EDICIÓN 214 - ABRIL 2017
EDITORIAL

Un Metrobus ahí

Por José Natanson

La gestión del gobierno de la Ciudad es uno de los grandes malentendidos de la política argentina.

Se ha hablado hasta el cansancio de “la maldición de la provincia de Buenos Aires”, la anomalía de que ninguno de los gobernadores del distrito más importante del país, el que concentra alrededor de un tercio de la población y el PBI, haya sido elegido presidente, maldición que en verdad tiene una explicación bastante simple: el gobernador bonaerense es siempre un competidor natural del presidente, que hace lo posible por bloquearlo, y la provincia es tan enorme y densa que su máxima autoridad suele quedar enfangada en las dificultades de una gestión crónicamente deficitaria, como un fusible de gobernabilidad.

En cambio se habla menos de la Ciudad Autónoma, pese a que ya dos de sus alcaldes fueron elegidos jefes de Estado. Con un PBI per cápita que duplica la media nacional y equivale a 14 veces el de Santiago del Estero, una estructura económica que descansa básicamente en recursos propios y una superficie mínima, se trata de un distrito-vidriera, una catapulta: en sus ocho años al frente del gobierno de la Ciudad el macrismo avanzó poco en materia de salud y educación públicas, quizás consciente de que la mitad de los porteños prescinde de ellas, y puso al tope de sus prioridades presupuestarias a la seguridad, con la creación de la Metropolitana, y al espacio público, con la mejora de las plazas y el transporte. Como escribió Martín Rodríguez (1), ubicó lo público por sobre lo estatal.

El éxito porteño del PRO, y las dificultades que enfrenta en el gobierno nacional, se explican también por su voluntad de exportar el know how del sector privado a la gestión pública. En cierto modo, la idea de que es posible manejar el Estado como si fuera una empresa o un club resulta factible –y hasta, en algunos casos, interesante– cuando se trata de municipios o provincias, donde la mayor parte de las decisiones están vinculadas a cuatro áreas muy concretas: salud, educación, seguridad y espacio público. Pero resulta definitivamente inadecuada como criterio para gobernar el Estado nacional, que a diferencia de las unidades subnacionales decide sobre cuestiones mucho más complejas como el tipo de cambio, las relaciones exteriores, los impuestos o los jueces de la Corte Suprema.

Los problemas para pegar ese salto, que es cuanti pero sobre todo cualitativo, quizás expliquen los singulares zigzagueos, la lentitud gestionaria y la subejecución rampante que arrastran vastas áreas de la administración PRO. Un gobierno, cualquier gobierno, es siempre un entramado contradictorio de políticas. Ninguno es monolítico; por más homogeneidad que se le quiera imprimir, tarde o temprano aparecen las contradicciones. El ideal del gobierno esférico –desprovisto de aristas filosas, sin ángulos escondedores– no existe. Y sin embargo, y aquí radica la inteligencia del verdadero estadista, la historia recuerda a los líderes por apenas un puñado de decisiones, a veces incluso menos: el alfonsinismo reconstruyó la democracia, el menemismo destruyó la inflación, el kirchnerismo nos sacó de la crisis (o: el alfonsinismo no pudo gobernar, el menemismo dejó una bomba de tiempo, el kirchnerismo fue un simulacro de progresismo).

Si la memoria consiste básicamente en seleccionar los olvidos, ¿cómo será recordado el gobierno del PRO, qué cosas quedarán y cuáles le serán perdonadas? Transcurrido un tercio de su mandato, el macrismo tiene pocos resultados concretos que mostrar. Desde el punto de vista social el deterioro es evidente: todos los indicadores –indigencia, pobreza, desempleo, desigualdad– se alinean en contra, y sólo la decisión de sostener el sistema de protección creado por el kirchnerismo evita que la situación se desplome del todo. Desde el punto de vista político, los éxitos parlamentarios y la docilidad sindical del inicio fueron reemplazados por un panorama más complejo que seguramente se irá enredando conforme se acerquen los comicios de octubre.  

Y desde el punto de vista económico, que es donde se juega la suerte de las elecciones de medio término, el gobierno tampoco ha conseguido hasta ahora éxitos constatables. El shock inicial de devaluación, fin del cepo, acuerdo con los buitres y desregulación de algunos mercados (notoriamente telecomunicaciones) fue reemplazado por una estrategia más gradual, una especie de ajuste en cámara lenta que marca un contraste con los guadañazos del menemismo pero que, salvo al campo, deja disconformes a todos: a los sectores populares cada vez más sumergidos, a las clases medias que ven cómo su situación se deteriora progresivamente y a los empresarios, que se quejan de que la economía no arranca. Sin boom exportador y con el mercado interno retrayéndose, el macrismo demora las reformas estructurales, sobre todo la laboral, que quiere pero no se anima a encarar.

