UNA NUEVA CONFERENCIA DE LOS TRES

Todos para uno…

Por Juan José Becerra*
El 15 de marzo del 2020, en la primera conferencia de prensa en los albores de la pandemia, nacía el pack de gobernantes integrado por Alberto, Axel y Horacio que supo tolerar los desniveles ideológicos y sostener un discurso político homogéneo para combatir al virus. Más de 100 días, varios cacerolazos y cientos de reclamos libertarios después, los Tres siguen juntos para anunciarnos lo que tanto temíamos: se viene la cresta de la ola.
Elaboración propia a partir de una base tomada de freepik.es

Si se lo arranca de sus raíces matemáticas, el número tres tiene mucho que decir sobre religión, teatro público, humor físico, hazañas astronómicas, narrativa y distribución de poder. Su literatura se extiende a mares. Los tres mosqueteros de Dumas, el triángulo de vértices masculino compuesto por padre-hijo-espíritu santo, los tres chiflados, los tres lechoncitos de Disney, los falsetes espeluznantes de los tres hermanos Gibb, Los ángeles de Charlie, los triángulos amorosos, los tres astronautas del Apolo XI (y los del XII y los del XIII) y los tres actos de Aristóteles nos llevan a la saturación de ejemplos. Se objetará: ¿y Batman y Robin? Y se contestará: ¿y Alfred? ¿No es él, acaso, el tercero que cuaja la dinámica del dúo?

A diferencia del dos, estructura connivencial que brinda por la memoria de los terceros excluidos, el número tres fractura la voluntad simplista de considerar que los fenómenos son blancos o negros, derechos o izquierdos, buenos o malos. El tercero es la cuña clavada en el maniqueísmo. La del tercero es, en pocas palabras, la existencia que define el principio de variedad y anula la conexión siamesa entre pares.

Esa tradición cultural, la de los tríos, irrumpió en la esfera pública de la Argentina en la conferencia del 15 de marzo de 2020, que reunió al presidente Alberto Fernández con el gobernador de la Provincia de Buenos Aires (32 % del PBI nacional) y con el jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta (19% del PBI nacional). Fue un shock de mestizaje. Después de muchos años de insultarse desde una costa a otra a través del río y, sobre todo, de definir en términos radicales la incompatibilidad de sus grupos sanguíneos, los administradores del Estado nacional, el bonaerense y el principado de la CABA diseñaron un discurso político homogéneo, tolerando los desniveles de los matices ideológicos, los estilos personales y las necesidades de orden territorial (que en la Argentina son de orden social).

El hecho se recorta, nítido, sobre el pasado inmediato (2015 – 2019), cuyo encuadre predilecto y vitalicio permitió el ingreso de un solo objeto al campo de la discusión pública: la “lucha contra la corrupción”. Un insumo moral, de un solo hemisferio (¿quién va a luchar contra la corrupción propia?), demasiado anacrónico para funcionar como actualidad constante, desplegado en un sinfín de aventuras jurídicas de narrativa inquisitorial y apocalíptica, imprescindibles para desplazar hasta su ocultamiento el objeto célebre e híper actual de aquellos años: la destrucción de diseño de la economía.

El 15 de marzo de 2020, Fernández, Kicillof y Rodríguez Larreta coincidieron en el objeto común que había que atacar: el virus SARS–CoV–2. Con nombre de misión espacial y atributos de fantasma exterminador, es el no va más de la actualidad, a tal punto que se lo puede describir como “lo que siempre está actuando”. Es ilegible e insobornable, destruye la planificación, los cuerpos y la economía, y puso un obelisco en la rueda que hace girar al mundo.

Ese es el objeto que hoy absorbe gran parte de la actualidad política, los recursos de Estado y la energía y el lenguaje de la sociedad. Fernández, Kicillof y Rodríguez Larreta comprendieron que se trata de un universal. Refrendan esa comprensión la de los gobernadores, intendentes y ciudadanía, que durante las primeras semanas de aislamiento preventivo y obligatorio sostuvieron un pacto de esfuerzos mutuos con muy buenos resultados.

Durante varias semanas posteriores al kilómetro cero del aislamiento hubo un deseo colectivo de contención o, en todo caso, una voluntad colectiva de demostrar disciplina, don social y una inesperada simpatía por el bien común. Todas actividades que generalmente se venían escurriendo del repertorio de argentinismos, orientados más bien hacia la dispersión y el derecho a los brotes anarquistas.

La primera Conferencia de los Tres del 15 de marzo fue compacta y tuvo algo de esa expectativa confiada, tan agradable de ver, de la última rueda de prensa que la Selección Argentina da en Ezeiza antes de los mundiales. Las variaciones líricas de los discursos personales se perdieron en la descripción de la amenaza y en la euforia de poder cavar una trinchera que introdujera suspenso en el contagio supersónico del virus. La consigna fue ganar tiempo. Se cerraron fronteras, estadios, escuelas, parques, teatros, shoppings, oficinas, y la clase media –la Voz de la Pandemia– entró en una fase claustrofílica, en la que tanto runners como walkers comenzaron a amasar su melancolía de nomadismo.

