Cómo romper la trampa de la pobreza
Simplificando apenas, la sociología de la desigualdad distingue dos maneras de analizar la movilidad social en las sociedades modernas. La primera, la “movilidad estructural”, refiere al tamaño de las distintas clases o sectores sociales, que cambian a lo largo del tiempo, se complejizan y a veces se polarizan.
La segunda forma de enfocar el tema no alude al tamaño relativo de cada estrato sino a la movilidad entre generaciones, es decir a las mayores o menores posibilidades que tiene una persona que nació en una cierta posición social de pasar a otra. Sucede que, como el color de ojos y los departamentos, la ubicación en la estructura social se transfiere de padres a hijos, a través de la herencia patrimonial pero también de la educación, el capital relacional e incluso el lugar de nacimiento. Esta transmisión intergeneracional de las oportunidades distingue a ciertos países y algunos períodos históricos en los cuales la fluidez social, las chances de migrar de una clase a otra, es más alta, frente a sociedades más rígidas, donde la posición de origen determina fatalmente la de destino.
Desde la consolidación nacional en 1880 hasta los años 30, empujada por el boom agroexportador y una incipiente industrialización, Argentina registró una expansión de las clases medias y trabajadoras urbanas y, sobre todo, una intensa movilidad ascendente, de la que la inmigración europea fue causa y consecuencia. Superada la crisis mundial, la economía logró recrear las bases del progreso social, aunque en esta etapa se centró en la mejora de las condiciones de vida de los sectores postergados más que en los ascensos de clase. Con altibajos, esta evolución positiva, analizada en los estudios pioneros de Gino Germani (1), se verificó durante toda la etapa de industrialización sustitutiva, con momentos especialmente virtuosos durante el primer peronismo, el frondizismo y los últimos años de la década del 60. El declive comenzó cuando la crisis del petróleo de comienzos de los 70 se conjugó con el agotamiento del modelo estadocéntrico y la voluntad política de disciplinar a los sindicatos expresada en el Rodrigazo, el primer ajuste de shock de nuestra historia (nótese que, contra lo que suele recordar la memoria siempre parcial de la izquierda peronista, el giro ortodoxo no comenzó con Martínez de Hoz sino durante el gobierno de Isabel, del mismo modo que la represión ilegal no se inició con Videla sino con la Triple A). El resto de la historia es conocido: el proto-neoliberalismo de la dictadura se perfeccionó durante el menemismo, conformando un “ciclo largo” de ajuste estructural cuyas consecuencias sociales, descriptas por Susana Torrado (2), se hicieron visibles en la crisis del 2001, a lo que le siguió un proceso de recuperación sorprendente, pero heterogéneo y agotado en 2010, liderado por el kirchnerismo.
¿Qué ocurre con la movilidad social hoy? La encuesta nacional sobre la estructura social, una ambiciosa investigación coordinada por 50 unidades académicas de ciencias sociales de distintos puntos del país, sugiere algunas conclusiones (3).
La primera es que la sociedad argentina es una sociedad bastante rígida. Esto es así en todos los sectores pero especialmente en los extremos: las clases altas y medias-altas (empresarios, profesionales, directivos) y las clases bajas (obreros no calificados y trabajadores rurales) son las que tienen más probabilidades de pasar toda su vida en una misma posición social, definiendo una cristalización de la cima (hoy verificable en casi todos los países) y, lo que resulta más negativo, de la base de la pirámide (hay algo más de movilidad en los tramos medios, entre empleados del sector servicios, obreros calificados y pequeños comerciantes, que pueden pasar de alguna de estas categorías a la otra y, en ocasiones, convertirse en profesionales o empresarios).
Pero lo más grave es que esta rigidez es más marcada entre los jóvenes, lo que significa que las nuevas generaciones tienen menos posibilidades de saltar de clase que las más viejas. Aunque puede que parte de esta dificultad se explique porque los jóvenes todavía no alcanzaron su “madurez ocupacional”, la razón principal es la falta de oportunidades. En otras palabras, hoy un joven tiene menos chances de romper la determinación de su origen que sus padres, sobre todo si nació en el seno de una familia pobre.
