constitutivo, tanto en lo que se refiere a la composición como al mecanismo de elección de los representantes y a la organización interna en bloques político-ideológicos –en vez de por nacionalidad–. Aun así, lo más trascendente es que carece de toda competencia legislativa: es un adorno, diría elogiosamente Horkheimer. Finalmente, el Tribunal Permanente de Revisión no cumple funciones judiciales reales: además de ser optativo y de acatamiento voluntario, o quizás por eso, sus servicios jurisdiccionales sólo fueron requeridos en media docena de oportunidades desde 2005, y la mitad de ellas fue para aclarar o reinterpretar sentencias anteriores. Si a todo esto se agrega que la mitad de las normas que requieren transposición doméstica no están en vigor porque al menos un Estado miembro no las ha aprobado, el resultado es un bloque privado de reglas y de consecuencias. El hecho de que, aun así, muchos lo consideren como el más exitoso bloque latinoamericano es expresivo de la situación general.
Factores de dispersión
“Hemos arado en el mar”, murmuró célebremente Simón Bolívar antes de expirar. Libertadores posteriores como Juan Perón y Hugo Chávez le dieron la razón al reclamar una segunda independencia, admitiendo que la primera había fracasado. ¿Qué garantías hay de que esta vez la Patria Grande triunfará? A juzgar por la retórica política y la frecuencia de las cumbres presidenciales, la unidad continental está al alcance de la mano. Pero si se analizan los estancados niveles de interdependencia y la acumulación progresiva de bloques subregionales, la conclusión es menos complaciente.
Los países latinoamericanos, tanto tomados en conjunto como en sus diversos subgrupos, realizan entre sí menos del 20% de su comercio internacional. Por comparación, ese indicador es del 66% en Europa y del 50% en América del Norte. La razón es que los polos gravitacionales son potencias extra-regionales: para América Central, el Caribe y México, la mayor parte del comercio, las inversiones, el turismo y las remesas provienen de Estados Unidos; mientras que para América del Sur la atracción de China es cada vez más evidente e irresistible.
Así, las fuerzas centrífugas producidas por los gigantes mundiales contribuyen a desgarrar a América Latina más de lo que la voluntad política logra cohesionar. Si bien en la historia de la integración latinoamericana siempre convivieron proyectos contrastantes (la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio y el Mercado Común Centroamericano en los 60, la Comunidad Andina y el Mercosur en los 90), la rivalidad en ciernes entre el Mercosur ampliado y la Alianza del Pacífico es la más equilibrada – y antitética– de todas. Y, dado que cada grupo incluye a uno de los dos gigantes regionales, proyectos supuestamente de síntesis –como la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac)– sólo pueden interpretarse como foros de diálogo y cooperación, y no como mecanismos de integración. De hecho, la Celac no tiene tratado fundacional ni instituciones de sostén. Para colmo, su composición exhibe notables ironías: de sus 33 miembros, 9 tienen como jefe de Estado a Isabel II, la reina de Inglaterra (basta contar: Antigua y Barbuda, Bahamas, Barbados, Belice, Granada, Jamaica, Santa Lucía, San Cristóbal y Nieves, y San Vicente y las Granadinas). En total, más de un cuarto de la organización. Teniendo en cuenta que ésta también nuclea a los 8 miembros del ALBA, resulta que hay más súbditos de la Corona que naciones bolivarianas. El colonialismo es invisible a los ojos.
La integración monetaria también avanza en la región… pero no en la dirección sugerida por proyectos emancipadores como el Sucre (Sistema Unitario de Compensación Regional): mientras Ecuador, El Salvador y Panamá tienen como moneda nacional al dólar estadounidense, otros seis miembros de la Celac comparten el dólar del Caribe Oriental. Entretanto, Argentina y Uruguay resuelven sus cuitas en la Corte Internacional de La Haya, mientras que Bolivia y Chile, ambos miembros de la Unasur y la Celac y asociados al Mercosur, no mantienen relaciones diplomáticas desde hace… 36 años.
En los últimos tiempos se tornó frecuente la exaltación de la voluntad política como combustible para construir la unidad latinoamericana. Se desatienden así las enseñanzas tanto de Marx como de Gramsci acerca del condicionamiento de la estructura y la correlación de fuerzas. La integración requiere condiciones materiales, como la complementariedad de las economías y, además, sujetos sociales capaces de llevar adelante las transformaciones requeridas. Pero las economías latinoamericanas, si bien ya no son competitivas entre sí porque el mundo post-hegemónico ofrece lugar para todos, tampoco son complementarias –precisamente, porque el mundo tira para afuera más que la región para adentro–. Y los sujetos sociales que compelan a sus países a compartir la soberanía con los vecinos tampoco están presentes: ¿o alguien piensa que la coalición gobernante brasileña aceptaría que la distribución de su petróleo submarino fuera decidida en la mesa ejecutiva de la Unasur? Y la defensa a ultranza de la soberanía nacional suele ser aun más aguerrida en los países chicos. Sin condiciones objetivas y sin sujetos históricos, la voluntad política de presidentes circunstanciales poco más puede hacer que cumbres y arengas. Pero, como proclamó Chávez en una de sus más ignoradas autocríticas, “mientras los presidentes vamos de cumbre en cumbre, los pueblos de América Latina van de abismo en abismo”.
