Moscú y Washington: ¿amigos o enemigos?
La constatación es amarga y reveladora: “El derrumbe de la Unión Soviética fue el mayor desastre geopolítico del siglo XX. Para la nación rusa fue un verdadero drama”, declaró el presidente Vladimir Putin en su discurso anual ante el Parlamento, el 25 de abril de 2005. Expresaba así la profunda perturbación del Kremlin ante la irresistible decadencia de su poder y la pérdida de las conquistas territoriales acumuladas a lo largo de tres siglos.
A partir del 11 de septiembre de 2001 se había registrado un espectacular acercamiento de Moscú respecto de Estados Unidos y la Unión Europea (UE), pero los factores de tensión comenzaron a sumarse desde fines de 2003, fundamentalmente a raíz de la “Revolución rosa” en Georgia, y de la “Revolución naranja” en Ucrania, sin contar las divergencias respecto de Irán (1). En Moscú, especialistas, diplomáticos y dirigentes políticos se interrogan: ¿Rusia tiene que continuar su asociación estratégica con Estados Unidos o acercarse a China? ¿Cómo detener su pérdida de influencia en el espacio postsoviético?
Putin, que llegó al poder en 1999, se proponía restaurar la posición de Rusia en el escenario internacional. Por entonces, numerosos expertos le aconsejaron que rompiera con la política preconizada por el ex primer ministro Evgueni Primakov (2). En lugar de extenuarse en busca de un mundo multipolar, sinónimo de confrontación con Washington, Rusia debía volver a concentrarse en sus intereses vitales, integrándose a la economía mundial para modernizarse. De manera que debía acercarse a Estados Unidos y a Europa, abandonar la retórica de gran potencia y desmilitarizar las relaciones con Occidente.
Los atentados del 11 de Septiembre brindaron a Putin la ocasión de iniciar esa revisión profunda de la política exterior. La asociación estratégica pactada entonces con Estados Unidos y con Europa se articulaba en torno de cuatro ejes: lucha común contra el terrorismo islamista; gestión compartida de la zona de crisis en Asia Central; semi-integración de Rusia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y cooperación energética.
Ese cambio se tradujo inmediatamente en un apoyo de Moscú a la intervención en Afganistán, la creación de bases militares estadounidenses en Uzbekistán y Kirguizistán, la creación del Consejo Rusia-OTAN y la aceptación de la ampliación de la Alianza a los Estados bálticos, además del desarrollo de proyectos de cooperación petrolífera y gasífera. Hasta 2004 esa política soportó todos los embates, incluida la guerra en Irak.
Si bien es cierto que Rusia se alineó con los países que se oponían a esa guerra, como Francia y Alemania, tuvo cuidado de no enemistarse con Washington, dejando que París encabezara la fronda en el Consejo de Seguridad. Luego del derrocamiento del presidente Saddam Hussein, a la vez que seguía proclamando su oposición de principio a la ocupación de Irak (Moscú votó las resoluciones de Naciones Unidas sobre ese punto) recibió a las nuevas autoridades iraquíes y aceptó cancelar la deuda de Bagdad, de 8.000 millones de dólares.
El presidente Putin era favorable a la retirada de las tropas anglo-estadounidenses de Irak, pero evitó cuidadosamente ejercer la más mínima presión al respecto sobre Washington. En efecto, trató de proteger los intereses rusos en Irak, fundamentalmente los de la compañía Lukoil, que había firmado con el régimen anterior un contrato de explotación de la cuenca petrolífera de West Qurna. La venta por parte del Estado ruso, en 2004, a la compañía estadounidense Conoco-Philipps del 7,59% del capital de Lukoil que aún poseía, abrió el camino para que esta última firma vuelva a operar en Irak.
La conjura occidental
La reacción de Moscú ante las “revoluciones de colores” en Georgia y en Ucrania puso de relieve la ambigüedad del acercamiento de Rusia a Estados Unidos y a Europa. Para el Kremlin, esos acontecimientos no fueron el resultado de la movilización de la sociedad civil contra regímenes corruptos, incompetentes y criminales, sino de una conjura fomentada por Washington para reducir la influencia de Rusia en el espacio postsoviético y saquear sus riquezas.
El vuelco “pro-occidental” protagonizado por Moscú en 2001 se apoyaba en una cooperación para luchar contra un enemigo común –el terrorismo, calificado por Putin en la tribuna de Naciones Unidas como “sucesor ideológico del nazismo”– y no en el desarrollo de la democracia en Rusia o en el espacio postsoviético. Ese cambio de posición tenía como pivote una alianza con las fuerzas más conservadoras de Occidente, encarnadas por los entonces mandatarios George W. Bush, Silvio Berlusconi y Ariel Sharon.