No hace falta una profunda inmersión antropológica en el tercer cordón del Conurbano para inferir que aquí puede encontrarse parte de la explicación de algunos de los dramas sociales que enfrenta nuestro país. Construida a través de la comprobación cotidiana de familiares, amigos y vecinos, la sensación, que no es una conclusión científica sino una intuición profunda, de que el futuro no podrá ser mejor que el presente está en la base de problemas como la inseguridad, las adicciones, las conductas nihilistas o desesperadas e incluso decisiones de vida como el embarazo temprano (la maternidad como el único proyecto posible para las jóvenes de los sectores populares a las que el mercado de trabajo no les ofrece más oportunidades que el servicio doméstico).
¿Cómo romper esta “condena de clase”? El principal condicionante para el ascenso social es la educación, por lo que la primera estrategia es construir escuelas y universidades públicas de calidad y, en un paso más, facilitar el acceso de los jóvenes de los sectores más postergados mediante políticas de acción afirmativa o discriminación positiva (el Estado selecciona una serie de poblaciones que considera discriminadas, definidas en función del color de piel, el origen étnico, el lugar de residencia o el nivel de ingresos, y las prioriza estableciendo cupos). Este tipo de disposiciones nacieron en los países en los que la discriminación es una herencia histórica de los sistemas de castas o esclavistas, como India, que reserva espacios para los ciudadanos pertenecientes a la casta de los “intocables”, Estados Unidos, que desde 1968 estableció cuotas para facilitar el ingreso de los negros y los indígenas a las universidades, y Brasil, donde el gobierno de Lula produjo una revolución de la educación superior con cupos para los estudiantes negros, indígenas y provenientes de las secundarias públicas.
Pero la educación no es suficiente. La desigualdad no es un impulso de una sola vez sino una serie de capas viscosas y discretas que se superponen una sobre otra. La encuesta demuestra que los jóvenes de los sectores populares que logran terminar el secundario e incluso obtener un título terciario o universitario enfrentan otros obstáculos. Ocurre que a medida que aumentan los años de escolaridad la competencia en el mercado de trabajo se abre a jóvenes provenientes de estratos más altos, que disponen de otras ventajas. La más habitual: una familia capaz de sostenerlo mientras acepta pasantías y trabajos que implican resignar ingresos al comienzo de su carrera para adquirir la experiencia y los contactos necesarios para progresar después. Las becas, como las becas Prouni creadas por el PT en Brasil y el plan Progresar argentino, apuntan a compensar esta asimetría.
Tampoco es suficiente. El territorio integra y contiene, pero también discrimina. El hecho de que los jóvenes pobres vivan lejos de los centros de excelencia educativa, con todo lo que implica en términos de tiempos y gastos de transporte, constituye un muro macizo, dificilísimo de sortear. Las universidades del Conurbano, una de las políticas más progresistas lanzadas desde la recuperación de la democracia, supusieron un gran avance en este sentido, fortalecido últimamente por la decisión de muchas de ellas de crear colegios secundarios universitarios estilo Nacional Buenos Aires. Según la Coneau, el 75 por ciento de los ingresantes a la Universidad Nacional de La Matanza son primera generación universitaria (4).
Pero incluso si el Estado logra la hazaña de garantizar educación de calidad para los chicos más pobres, la pone a su alcance y los apoya para que terminen sus estudios, la realidad impone otras barreras, por ejemplo relacionales, en la forma de las redes de conocidos imprescindibles para insertarse en los difíciles mundos profesionales. Y, aunque menos visibles, también aparecen barreras simbólicas: sucede que a la hora de decidir el mercado de trabajo reproduce las desigualdades sociales, discrimina; no sólo considera el nivel educativo sino que registra el color de piel, el lugar de residencia, el modo de hablar, hasta la ropa.