La politización del regionalismo, que prescinde de técnicos e instituciones, encontró su clímax ante el reclamo de Paraguay al Tribunal Permanente de Revisión un mes después de su suspensión del Mercosur cuestionando esa decisión. Lo digno de nota fueron los argumentos de los demandados, Argentina, Brasil y Uruguay: negando la competencia del Tribunal, alegaban que “la naturaleza de la decisión adoptada (la suspensión) es política, razón por la cual no es necesario realizar un proceso de tipo contradictorio para emitirla”, no se “prevé rito solemne ni formalidades” y, en consecuencia, se rechazaba la intervención judicial. El vergonzoso juicio político que destituyó a Fernando Lugo, y por el cual su país fue sancionado, tuvo al menos dos horas para la defensa, dos votaciones en el Congreso y la validación de la Corte Suprema. El chiste brasileño de moda rezaba, sin embargo, que en Paraguay todo es falsificado, hasta el presidente. Que los líderes del Mercosur devalúen el recurso al derecho aun más que los políticos paraguayos merece un reconocimiento al esfuerzo.
A mediados del siglo pasado, Perón apostó su estrategia autárquica a que habría una Tercera Guerra Mundial, por lo que convenía cortar lazos con el mundo y fomentar el autoabastecimiento. Estuvo cerca, porque la guerra de Corea casi se desborda nuclearmente… pero al final no ocurrió. El resultado fue que Argentina quedó al margen de treinta años de crecimiento global vertiginoso. La estrategia actual de Cristina Kirchner se parece a la de entonces: si “el mundo se cae encima nuestro”, como afirmó, lo mejor es apartarse. La cuestión es dónde se ubica la región: ¿allá afuera con el mundo o acá adentro con nosotros? Porque una cosa es el discurso integrador y otra la práctica proteccionista.
Como consecuencia de la incorporación de Venezuela al Mercosur, algunos presidentes se vanagloriaron de que el bloque se había convertido en “la quinta economía del mundo”. Esta frase expresa una convicción mágica en el poder de la tinta, porque los tratados no fundan economías. La misma alienación se detecta en los discursos sobre la llamada “integración energética”, que suelen referirse a foros como IIRSA (Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana) y a proyectos como el delirante oleoducto del sur. Pero no hay tal cosa como la integración energética: se pueden conectar los tubos pero no se comparte el petróleo. Los países productores venden y los consumidores compran: con la incorporación de Venezuela, el 31 de julio de 2012, el Mercosur no se convirtió en dueño del petróleo venezolano, mal que le pese al fiel Galuccio.
Y sin embargo, hay quien compara a la integración regional con la producción petrolera: existe un pico a partir del cual los rendimientos son decrecientes y, eventualmente, se extinguirán. El mundo que viene ya no depara un escenario de bloques sino de potencias regionales. Sus áreas de influencia seguirán siendo relevantes, pero más como mercados para colocar excedentes de capital y manufacturas poco competitivas que como comunidades de soberanía compartida. Seguir discurseando regionalismo, sin embargo, no es irracional: genera simpatía y apoyo entre pueblos que se identifican histórica y culturalmente y, sobre todo, no tiene costos. Hacer, en cambio, es costoso, y por eso la integración latinoamericana no se concreta. El aspecto positivo es que, al menos, no va a terminar tan mal como la europea: lo que nunca fue no puede dejar de ser.
EDICIÓN ESPECIAL
Fracturas en América Latina
Un número extra dedicado a analizar la actualidad latinoamericana, el balance de la izquierda en el poder, los problemas de la integración y el desafío de la Alianza del Pacífico.
Las experiencias concretas y los grandes temas pendientes en Venezuela, Brasil, Bolivia, Cuba, Chile. Los nuevos embates de la derecha, tratados de libre comercio, ofensivas del extractivismo, neoliberalismo peruano, el caso peculiar de Colombia. Notas sobre cine y literatura y un fragmento de la extensa entrevista de Ignacio Ramonet a Hugo Chávez.
Escriben: Álvaro García Linera, Leonardo Padura, Ignacio Ramonet, José Natanson, Luciana Garbarino, Pablo Stefanoni, Darío Pignotti, entre otros.
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Disponible únicamente en kioscos entre el 16 de mayo y el 16 de julio.
* Politólogo, Universidad de Lisboa. Autor de Adelante Radicales, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2019.
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