Son muchas las cuestiones sobre las cuales los gobiernos ruso y estadounidense comparten la misma visión del mundo: prioridad a la soberanía, importancia central de las relaciones de fuerza, discurso de poder y hostilidad respecto de la injerencia humanitaria y de la justicia internacional. Moscú ni siquiera se siente perturbado por la idea de la guerra preventiva: el ministro de Defensa Serguei Ivanov considera abiertamente su eventualidad, si “lo exigen los intereses de Rusia o sus obligaciones con sus aliados” (3). Pero el Kremlin reclama de Occidente dos contrapartidas: silencio sobre la guerra en Chechenia –presentada como una contribución a la lucha global contra el terrorismo islamista– y sobre la política interior rusa, y reconocimiento de los intereses de Rusia en el espacio postsoviético.
No obstante, las críticas de Washington, y en menor medida de Bruselas, referidas tanto a la guerra en Chechenia como a la falta de libertades y de pluralismo en Rusia, fueron aumentando con el paso de los años. Ofuscado por los comentarios de ciertos dirigentes occidentales sobre la intervención de las fuerzas rusas durante la toma de rehenes en Beslan, en septiembre de 2004, y por la “Revolución naranja” en Ucrania, Putin atacó –durante sus viajes a Turquía e India (4)– a ese Occidente “con casco de colonizador” que ejerce “en los asuntos internacionales una dictadura envuelta en un bello discurso pseudo-democrático”. La acumulación de factores de tensión con los países occidentales y los fracasos de la diplomacia rusa en Georgia y en Ucrania generaron en Moscú un debate –limitado, es cierto– sobre la política exterior del presidente Putin (5).
El acercamiento a China, manifestado durante 2005, alimenta interrogantes. Luego de haber solucionado en 2004 un diferendo fronterizo pendiente respecto de las islas de la región de Khabarovsk, Moscú y Pekín consolidaron sus relaciones en el marco de la Organización de Cooperación de Shanghai (6), hasta el punto de que en agosto de 2005 realizaron por primera vez maniobras militares conjuntas de gran magnitud en el Pacífico.
¿Se trata de la primera etapa de una alianza más estrecha dirigida contra Washington? Varios obstáculos se yerguen en esa ruta (7). Las relaciones entre ambos países están marcadas por una recíproca desconfianza, dado que cada uno teme que el otro lo utilice como herramienta en su relación con Estados Unidos. China se halla en un período de desarrollo rápido, tanto en el plano económico como militar, mientras que a Rusia le cuesta frenar su decadencia y volver a ser una potencia regional. Una cooperación demasiado estrecha podría, en caso de conflicto entre Washington y Pekín, colocar a Rusia entre la espada estadounidense y la pared china, una configuración que, según los expertos rusos, Moscú debe evitar por todos los medios. El objetivo de la cooperación con China debería ser el desarrollo del Extremo Oriente ruso y de Siberia, zonas peligrosamente amenazadas por la caída demográfica y donde se concentran las principales riquezas de Rusia, en particular los hidrocarburos (8).
Rusia y la Unión Europea
Cada vez que las relaciones con Washington se deterioran, Moscú tiende a dirigir su mirada a Europa y viceversa. En el caso de la crisis de Ucrania, Rusia debió hacer frente a una tensión simultánea con Estados Unidos y con la UE. Obsesionada por la OTAN, Moscú prácticamente no se había preparado para la ampliación de la UE, cuyas consecuencias son sin embargo mucho más importantes sobre los intercambios comerciales, la circulación de personas y las relaciones con los Estados postsoviéticos.
Las negociaciones previas a la ampliación de la UE fueron a menudo tensas entre Moscú y Bruselas. La política europea de vecindad (PEV), destinada a los nuevos Estados fronterizos (Bielorrusia, Ucrania, Moldavia, Rusia y Estados del Cáucaso) despierta inquietud en Moscú, que ve en ella una nueva tentativa de reducir su influencia en el espacio postsoviético (9). La cuestión de los “valores comunes” también es fuente de numerosos conflictos entre Rusia, la UE y las otras instituciones europeas, fundamentalmente sobre la situación en Chechenia y el respeto de los principios democráticos.
En cambio, Rusia mantiene excelentes relaciones con algunos Estados miembros de la UE, en particular con Alemania (10), Italia y –en menor medida– con Francia, lo que suele crear divergencias en la UE entre los partidarios de la cooperación con Moscú y los que preconizan una actitud firme, fundamentalmente los Estados bálticos y Polonia. Esto se explica, dado que las relaciones de estos últimos con Rusia se deterioraron notoriamente a causa de un pasado difícil de digerir y del acercamiento de esos países a Estados Unidos (11).
La estrategia que eligió Putin luego del 11 de septiembre de 2001 no dio los resultados esperados. Pero no existe una solución de recambio, salvo al precio de aislar a Rusia, privándola de los instrumentos necesarios para su modernización (capitales, tecnologías, inserción en las estructuras de la mundialización). Moscú padece debilidades estructurales (caída de la demografía, economía de renta, excesiva centralización del poder conjugada con la debilidad del Estado, ausencia de verdaderos contrapoderes, etc.) que convierten al país en un actor de segundo plano en la escena internacional, a pesar de sus armas nucleares, de su escaño como miembro permanente del Consejo de Seguridad y de su pertenencia al G8, organización que en 2006 realizó su primera cumbre en Rusia. Además de su inmenso costo humano y financiero, la interminable guerra de Chechenia afectó de modo duradero la imagen de Rusia, además de frenar su democratización y alimentar el terrorismo islamista.