Este nudo es aun más cerrado, y desatarlo no involucra un problema de educación sino de economía, de sector público y privado, de Estado y mercado. Desde fines de los 60, Estados Unidos aplica programas de cupos para la contratación de negros e indígenas en la administración federal (resulta interesante comprobar que, en un país ultraliberal con un rechazo casi genético al intervencionismo estatal, la disposición rige también para los grandes contratistas privados del Estado). Aunque pensadas originalmente para grupos raciales o étnicos, este tipo de políticas, replicadas en otros países, se han ido ampliando para beneficiar a jóvenes de bajos ingresos, mujeres e incluso a personas provenientes de ciertas regiones: tras la reunificación, Alemania se dio una agresiva estrategia orientada a reequilibrar las diferencias Este-Oeste a través de una serie de medidas que buscaban beneficiar a los ciudadanos nacidos en la parte comunista, por ejemplo mediante desgravaciones impositivas a las empresas que contrataran personal de Berlín Oriental.
Por supuesto, se trata de programas complejos que a medida en que se desarrollan van enfrentando diversos obstáculos. En primer lugar, la resistencia de los sectores más conservadores, que suelen accionar judicialmente para bloquearlos (en Estados Unidos y Brasil las cortes federales fallaron sistemáticamente en contra de las objeciones). Pero el principal problema no es político, pues una vez lanzadas este tipo de medidas suelen alcanzar un alto consenso social, sino de implementación: la definición del criterio racial, por ejemplo, puede generar injusticias ocasionales, como mostró la famosa nota de la revista brasilera Veja acerca de dos gemelos que fueron considerados de diferente manera a la hora de aplicar para el ingreso a la universidad (uno fue catalogado como mestizo y el otro como blanco). Del mismo modo, las políticas de incentivos al sector privado para que priorice a los grupos desfavorecidos enfrenta dilemas adicionales: si se trata de fomentar la contratación de jóvenes pobres mediante exenciones impositivas, ¿hay que incentivar a las pymes de baja productividad, que obviamente requieren más asistencia, o a las multinacionales hipertecnificadas, donde las posibilidades de ascenso, de marcar realmente un quiebre en la vida de un chico nacido en una villa son mucho mayores?
Concluyamos. La encuesta nacional sobre la estructura social confirma que el país de nuestros abuelos comenzó a morir con el Rodrigazo y que la sociedad argentina hoy no sólo es desigual sino también rígida. Como señalamos en otra oportunidad (5), la búsqueda de justicia social supone en primer lugar un Estado activo que promueva la movilidad estructural, es decir que reduzca las inequidades mediante una enérgica redistribución del ingreso. Pero como vivimos en la Argentina del siglo XXI y no en la Suecia socialdemócrata de la posguerra creemos que, sin resignar este objetivo fundamental, existen una serie de políticas orientadas a impulsar la movilidad social ascendente que podrían contribuir a romper la trampa de la pobreza. Consultado para este editorial, el ex funcionario del PT Aloizio Mercadante, responsable de implementar la segunda fase de la reforma educativa en Brasil, lo resumió de esta manera. “La discriminación positiva no es una solución permanente. Se trata de crear oportunidades para que los negros, los indígenas y los pobres accedan a una vida mejor. Lo ideal es una sociedad sin discriminaciones. Pero hasta que eso llegue este tipo de políticas permite ir corrigiendo las desigualdades y, en el camino, fortaleciendo la diversidad, la convivencia y el sentido de justicia”.
1. Estructura social de la Argentina: análisis estadístico, Ediciones Solar, 1987.
2. Susana Torrado, La herencia del ajuste. Cambios en la sociedad y la familia, Capital Intelectual, 2004.
3. Pablo Dalle, Jorge Raúl Jorrat y Manuel Riveiro, “Movilidad social intergeneracional”, en Juan Ignacio Piovani y Agustín Salvia, La Argentina en el siglo XXI. Cómo somos, vivimos y convivimos en una sociedad desigual, Siglo XXI, 2018.
4. http://www.coneau.gov.ar/archivos/libros_evaluacion_externa/66_UNLaMatanza.pdf
5. Ver editorial de Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, N° 199, enero de 2016.
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