Luego del solo de Alberto Fernández del 10 de abril, el “día de la filminas”, en el que se mostró la utilidad incontrastable del aislamiento, ocurrió la segunda Conferencia de los Tres. Fue el 8 de mayo. A diferencia de la anterior, el presidente ya no habló de un solo asunto, sino de dos. Habló del virus, todavía hibernando, todavía amigable, digamos aplastado junto con la famosa “curva” que presionaba por llevarla al famoso “pico”; y, también, contra un discurso emergente, disidente, que tras un mes de encierro, como otro virus, expresaba en un rango extenso cuestiones vinculadas “al riesgo de vivir”, el derecho inalienable a la libertad (en su versión alienada) y el hundimiento de la economía.

La política la hace el que puede hablar. Desde el 15 de marzo hasta ese momento, Alberto Fernández habló solo. Le hicieron los coros Kicillof y Rodríguez Larreta. Cincuenta días más tarde había trepado a la esfera pública el discurso del liberalismo de hongos que flashea Venezuela. Que no sea competitivo a nivel del sentido y de los protocolos de cuidados y vergüenza mínimos que se exigen para postular una razón, no significa que no tenga su eficacia en unos miles de corazones palpitantes dispuestos a vociferar en el Código Morse de las cacerolas y poblar las pantallas del periodismo industrial que le dan valor a la indignación romántica.

Ya operaban los desgastes. El cansancio social, y el deslizamiento de la economía hacia una zona de sombras, desdeñaron los buenos reflejos del gobierno para entrar temprano al aislamiento. Los detractores consideraron que se estaba saliendo tarde, reacios a observar la dinámica de daño del virus, su legibilidad opaca (a veces nula) y el porvenir inmediato, que se llama invierno, y en el que todos los países del hemisferio norte surfearon la trágica cresta de la ola. Confirmando un comentario que, por lo bajo, deslizó alguien que lo conoce y lo pone en el segundo puesto del ránking de encabronamiento de los últimos años de peronismo (primero, Néstor Kirchner; tercera, Cristina), Alberto Fernández contestó: “No mientan más”.

El eco de ese malhumor persistió en la tercera Conferencia de los Tres, la del 23 de mayo, cuando dijo: “Estamos en una pandemia que mata gente. ¿Lo entendemos?”. La chicana, orientada a  presentarle el SARS–CoV–2 a los dummies que lo subestiman por reflejo opositor, como si el bicho malo de Wuhan no fuera a inocular a los temerarios, tuvo un tono de autoridad y desafío. Sus escuderos de PBI, Kicillof y Larreta, suavizaron el envío con retruécanos sobre asuntos específicos: camas, respiradores, PCRs, espacios de aislamiento. Efectivo Rodríguez Larreta en su minimalismo de cómic; lírico Kicillof, con su barroco de asamblea universitaria en la que las cosas se discuten hasta que se apaga la luz. Ninguno de los dos se animó a imponer lo que le concedieron a Fernández: la manifestación de un carácter, en todo caso del ánimo exhausto del que tiene que liderar una crisis sanitaria montada sobre una crisis económica, sin manuales de uso, con recursos limitados y contra el bullicio de la doxa que, en argentino, llamaremos “la boludez”.

La cuarta Conferencia de los Tres (4 de junio) fue la primera en la que los conferencistas, siempre distribuidos como jueces de cámara con su presidente en el centro, y todos apoyando sus pitucones sobre la misma mesa, estuvieron separados a una distancia de pandemia. Fue el crecimiento de los contagios lo que los hermanó en la separación. Si se juzgan sus rostros comparándolos con los que mostraron el 15 de marzo, estos parecen pertenecer a otras biografías. Se anuncian los testeos rápidos y la crecida de contagios en el AMBA, ese caldo demográfico espeso. No hay dudas de que está subiendo la marea. La alarma suena para el cuidadoso y para el coronavirópata que florea su libertad en la jaula de los leones. Como mini gaffe en la administración de micrófonos, Alberto Fernández se lo cede a Rodríguez Larreta y luego le pide otra vez la palabra. Kicillof sonríe por el incidente. Rodríguez Larreta ya estaba sonriendo. La escena fue una fuga dramática en forma de casting de simpatías con triple empate técnico.

La quinta Conferencia de los Tres es la primera del invierno. Empieza la temporada alta. Regresan la firmeza en las restricciones, el encierro, el enfriamiento del transporte. El pack de gobernantes ya lleva más de 100 días de gira y todavía nadie cruzó el río. Del otro lado los esperan los abolicionistas del aislamiento, cociendo a fuego lento citas trilladas de Orwell y de la Constitución Nacional, sapucáis libertarios, advertencias sobre el regreso inminente de Stalin. Habrá que ver qué tipo de memoria emotiva, y de qué tamaño, le quedará de todo esto a la Argentina cuando salga de las sombras.

* Escritor. Su último libro es Felicidades, Seix Barral, 2019.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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