En el corto plazo, Moscú dispone de dos cartas de triunfo. En primer término, la bendición que significa para su economía el elevado precio actual del petróleo. Debido a la inestabilidad en Medio Oriente, tanto los europeos como los estadounidenses –deseosos de diversificar sus fuentes de aprovisionamiento– van a aumentar sus importaciones de hidrocarburos rusos. La otra cara de esa moneda es que Rusia corre riesgo de transformarse aun más en un Estado rentista. La segunda carta está representada por las dificultades de Estados Unidos y de Europa.
Además de Irak e Irán, Asia Central se convirtió en una preocupación para Washington. A raíz de las críticas por la represión en Andiyán (12), el presidente uzbeko, Islom Karimov, cerró la base que los estadounidenses habían instalado en 2001 para realizar operaciones en Afganistán, y se acercó a Moscú. Ese fue el primer revés importante que registró Estados Unidos en la región. Por su parte, los europeos estarán ocupados en la gestión de la ampliación de la UE concretada en 2004 y en la búsqueda de una solución al fracaso del proyecto de Constitución. Sin olvidar las divisiones transatlánticas e intra-europeas, que están lejos de haberse superado, Rusia cuenta pues con un tiempo de resuello y con un margen de maniobra (13). Habrá que ver si sabe aprovecharlos para renovar su estrategia y sus métodos y convertirse en un modelo atractivo para sus vecinos.
1. Rusia se opone a sanciones del Consejo de Seguridad a causa de su participación en el programa nuclear civil iraní. Moscú obtuvo el contrato para construir la central nuclear de Buchehr, por un monto de 800 millones de dólares. Por haber negociado con Teherán un acuerdo para trasladar a Rusia el combustible utilizado, Moscú asegura contar con la garantía de que la producción de la central iraní no será utilizada con fines militares.
2. “La politique étrangère russe. A l’Ouest, du nouveau”, Le Courrier des pays de l’Est, N° 1038, París, septiembre de 2003.
3. Nezavisimaïa Gazeta, Moscú, 3-10-03.
4. El 3 y 6 de diciembre de 2004, véase www.kremlin.ru
5. Artículos de Serguei Karaganov, un experto cercano al Kremlin, Rossiiskaïa Gazeta, Moscú, 13 y 22 de septiembre de 2005.
6. Creado en 1996 por Rusia, China, Kazajstán, Kirguizistán y Tayikistán, el Grupo de Shanghai se convirtió en junio de 2001 en la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), con la adhesión de Uzbekistán. Sus actividades se concentran en temas de seguridad regional, en particular la lucha antiterrorista. En julio de 2005 India, Pakistán e Irán se convirtieron en observadores.
7. Bobo Lo, “Un équilibre fragile: les relations sino-russes”, Russie Cei, Visions, N° 1, IFRI, París, abril de 2005.
8. Dimitri Trenin, “Aziatski vektor v strategii Moskvy”, Nezavisimaïa Gazeta, Moscú, 27-10-03.
9. Isabelle Facon, “La politique européenne de la Russie: ambitions anciennes, nouveaux enjeux”, Questions internationales, París, N° 15, septiembre-octubre de 2005.
10. Alemania es el primer socio comercial de Rusia (14% de las importaciones y 7,8% de las exportaciones); el primer inversor extranjero (más de 10.000 millones de dólares de stocks) y el primer acreedor (Berlín posee la mitad de la deuda externa rusa, 20.000 millones de dólares sobre 40.000, en el marco del Club de París). Putin y Schroder firmaron el 8 de septiembre de 2005 un acuerdo para la construcción de un gasoducto submarino entre ambos países en el Báltico -uno de cuyos ramales fue completado a fines de 2011- que garantizará al cabo de cierto tiempo la mitad del consumo alemán de gas. Ese proyecto causó vivas reacciones en Polonia y en los países bálticos.
11. Céline Bayou, “Etats-Baltes-Russie: un authentique dialogue de sourds”, Le Courrier des pays de l’Est, París, N° 1048, marzo-abril de 2005.
12. Vicken Cheterian, “Bain de sang en Ouzbékistan”, Le Monde diplomatique, París, octubre de 2005.
13. N. de la R.: Este artículo fue originalmente publicado en Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2005.
** Este artículo forma parte de la nueva colección de revistas del Dipló: EXPLORADOR
Este número está enteramente dedicado a RUSIA. Leer más aquí!
* Historiador. Miembro de la redacción de la revista Questions internationales, editorial La Documentation française, París.
Traducción: Gustavo Recalde