El resultado es un gobierno trabado, con una gestión que no está a la altura de su espíritu reformista, y que apuesta sobre todo a la optimización de los recursos escasos, la baja del costo laboral y la inversión social estrictamente necesaria. Este modelo de gobierno low cost sostiene la coyuntura pero no enamora, administra pero no abre nuevas rutas. Y últimamente recurre a una fórmula compensatoria que busca crear una sensación de dinamismo: el decreto anti-inmigrantes, la amenaza de reprimir los piquetes y el conflicto con los sindicatos docentes constituyen atajos demagógicos más destinados a distraer a la sociedad que a enfrentar los problemas de la inseguridad, la pobreza o la educación, que difícilmente se resuelvan encarcelando bolivianos, prohibiendo las manifestaciones o desafiando a Baradel.

Es curioso, pero en este punto el gobierno del PRO se comporta de manera no tan diferente a como se comportaba el kirchnerismo, que también recurría a una sobrecarga del relato como modo de exorcizar el declive económico, con la diferencia de que aquella saturación retórica ocurrió luego de una década larga en el poder mientras que ésta sucede al inicio. Y que, mientras el gobierno anterior abrumaba de patriagrandismo nac&pop, el actual sobreactúa su rol de garante del orden público y su liberalismo reformista, dimensión discursiva que se desliza al territorio de lo inverosímil con las apelaciones al vocablo “revolución”: si clásicamente la idea de revolución aludía a un cambio radical simbolizado en la toma de una prisión, un palacio o al menos un gobierno, y si la nueva izquierda la adjetivó de bolivariana, ciudadana o indígena para pintar su programa transformador, el macrismo recurre a ella con liviana frecuencia. Un populista o un izquierdista lo pensará mucho antes de pronunciarla, pero Macri habla sin mayores problemas de revolución de los valores, de revolución educativa, de revolución de la obra pública e incluso de revolución del… arándano (2).

Y sin embargo, el macrismo resiste. ¿Por qué, pese a la ausencia de progresos en prácticamente todas las áreas, no termina de hundirse en la consideración pública? Fundándose en datos de encuestas (3), Ignacio Ramírez sostiene que la grisura gestionaria de Cambiemos no afecta su imagen porque su contrato electoral no estaba basado en un contenido programático específico sino en el impalpable significante del cambio, la promesa del cierre de una etapa, que cumplió desplazando al kirchnerismo del poder, construyendo una poética de diferenciación con el ciclo anterior y administrando con inteligencia lo que el sociólogo Pierre Rosanvallon llama la “política de las intenciones” (4): un gobierno al que quizás no le salgan las cosas pero que quiere lo mejor, que escucha a todos y que está dispuesto a reconocer sus errores.

Esto es posible porque la distribución de las preferencias políticas se mantiene más o menos igual que antes de las elecciones. Por más que los herederos de Ernesto Laclau insistan con sus polarizaciones de papel maché, la sociedad argentina sigue dividida en tercios: un polo kirchnerista, uno anti (hoy macrista) y un centro que se desinteresa o duda. La polarización es el sueño eterno de las minorías intensas que transpiran la noche insomne del cable. Por eso la astucia electoral del macrismo consistió en agregar al voto natural anti-kirchnerista el difícil electorado centrista, al que tuvo que tranquilizar prometiéndole que no privatizaría YPF ni eliminaría los planes sociales. Del 30 por ciento de las PASO al 34 por ciento de la primera vuelta, y de ahí al 51 del ballottage, el macrismo construyó una polarización controlada que lo llevó derechito a la victoria. Recrearla es su gran apuesta para octubre.

¿Podrá? Las movilizaciones de las últimas semanas, que comenzaron con el acto sindical del 7 de marzo, continuaron con la marcha docente y concluyeron con la conmemoración del aniversario del golpe de Estado, expresan el malestar de sectores crecientes de la sociedad, reflejado también en la convocatoria al paro general de la CGT. Frente a este panorama tormentoso, el gobierno busca a tientas su Plan Austral, su convertibilidad, su ley de medios. Y explora, como señalamos, una serie de iniciativas alejadas de su programa original: el discurso punitivista que tenía el copyrigth del massismo, los debates en torno a la represión de la protesta social y, sobre todo, la confrontación con los gremios docentes, en la que decidió jugar su capital más valioso, que es la imagen de Vidal. “Necesitamos un Metrobus”, se sincera un funcionario. Consciente de que no hay cambio sin hegemonía, el macrismo se acerca a la segunda mitad de su mandato con un giro hacia políticas más duras y confrontativas.

1. “Manteros o el PRO al desnudo”, en LPO, 17-1-17.
2. En la última década se sextuplicó la superficie cultivada.
3. “Cómo se sostiene la imagen positiva del gobierno”, en Bastión Digital, 23-12-16.
4. El buen gobierno, Manantial, 2015.

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur

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